martes, 27 de septiembre de 2011

Desmundanizar la Iglesia


Merece la pena leerse, releerse. El discurso de Benedicto XVI en Friburgo es una hoja de ruta para reconocer, entender y penetrar en el Misterio de la Iglesia. Lo comparto de forma literal:

Queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio, Ilustres señoras y señores,

Me alegra tener este encuentro con ustedes, que están comprometidos de muchas maneras con la Iglesia y la sociedad. Esto me ofrece una ocasión de agradecerles personalmente y de todo corazón su servicio y testimonio como "valerosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos" (Lumen gentium, 35). En sus ambientes de trabajo, en el momento actual, no siempre es fácil defender con entusiasmo la causa de la fe y de la Iglesia.

Desde hace decenios, asistimos a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda?

A la beata Madre Teresa le preguntaron una vez cuál sería, según ella, lo primero que se debería cambiar en la Iglesia. Su respuesta fue: usted y yo.

Este pequeño episodio pone de relieve dos cosas: por un lado, la Religiosa quiere decir a su interlocutor que la Iglesia no son sólo los demás, la jerarquía, el Papa y los obispos; la Iglesia somos todos nosotros, los bautizados. Por otro lado, parte del presupuesto de que efectivamente hay motivo para un cambio, de que existe esa necesidad, cada cristiano y la comunidad de los creyentes están llamados a una conversión continua.

¿Cómo se debe configurar concretamente este cambio? ¿Se trata tal vez de una renovación como la que realiza, por ejemplo, un propietario mediante una restructuración o la pintura de su edificio? ¿O acaso se trata de una corrección, para retomar el rumbo y recorrer de modo más directo y expeditivo un camino? Ciertamente, estos y otros aspectos tienen importancia. Pero por lo que respecta a la Iglesia, el motivo fundamental del cambio es la misión apostólica de los discípulos y de la Iglesia misma.

En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta misión. Los tres Evangelios sinópticos enfocan distintos aspectos del envío a la misión: ésta se basa en una experiencia personal: "Vosotros soy testigos" (Lc 24, 48); se expresa en relaciones: "Haced discípulos a todos los pueblos" (Mt 28, 19); trasmite un mensaje universal: "Proclamad el Evangelio a toda la creación" (Mc 16, 15). Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, el testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y relativizado el mensaje. Si después la Iglesia, como dice el Papa Pablo VI, "trata de adaptarse a aquel modelo que Cristo le propone, es necesario que ella se diferencie profundamente del ambiente humano en el cual vive y al cual se aproxima" (Carta encíclica Ecclesiam suam, 24). Para cumplir su misión, ella tomará continuamente las distancias de su entorno, debe en cierta medida ser desmundanizada.

La misión de la Iglesia deriva ciertamente del misterio del Dios uno y trino, del misterio de su amor creador. El amor no está presente en Dios de un modo cualquiera: Él mismo, por su naturaleza, es amor. Y el amor de Dios no quiere quedarse en sí mismo, quiere difundirse. En la Encarnación y en el sacrificio del Hijo de Dios, ese amor ha alcanzado a los hombres de modo particular. El Hijo ha salido de la esfera de su ser Dios, se ha hecho carne y se ha hecho hombre; y ciertamente no sólo para confirmar el mundo en su mundanidad, y ser un acompañante suyo que lo deja totalmente intacto tal como es.

Del evento cristológico forma parte algo incomprensible, pues incluye (como dicen los Padres de la Iglesia) un commercium, un intercambio entre Dios y los hombres, en el que ambos, aunque en un modo completamente distinto, dan y adquieren algo, entregan y reciben gratuitamente. La fe cristiana sabe que Dios ha puesto al hombre en una libertad, en la que él puede ser verdaderamente un partner y entrar en un intercambio con Dios. Al mismo tiempo, el hombre es consciente de que ese intercambio es posible sólo gracias a la generosidad de Dios que toma la pobreza del mendigo como una riqueza, para hacer soportable el don divino, pues el hombre no puede corresponder con nada equivalente.

