Tú, Señor, me sacaste de los lomos de mi padre; tú me formaste en el vientre de mi madre; tú me diste a luz niño y desnudo, puesto que las leyes de la naturaleza siguen tus mandatos.
Con la bendición del Espíritu Santo preparaste mi creación y mi existencia, no por voluntad de varón, ni por deseo carnal, sino por una gracia tuya inefable. Previniste mi nacimiento con un cuidado superior al de las leyes naturales; pues me sacáste a la luz adoptándome como hijo tuyo y me contaste entre los hijos de tu Iglesia santa e inmaculada.
Me alimentaste con la leche espiritual de tus divinas enseñanzas.
Me nutriste con el vigoroso alimento del cuerpo de Cristo, nuestro Dios, tu santo Unigénito, y me embriagaste con el cáliz divino, o sea, con su sangre vivificante, que él derramó por la salvación de todo el mundo.
Porque tú, Señor, nos has amado y has entregado a tu único y amado Hijo para nuestra redención, que él aceptó voluntariamente, sin repugnancia; más aún, puesto que él mismo se ofreció, fue destinado al sacrificio como cordero inocente, porque, siendo Dios, se hizo hombre y con su voluntad humana se sometió, haciéndose obediente a ti, Dios, su Padre, hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Así, pues, oh Cristo, Dios mío, te humillaste para cargarme sobre tus hombros, como oveja perdida, y me apacentaste en verdes pastos; me has alimentado con las aguas de la verdadera doctrina por mediación de tus pastores, a los que tú mismo alimentas para que alimenten a su vez a tu grey elegida y excelsa.
Por la imposición de manos del obispo, me llamaste para servir a tus hijos. Ignoro por qué razón me elegiste; tú solo lo sabes.
Pero tú, Señor, aligera la pesada carga de mis pecados, con los que gravemente te ofendí; purifica mi corazón y mi mente. Condúceme por el camino recto, tú que eres una lámpara que alumbra.
Pon tus palabras en mis labios; dame un lenguaje claro y fácil, mediante la lengua de fuego de tu Espíritu, para que tu presencia siempre vigile.
Apaciéntame, Señor, y apacienta tú conmigo, para que mi corazón no se desvíe a derecha ni izquierda, sino que tu Espíritu bueno me conduzca por el camino recto y mis obras se realicen según tu voluntad hasta el último momento.
Y tú, cima preclara de la más íntegra pureza, excelente congregación de la Iglesia, que esperas la ayuda de Dios, tú, en quien Dios descansa, recibe de nuestras manos la doctrina inmune de todo error, tal como nos la transmitieron nuestros Padres, y con la cual se fortalece la Iglesia. (San Juan Damasceno, De la Declaración de la fe, Cap. l: PG 95, 417-419)
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Poco se puede añadir a estaba preciosa oración de San Juan Damasceno. Leyéndola damos gracias por todo lo que hemos recibido de Cristo. Nosotros hemos recibido todo gracias a la Iglesia.
¿Damos gracias a Dios por la Iglesia que nos nutre y nos cobija? ¿Damos gracias por la leche espiritual que Cristo nos ofrece por medio de ella? Seguramente la sentimos más veces ajena que cercana. Tal vez la veamos más frecuentemente frente a nosotros que en nuestro interior. ¿Por qué?
La Iglesia no puede ser lejana o externa a nosotros. Si lo fuera, no sería realmente Iglesia sino una de las imágenes distorsionadas que con tanta facilidad nos proponen cada día.
Amad a la Iglesia, permaneced en la Iglesia, sed vosotros la Iglesia. (San Agustín)
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Señor, ayúdanos a ser Iglesia
amándola y permaneciendo en ella.
No nos permitas sentirnos alejados de ella,
ya que Tu cuerpo místico no puede ser
nunca algo ajeno y desafecto.
Gracias Señor por darnos la Iglesia
y enseñarnos que está más allá
de nuestros gustos y preferencias personales
Amén