martes, 20 de agosto de 2013

Sacralidad, comunidad y agnosticismo

Hablar de “lo sagrado” en pleno siglo XX es una temeridad, lo reconozco. Buscar la sacralidad, en una sociedad que únicamente valora lo aparente y placentero, es una locura. Pero es una temeridad y una locura, que nace desde el corazón. No se trata de una moda o una afición pasajera. Cuando una persona necesita a Dios, puede buscarlo de muchas formas y ciertamente lo encontraremos en la comunidad, en los necesitados, en el estudio de los textos sagrados, en la oración personal, en las devociones, etc. Nuestro problema es que nos cuesta entender que todos estos aspectos, son una manifestación sagrada de Dios. ¿Sagrada?

Lo sagrado es aquello que nos une y comunica de forma mística con Dios. Ante la magnificencia del Misterio, no podemos tener una actitud desafectada y desdeñosa. Sea cual sea la manifestación de Dios, sólo si nos acercamos con reverencia, respeto y compromiso, seremos capaces de abrir nuestro corazón a la Gracia que Él no regala.

Nuestros antepasados sí tenían ese sano temor y reverencia a Dios ¿Qué ha pasado? Desgraciadamente hemos racionalizado la Fe y al hacerlo, hemos perdido lo sagrado entre nuestros dedos. Ahora entendemos la Fe de forma funcional, como una herramienta; mientras que la fe es un don.

Hace un par de días estuve viendo un documental sobre el Concilio Vaticano II llamado “Vaticano 1962 - Revolución en la Iglesia”. No es un documental tradicionalista ni mucho menos contemporizador con este gran evento. Es un documental que prima y valora el Concilio como una herramienta de cambio de una Iglesia vieja y caduca. Me sorprendió que los autores incluyeran el siguiente comentario sobre la veneración de los santos y reliquias por las personas de sencillas del pueblo: “Con esta devoción popular, esta veneración por las reliquias, la Iglesia postconciliar no supo desempeñar con brillantez su papel. No se apoyó el culto a los santos, otra de la víctimas de la gran racionalización del Vaticano II

¿Qué me llamó la atención esta frase?  Precisamente la mención a la racionalización que trajo consigo el postconcilio. Esta racionalización no es fruto directo de las constituciones del Concilio, sino del llamado “espíritu del Concilio”, que impregnó los años posteriores y todavía sigue marcando en entendimiento religioso de muchos de nosotros. En el “espíritu del Concilio” la fe es una herramienta para conseguir objetivos diversos, la justicia social, la socialización, el diálogo con quienes no creen otras cosas, etc.

¿Qué nos ha sucedido? Como indicaba el documental, hemos racionalizado la religión, convirtiéndola en una serie de obligaciones, pasos y costumbres. Indudablemente, una religión que se queda en este nivel de entendimiento y vivencia, no llena al ser humano. Hemos perdido el entendimiento de lo sagrado como un don de Dios y en el mejor de los casos, lo hemos convertido en rutinas que “ayudan” a que la comunidad se reúna una vez por semana o las familias se vean en bodas, bautizos y funerales. El fenómenos de los alejados tiene mucho que ver con la racionalización de la Fe y la “inutilidad” de la presencia de Dios en la vida cotidiana.

Dios se ha vuelto lejano para muchos de nosotros. Nos hemos vuelto cristianos agnósticos. Es decir, creyentes en un Dios lejano que se ha desentendido de nosotros. Conservamos los rituales y las costumbres, porque nos ayudan a encontrar algo importante, pero no absoluto: la comunidad. Para muchos, la comunidad se ha convertido en el sucedáneo palpable y “vivible” de Dios. Vamos a la misa del domingo para estar un rato en comunidad y disfrutar de una interconexión social dotada de cierta trascendencia. Con esto no quiero denigrar a la comunidad, sino señalar que estamos colocando algo importante en lugar de Dios mismo.

Si alguna vez miramos atrás y nos preguntamos por la sacralidad y la necesidad de un contacto místico con Dios, parece que mencionamos algo mágico que ya ha sido superado. Pareciera que rezar arrodillado fuese algo herético o maligno. Creer en la presencia de Cristo en los sacramentos, parece que es algo que terminará por desaparecer. ¿Qué joven le interesa arrodillarse frente a un imagen antigua? Algunos los prefieren ver en misa, twiteando con el smartphone.  Les pongo un ejemplo real.

He escuchado con cierta frecuencia a personas adultas, comprometidas y asiduas a las misas dominicales, que se preguntan por qué la Iglesia sigue “diciendo que Cristo está presente en la Eucaristía”. Después de charlar con ellas sobre el tema, aparece siempre la comunidad como el objetivo de su compromiso. Dios resulta algo tan grande y lejano, que no somos capaces de acercarse a El. Se nos ha olvidado que Cristo abrió caminos de comunicación que ahora hemos olvidado.

Entonces uno comprende la razón de que casi nadie se arrodille en la consagración o que se comulgue y se siga bailando al ritmo de la canción que se está poniendo en ese momento. Simplemente, no creen en la presencia de Cristo ni en la presencia de Dios junto a nosotros. Incluso, si se estima que Dios está presente, se cree que lo hace de forma indiferente y lejana. La comunidad es lo único que les llena y les da sentido. ¿No es triste?