También la Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee nada de autónomo ante Aquel que la ha fundada. Encuentra su sentido exclusivamente en el compromiso de ser instrumento de redención, de impregnar el mundo con la palabra de Dios y de trasformarlo al introducirlo en la unión de amor con Dios. La Iglesia se sumerge totalmente en la atención condescendiente del Redentor para con los hombres. Ella misma está siempre en movimiento, debe ponerse constantemente al servicio de la misión que ha recibido del Señor. La Iglesia debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo y dedicarse a ellas sin reservas, para continuar y hacer presente el intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación.

En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo, también una tendencia contraria, la de una Iglesia que se acomoda a este mundo, llega a ser autosuficiente y se adapta a sus criterios. Por ello da una mayor importancia a la organización y a la institucionalización que a su vocación a la apertura.

Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe una y otra vez hacer el esfuerzo por separarse de lo mundano del mundo. Con esto sigue las palabras de Jesús: "No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo" (Jn 17,16). En un cierto sentido, la historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han contribuido en modo esencial a su purificación y reforma interior.

En efecto, las secularizaciones (sea que consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en cancelación de privilegios o cosas similares) han significado siempre un profundo desarrollo de la Iglesia, en el que se despojaba de su riqueza terrena a la vez que volvía a abrazar plenamente su pobreza terrena.

Con esto la Iglesia compartía el destino de la tribu de Levi que, según la afirmación del Antiguo Testamento, era la única tribu de Israel que no poseía un patrimonio terreno, sino, como parte de la herencia, le había tocado en suerte exclusivamente a Dios mismo, su palabra y sus signos. Con esta tribu, la Iglesia compartía en cada momento histórico, la exigencia de una pobreza que se abría al mundo para, separarse de su vínculos materiales y, así también, su actuación misionera volvía a ser creíble.

Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la Iglesia "desmundanizada" resulta más claro. Liberada de su fardo material y político, la Iglesia puede dedicarse mejor y verdaderamente cristiana al mundo entero, puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio del adoración a Dios y al servicio del prójimo. La tarea misionera, que va unida a la adoración cristiana y debería determinar la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible.

La Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así a Aquel del que toda persona puede decir, con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera interioridad. Mediante este estilo de apertura al mundo propio de la Iglesia, se queda al mismo tiempo diseñada la forma en la que cada cristiano puede realizar esa misma apertura de modo eficaz y adecuado.

No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para valorizar otra vez la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy viviéndola totalmente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero en realidad no son más que convenciones y hábitos.

Digámoslo con otras palabras: la fe cristiana es para el hombre siempre un escándalo, no sólo en nuestro tiempo. Creer que el Dios eterno se preocupe de los seres humanos, que nos conozca; que el Inasequible se haya convertido en un momento dado en accesible; que el Inmortal haya sufrido y muerto en la cruz; que a los mortales se nos haya prometido la resurrección y la vida eterna; para nosotros los hombres, todo esto es verdaderamente una osadía.

Este escándalo, que no puede ser suprimido si no se quiere anular el cristianismo, ha sido desgraciadamente ensombrecido recientemente por los dolorosos escándalos de los anunciadores de la fe. Se crea una situación peligrosa, cuando estos escándalos ocupan el puesto del skandalon primario de la Cruz, haciéndolo así inaccesible; esto es cuando esconden la verdadera exigencia cristiana detrás de la ineptitud de sus mensajeros.

Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de abandonar con audacia lo que hay de mundano en la Iglesia. Lo que no quiere decir retirarse del mundo. Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres (tanto a los que sufren como a los que los ayudan) precisamente en el ámbito social y caritativo, la fuerza vital especial de la fe cristiana. "Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Carta encíclica Deus caritas est, 25). Ciertamente, también las obras caritativas de la Iglesia deben prestar atención constante a la exigencia de un adecuado distanciamiento del mundo para evitar que, ante un creciente alejamiento de la Iglesia, sus raíces se sequen. Sólo la profunda relación con Dios hace posible una plena atención al hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo se empobrece la relación con Dios.

Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto para la Iglesia "desmundanizada" testimoniar, según el Evangelio, con palabras y obras, aquí y ahora, la señoría del amor de Dios. Esta tarea, además, nos remite más allá del mundo presente: la vida presente, en efecto, incluye la relación con la vida eterna. Vivamos como individuos y como comunidad de la Iglesia la sencillez de un gran amor que, en el mundo, es al mismo tiempo lo más fácil y lo más difícil, porque exige nada más y nada menos que el darse a sí mismo.

Queridos amigos, me queda sólo implorar para todos nosotros la bendición de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, para que podamos, cada uno en su propio campo de acción, reconocer una y otra vez y testimoniar el amor de Dios y su misericordia. Gracias por su atención.

Benedicto XVI. Friburgo de Brisgovia, 25 de septiembre de 2011

domingo, 25 de septiembre de 2011

Viendo su Fe ...

Jesús llegó a su propia ciudad. Le presentaron un paralítico que yacía en su litera. Jesús, dice el evangelio, viendo la fe de la gente dice al paralítico: “Ánimo, hijo, tus pecados te quedan perdonados.” (Mt 9,2) El paralítico entiende el perdón y se queda sin palabra. No responde nada, ni para dar las gracias. Deseaba la curación de su cuerpo más que la de su espíritu. Estaba acongojado por los males pasajeros del cuerpo enfermo, pero lo males de su alma, males eternos, no le preocupaban. Juzgaba que la vida presente era más preciosa que la vida futura. Cristo tenía razón en hacer caso de la fe de la gente que presentaban al enfermo y no de la insensatez del mismo. Gracias a la fe de otros, el alma del paralítico es curada antes de ser curado su cuerpo. “Viendo la fe de la gente” dice el evangelio. Prestad atención, hermanos, que Dios no se preocupa de aquello que le piden los hombres insensatos, no espera la fe de lo ignorantes ni atiende los deseos desacertados de un enfermo. En cambio, no puede rehusar su ayuda a los que creen. Esta fe es un regalo, un don de la gracia de Dios que la otorga a quien quiere. (San Pedro Crisólogo. Sermón 50, CCL 24)

-oOo-

En el pasaje evangélico al que San Pedro Crisólogo habla de un grupo de personas que desean presentar a un paralítico a Jesús. Jesús, viendo la Fe de estas personas, decide obrar el milagro. La Fe se manifiesta siempre dentro de la acción que parte de nuestra voluntad. La hemorroisa que toca el manto de Cristo, el Centurión que viene se acerca a Cristo para pedir por sirviente, etc.

Incluso si la acción, movida por la Fe, la realizan otras personas Dios está presente. Si lo que pedimos está dentro del plan de Dios, Cristo accede. Se demuestra que la comunión de los Santos es una herramienta que nos permite pedir a Dios por nuestros hermanos. Aunque nuestros hermanos estén en lo que les interesa y se queden mirando lo que los demás hacemos por ellos. Pero, ojo, no se trata de una herramienta que mueva a Dios segú n uestra voluntad, sino la consciencia de ser nosotros esa herramienta y que nuestra voluntad actúa en colaboración con la Voluntad divina.

Decididamente, una Fe activa es el medio que nos acerca a Cristo por medio de la colaboración de voluntades que acontece a través de la comunión de los Santos.

En la conclusión de este breve pasaje aparece una frase que nos conduce al misterio, porque se dicen dos cosas el mismo tiempo: “Esta fe es un regalo, un don de la gracia de Dios que la otorga a quien quiere”. A quien quiere recibirla y a quien Dios quiere dársela.

Llevemos ante Dios a nuestros hermanos y hagámoslo con Fe, ya que el milagro está en la mano de Dios.

sábado, 17 de septiembre de 2011

¿Dios mio, por qué me has abandonado?

Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás lejos
de mi clamor y mis gemidos?
Te invoco de día, y no respondes,
de noche, y no encuentro descanso;
y sin embargo, tú eres el Santo,
que reinas entre las alabanzas de Israel.
En ti confiaron nuestros padres:
confiaron, y tú los libraste;
clamaron a ti y fueron salvados,
confiaron en ti y no quedaron defraudados.
(Salmo 22)

En la catequesis de la Audiencia del 14 de septiembre,  Benedicto XVI ha desarrollado el tema de sufrimiento y la aparente lejanía de Dios, basando su explicación en Salmo Nº 22.

Nos dice el Santo Padre: “El grito inicial del salmista,-‘Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado-, es una llamada a un Dios que parece lejano, que no responde. Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente sin encontrar respuesta. Sin embargo, el orante “llama al Señor ‘Dios mío’, en un acto extremo de confianza y de fe.

… bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y el aniquilamiento. (…) Por eso grita al Padre (…) Pero el suyo no es un grito desesperado, como no lo era el del salmista”, cuya súplica desemboca en la confianza en la victoria divina.


Personalmente, este salmo me transporta al momento final del sacrificio en la Cruz. Cuando Cristo eleva sus ojos al cielo y grita, al igual que el salmista, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

La vida de todo cristiano conlleva momentos de claridad y de oscuridad. Momentos en que sentimos que todo va bien y momentos en que todo parece ir en contra de nosotros. Benedicto XVI nos ofrece un clave realmente interesante para entender y entendernos en estos momentos: el grito no parte de la desesperación, sino de la confianza en que Dios nos oye. Pero ¿Para qué queremos que nos oiga si no nos arregla los problemas? O mejor dicho, ¿Qué valor tiene para nosotros una herramienta que no funciona?

Leamos esta breve reflexión atribuida a San Efrén de Siria:

Desde ahora, por la cruz, las sombras se han disipado y la verdad se levanta, tal como nos lo dice el Apóstol Juan: El mundo viejo ha pasado porque mira que hago un mundo nuevo. La muerte ha sido despojada, el infierno ha liberado a sus cautivos, el hombre ha quedado libre, el Señor reina, la creación se ha llenado de gozo. La cruz triunfa y todas las naciones, tribus, lenguas y pueblos vienen para adorarla. La cruz devuelve la luz al universo entero, aleja las tinieblas y reúne a las naciones de Occidente a Oriente en una sola Iglesia, una sola fe, un solo bautismo en la caridad. Fijada sobre el Calvario, se levanta en el centro del mundo.” (Anónimo atribuido a San Efrén de Siria)

La respuesta de Dios no tiene porque hacer desaparecer lo que nos hace sufrir. Si el plan de Dios fuese impedir nuestro sufrimiento, no hubiera dejado morir a Cristo en la Cruz. Lo que nos ofrece Dios es el consuelo de saber que todo tiene sentido que nuestros sufrimientos dan frutos tarde o temprano. Después de la Cruz, la Verdad se levanta, dice el escrito atribuido a San Efrén. El Santo Padre concluyó la catequesis señalando:

Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos ha llevado sobre el Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos invadir, pues, por la luz del misterio pascual también en la aparente ausencia de Dios, en el silencio de Dios y, como los discípulos de Emaus, aprendamos a discernir la verdadera realidad más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la plena manifestación de la vida en la muerte, en la cruz. De esta manera, colocando toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en cualquier angustia podremos rezarle también nosotros con fe y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza.

Tal como se dice en el escrito atribuido a San Efrén, “La cruz devuelve la luz al universo entero, aleja las tinieblas y reúne a las naciones de Occidente a Oriente en una sola Iglesia, una sola fe, un solo bautismo en la caridad.

Cabría preguntarse si no sufriéramos ¿seríamos humanos? Sin limitaciones ¿Entenderíamos qué sentido tiene lo infinito? Sin conocer nuestra incapacidad de vivir aislados de los demás ¿Daríamos sentido a la comunidad? Quiera Dios que la Cruz que vivimos, sentimos y sufrimos nos reúna en una sola Iglesia, Fe y bautismo.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La carrera de ser cristiano

Así, dueño de si mismo y de lo suyo, poseyendo una segura comprensión de la ciencia divina, [el cristiano] se encuentra auténticamente junto a la Verdad. En efecto, el conocimiento y la percepción segura de lo inteligible sin duda puede llamarse ciencia, cuya tarea respecto a las cosas divinas es indagar ciertamente cual sea la causa primera y de Aquél por cuyo medio fueron hechas todas las cosas y sin Él no se hizo nada (Jn 1,3); a su vez también cuales son las cosas como penetrantes, cuales las envolventes, cuales las que se encuentran unidas y cuales las disociadas.  Y cual es el rango que cada una de estas cosas tiene y cual es el poder y la función sagrada que desempeñan. A su vez, respecto a las cosas humanas, [el conocimiento revela] qué es el hombre mismo, qué es lo conforme a su naturaleza y contrario a ella, cómo está relacionado con el actuar y con el sufrir, cuales son sus virtudes y sus vicios, lo relativo al bien y al mal y a lo que está entre ambos; lo que concierne a la fortaleza, prudencia, templanza, y a la justicia, que sobrepasa a todas. Pero [el cristiano] se aprovecha de la prudencia y de la justicia en aras de la adquisición de la sabiduría y de la fortaleza, no sólo para soportar él mismo las adversidades, sino para también dominar en lo concerniente al placer y a la concupiscencia, al dolor y a la ira, y en general para enfrentarse a todo lo que con violencia o engaño seduce a las almas (Clemente de Alejandría, Stromata VII 3, 17.1)

-oOo-

Leer este párrafo de la Stromata de Clemente de Alejandría, me invita a reflexionar sobre el sentido del cristiano. No podemos decir que Clemente proclame un cristianismo apático y desentendido de la comprensión de todo lo que le rodea. Para él, el cristiano debería buscar sabiduría que le permite discernir dentro y fuera suya. Sabiduría que le ayuda a defenderse de todo lo que le puede seducir y le engañar.

¿Tenemos hoy en día una comprensión del cristiano que se acerque a lo que nos indica Clemente? Me temo que nos quedamos en una capa de conocimientos desligados que se mantienen unidos gracias a la Fe.  Si la Fe es fuerte, el cristiano podrá seguir adelante por mucho que se plantee dudas, pero si la Fe no es tan fuerte, es normal que se derrumbe ante las incertidumbres que le plantea el mundo actual. Por otra parte, hay que ser conciente que no todas las personas están dispuestas a dedicar su vida y aliento a formarse y reflexionar en profundidad. 

Si comparamos el camino del cristiano con una carrera, los hermanos más lentos pueden recriminar a los más rápidos que se complican la vida y se la complican a los demás. También pueden objetar que todas las florituras son innecesarias y que los rápidos se centren en lo fundamental: la Fe. Lo maravilloso es que estas personas tienen razón sin que ello implique que haya que cambiar la actitud en los rápidos. La velocidad o la fortaleza no son imprescindibles, pero forman parte de la naturaleza que ha dado Dios a cada cual.

¿Cómo es posible? A cada obrero Dios da un número de talentos particular y sobre lo que les ha dado, les pedirá cuentas cuando vuelva. Los rápidos tienen su función, los fuertes la suya, los lentos tienen sus responsabilidades, al igual que los despistados. Nadie deja de ser necesario.

Decía San Agustín: Cuantos corren, corren con perseverancia, pues todos recibirán el premio. El que llegó el primero esperará a ser coronado con el último. Este certamen no lo emprende la codicia, sino la caridad. Todos los que corren se aman, y este mismo amor es la carrera (San Agustín. Comentario al Salmo 39,11).

La caridad hace que los que corremos unidos, nos amemos aunque unos vayan delante y otros detrás. Los más fuertes ayudarán a los rezagados, los más rápidos marcarán el camino a los despistados. Los lentos serán quienes procuren descanso a los rápidos y los despistados, relajarán a los fuertes. Una vez lleguemos, todos recibiremos el mismo premio ¿No es maravilloso?

Si alguien piensa que obtener el mismo premio para todos es injusto, le invito a repasar la parábola de los obreros de la hora undécima (Mateo 20:1-16). ¿Por qué el mismo premio? ¿Dios puede ser injusto? El mérito de llegar antes o después es de Dios, no nuestro.  Él fue quien nos creó como somos (talentos) y además nos dio la fuerza (gracia) para llegar. Pero no olvidemos que nuestra colaboración es imprescindible aunque el premio lo ganemos por Gracia de Dios.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Corrección Fraterna


En el Ángelus de hoy domingo Su Santidad, Benedicto XVI ha hablado de la corrección fraterna y nos propone cuatro pasos. Dentro del discurso nos recuerda que existe una "corresponsabilidad" en el camino de la vida cristiana. Les recomiendo que lo lean, porque es especialmente instructivo.

El tema de la corrección fraterna es muy interesante. Para que exista se deben de dar con condiciones previas:

-          Hay algo importante que nos parece incorrecto en nuestro hermano y que tiene directa repercusión en la comunidad-Iglesia.
-          Quien lo realiza, tienen lazos fraternales con nosotros. Es decir, no es desconocido, sino una persona a la que tenemos afecto y al que deseamos el mayor bien.

Sin hermandad y sin una razón de peso, la corrección fraterna no puede darse. Si me acerco a alguien con él que no existe ninguna unión fraternal, no puedo esperar que me escuche y me entienda. Si lo que voy a decir, es una cuestión intrascendente para la relación de hermandad, tampoco puedo esperar que me haga mucho caso.

Poco puedo añadir a la claridad con la que ha tratado el tema Benedicto XVI, pero sí quisiera incidir en un aspecto que no se trata normalmente. ¿Cómo realizamos y recibimos la corrección fraterna?

Corregir puede ser, en algunos casos una palabra inadecuada. Sobre todo cuando se parte de la buena voluntad de entenderse. Si esto es así, lo que realmente hacemos es de enseñar algo que se ignora. Cuando se enseña, la actitud del “enseñante” debe ser positiva y clarificadora. Nunca debemos mostrarnos agrios o enfadados. Una actitud negativa rompe el lazo de aprendizaje en una décima de segundo. Si prevemos que la respuesta de nuestro hermano puede ser negativa, a veces hay que empezar por el final ¿Por el final?

Sí. Se puede pedir a nuestro hermano que sea él quien nos enseñe las razones por las que hace o dice lo que nos parece equivocado. Tras la explicación, plantearle nuestras dudas y esperar a que las conteste. Seguramente descubramos que el error parte de otros errores previos que debemos abordar en primer lugar. Incluso puede suceder que el error parta de nosotros mismos. Al final, lo que buscamos y propiciamos es un diálogo fraternal de enriquecimiento mutuo.

¿Por qué ser tan sutil? Seguramente alguna vez alguien les ha abordado exigiendo una retractación de lo que usted dice o piensa. Lo normal es que el orgullo salte rápidamente ¿Cómo “este” me dice que me equivoco? Resultado, nos cerramos a nuestro hermano y aunque aceptemos en silencio lo que nos dice, no es fácil que penetre en nosotros. Seguramente pensemos que nosotros también podemos enseñar algo a nuestro hermano. El diálogo sólo puede llevarse a cabo en un ambiente de mutua cordialidad y afecto.

Es necesario tener consciencia que nosotros no tenemos la Verdad. En el mejor caso podemos ser el medio que Dios utiliza para transmitirla. El Verdad es el Verbo, Cristo, que se dona a través nuestra por medio del Espíritu Santo.

¿Qué sucede si nuestro hermano no quiere escucharnos? Lo primero que se produce una fractura en la comunión. La comunidad sufre y el Espíritu encuentra trabas para manifestarse. Por eso, al recibir corrección o enseñanza, debemos ser tremendamente humildes. No es nuestro hermano quien nos corrige o enseña, es Cristo mismo por medio suya quien se acerca a nosotros. Es un honor que Cristo nos tome en consideración y que nuestro hermano se preocupe por nosotros. Si pensamos que nosotros llevamos razón, podremos ser, a su vez, medio de Cristo sobre nuestro hermano. Si reaccionamos con soberbia, el medio de transmisión de la Verdad queda roto.

¿Qué hacer si nuestro hermano no desea dialogar y rechaza nuestro acercamiento? Su Santidad nos lo recuerda: volver acompañados por dos o tres hermanos.

¿Por qué un grupo mayor? Podría decirse que es una táctica militar, pero no tiene nada que ver con eso. Hay una cita maravillosa que sirve para entender la razón: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Si dos o tres se reúnen en Nombre de Cristo, que es la Verdad, oran previamente y buscan al hermano con caridad y humildad, es posible que el Espíritu se manifieste y rompa las murallas de quien se equivoca. No se trata de buscar a quienes apoyen nuestras ideas para asediar a quien se equivoca. Si hiciéramos esto nos equivocaríamos e iría todo aún peor. Se trata de poner en juego la caridad y la presencia de Cristo.

¿Y si incluso así no es posible acceder a quien se equivoca? Nos dice San Pablo (y nos recuerda Benedicto XVI), que es necesario llevar el problema a la comunidad. Ya no es un asunto nuestro, es un asunto de todos aquellos que deseamos estar unidos y trabajar en sintonía por el Reino. En este ámbito se orará a Dios para que nos ayude a solucionar el problema. Si la persona equivocada sigue defendiendo su error, la comunidad advertirá a quien sostiene el error, que él es el culpable de la ruptura. Se le rogará que recapacite y que no cause mayor mal a si mismo y al conjunto de la comunidad.

Su Santidad nos recuerda la importancia de la oración común, porque "existe una corresponsabilidad en el camino de la vida cristiana, y todos, conscientes de los propios límites y defectos, están llamados a aceptar la corrección fraterna y a ayudar a los demás con este particular servicio", que exige "mucha humildad y sencillez de corazón”

La oración es imprescindible, ya que mediante el lazo que establecemos con Cristo, es posible encontrar la razón que nos impide seguir unidos y así poder abordar el proceso de curación necesario.

Si todo es infructuoso lo mejor que la ruptura sea pacífica y amigable. De esta forma será mucho más fácil volvernos a re-unir en futuro. Esperaremos a que las causas de la ruptura puedan ser abordadas con más capacidad de diálogo.

Dios nos ayude procurándonos humildad, perdón y templanza.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Dogma y Caridad

El vicio imita a la virtud y la cizaña pretende pasar por trigo, porque en el aspecto es ciertamente semejante al trigo, pero los entendidos la distinguen por el gusto. También el diablo se transforma en ángel de luz (2 Cor 11, 14), no para volver a donde estuvo (pues su corazón es inflexible como un yunque, sin posibilidad de un nuevo arrepentimiento), sino para envolver en la niebla de la ceguera y en el pestilente estado de la incredulidad a quienes llevan una vida semejante a la de los ángeles. Muchos van como lobos vestidos de oveja, pero con uñas y dientes de otra clase: vestidos de piel suave, disfrazándose con tal aspecto ante los sencillos, arrojan por sus dientes el mortal veneno de la impiedad. Por eso nos es necesaria la gracia para observar con mirada vigilante y aguda, no sea que, comiendo cizaña en lugar de trigo, caigamos en el vicio por ignorancia o que, creyendo que es oveja quien es lobo, nos convirtamos en su presa. Como también podría ser que, tomándolo por un ángel bienhechor, cuando es en realidad el diablo artífice de la ruina, seamos devorados por él. Pues «está rondando como león rugiente, buscando a quien devorar», como dice la Escritura (I Pe 5, 8). Por esto hace la Iglesia sus advertencias; por esto se imparte esta enseñanza; por este motivo se establecen estas lecturas.

Pues la piedad consta de dos cosas, los sagrados dogmas y las buenas obras: ni es agradable a Dios la doctrina sin buenas acciones, ni Dios acepta las obras separadas de las creencias religiosas. ¿Qué utilidad tiene el recto sentir acerca de Dios si se fornica deshonestamente? Y, a la inversa, ¿de qué sirve obrar con pudor —lo que en sí es correcto si luego se blasfema impíamente? Por consiguiente, es de gran valor el conocimiento que se pueda tener de los dogmas. Para ello es necesario tener una mente vigilante, como quiera que hay quienes obtienen su botín por medio de la filosofía y vanas falacias (Col 2, 8). Los gentiles seducen a diversas realidades mediante un hablar suave, pues «miel destilan los labios de la meretriz» (Prov 5, 3). Y quienes provienen de la circuncisión engañan a quienes se les acercan con falsas interpretaciones de la sagrada Escritura (cf. Tit 1, 10-11), comentándola desde su infancia hasta su vejez y envejeciendo en la ignorancia de la realidad (cf. 2 Tim 3, 7). Los herejes, por su parte, engañan a los humildes mediante la blandura de su lenguaje y la suavidad en el decir (cf. Rom 16, 18), entrelazando con el dulce nombre de Cristo los dardos envenenados de los decretos impíos. De todos ellos a la vez dice el Señor: «Mirad que nadie os lleve a engaño» (Mt 24, 4). Por ello se entrega la doctrina de la fe y se hacen exposiciones de la misma. (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis IV, 1-2)

-oOo-
En la sociedad del siglo XXI vemos los dogmas como elementos del pasado que nos quitan libertad. La libertad, además, desde el paradigma del sordo ¿Quién mejor que un sordo para elegir la música que quiera? El sordo no tendrá más que el azar para seleccionar qué autor y qué obra poner en cada momento.  El azar se nos ofrece como sinónimo de libertad y el orden se presenta como evidencia de esclavitud. Estamos reeditando continuamente el relato del Génesis y el diálogo de Adán y Eva con la serpiente.

Pero ¿Puede un dogma darnos libertad? Parece un evidente oxímoron (contradicción). Es como si dijéramos que un semáforo nos da libertad. Pregúnteles a los peatones que pueden andar de una acera a otra gracias a los semáforos. El problema no es la existencia de algo que ordena, sino que el orden sea real y no sólo apariencia de orden. Dice San Cirilo que el vicio imita la virtud y de esta manera la suplanta. Es complicado detectar cuando el vicio se nos acerca vestido de caridad o bondad.

En un diálogo sobre los dogmas, mi interlocutor decía que ojala la caridad fuese la que nos permitiera discernir en aquello que discrepamos”. ¿A que suena bien la frase? Parece que nos dice que Dios, que es Amor (caridad) sea el que discierna sobre nuestras discrepancias. Pero la frase tiene varias trampas ocultas.

La primera de ella es que la caridad no es capaz de discernir  por si misma (reconocer, diferenciar y separar algo que suele ser de tipo personal). El discernimiento se realiza con la colaboración imprescindible del intelecto y sobre los fundamentos que nos aportan la Revelación y magisterio. La oración debería formar parte sustancial de esta labor de distinción y reconocimiento.

La segunda trampa es hacer sinónimos caridad y tolerancia. Tomando los evangelios como referentes, Cristo actuó movido por la caridad cada vez que señalaba los comportamientos inadecuados que observaba. La caridad nos mueve a aconsejar y señalar posible errores en quienes queremos. Si nos quedamos callados, estamos actuando de forma poco caritativa.

Entonces ¿Hace falta echar una bronca a quien vemos actuar incorrectamente? Precisamente no. La caridad nos mueve a señalar con respeto y humildad lo que estimamos equivocado y además, deberíamos esperar a que nos respondieran. Si nuestro juicio está equivocado, nuestro hermano nos lo hará ver con similar caridad a la que nosotros hemos empleado. Ignorarnos no es caritativo. Dios no nos ignoró ni nos ignora. Pensemos en los consejos de corrección fraterna que San Pablo nos confía (Ga 6,1-10). Pensemos que la corrección puede y debe ser recíproca, cada vez que lo veamos necesario.

Por lo tanto y siguiendo lo que San Cirilo nos indica: demos gran valor al conocimiento que podamos tener sobre los dogmas. No los despreciemos como antigüedades obsoletas. Considerémoslos como piedras de clave de nuestra capacidad de entender lo que nos rodea.  
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