¿Encontrar a Cristo en la comunidad es malo? Nada más lejos de la realidad, ya que Cristo mismo dijo que cuando nos reunimos, en su Nombre, El está en medio de nosotros. Una comunidad que ora unida, recibe los sacramentos, unida y además trabaja unida, es un lugar ideal para que el Señor nos encuentre.

Pero, ¿Qué sucede si la comunidad “nos sale rana”, el párroco lo trasladan o las personas que asisten a misa cambian? El desamparo puede llegar hasta hacer perder la poca Fe que retenemos. La comunidad está compuesta por seres humanos falibles y débiles. No podemos colocarla en lugar de Dios, por mucho que sea una vía de acceso a Él. Es lo mismo que si colocamos una figura en el lugar de Cristo, olvidando que la reverencia y el respeto no se le ofrece a la imagen, sino a Quien representa.


La comunidad es muy importante, casi imprescindible para nosotros, pero lo realmente imprescindible es la presencia de Dios entre nosotros. 

miércoles, 14 de agosto de 2013

Música y oración I

"yo siento que estas palabras santas sumergen mi espíritu, en una devoción más cálida cuando las canto, que cuando no las canto, porque todo movimiento del alma encuentra un matiz diverso en el canto o en la simple voz..." (San Agustín, Las Confesiones, 10,33) 
¿Qué tienen que ver la oración, canto y música? La historia de la Iglesia atestigua que el canto, la música y la oración han estado siempre ligadas de forma provechosa para nosotros. Para San Agustín esta relación era tan evidente que no duda en señalar que “Quien canta, ora dos veces”. Pero San Agustín no es el único Padre de la Iglesia que se ocupa de esta relación, San Atanasio también aporta una visión interesante: 
Como plectro [Púa] para la armonía, en ese salterio [Instrumento] que es el hombre, el Espíritu debe ser fielmente obedecido, los miembros y sus movimientos deben ser dóciles obedeciendo la voluntad de Dios. Esta tranquilidad perfecta, esta calma interior, tienen su imagen y modelo en la lectura modulada de los Salmos. Nosotros damos a conocer los movimientos del alma a través de nuestras palabras; por eso el Señor, deseando que la melodía de las palabras fuera el símbolo de la armonía espiritual en el alma, ha hecho cantar los Salmos melodiosa, modulada y musicalmente. Precisamente este es el anhelo del alma, vibrar en armonía, como está escrito: alguno de ustedes es feliz, ¡que cante! (St 5,13). (San Atanasio. Carta a Marcelino sobre la interpretación de los salmos, 18 

Orar cantando, orar acompañado con música, prepararse para orar con música,  son formas de que nos ayudan a acercarnos al Señor.Pensemos en la importancia que tuvieron la música y el canto en los monasterios, durante muchos siglos. Todavía nos toca el alma escuchar un coro de religiosos entonando canto gregoriano o polifonía sacra. Por desgracia esta música y canto ha ido desapareciendo de nuestras celebraciones litúrgicas y nuestra vida cotidiana. 

San Atanasio compara al ser humano con un instrumento musical, que resuena tocado por la púa del Espíritu. Decía San Pablo que el Espíritu es quien ora por nosotros, ya que somos incapaces de orar por nosotros solos: “Y de la misma manera, también el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Rm 8,16). 

El Señor ha sabido propiciar que la música en la oración se unan como anhelo del alma. San Atanasio nos indica que “el Señor, deseando que la melodía de las palabras fuera el símbolo de la armonía espiritual en el alma, ha hecho cantar los Salmos melodiosa, modulada y musicalmente”. Música, canto y oración han sido creados para acercarnos a Dios de una forma más sencilla y profunda. El Espíritu, sin duda, sabe utilizar la música como herramienta de ayuda en nuestra relación con Dios. Dice San Atanasio: “este es el anhelo del alma, vibrar en armonía, como está escrito: alguno de ustedes es feliz, ¡que cante! (St 5,13)

Pero no seamos ilusos, en nuestro mundo actual oración, canto y música no generan la unidad que sería deseable dentro de las comuniddes.Parece que hubiéramos asistido a un episodio similar al de la Torre de Babel y desde hace años, los lenguajes musicales nos separaran. El sentido de la sacralidad, unido a la belleza de la música y el canto, se ha ido transformando en diversas formas de utilitarismo de tipo social. El objetivo de la música y el canto ya no es acercarnos al Señor, sino reunir a la comunidad socialmente, dándole el protagonismo.

Pero no perdamos la esperanza, como indica el Papa Francisco, en su primer discurso ante el colegio cardenalicio: 

El paráclito es el supremo protagonista de toda iniciativa y manifestación de fe. Es algo curioso. Esto me hace reflexionar: el paráclito marca todas las diferencias en las iglesias. Parece ser un apóstol de Babel pero por otro lado es el que genera la unidad de esta diferencia. No en la igualdad sino en la armonía 

El misterio de unidad en la diversidad es algo que debe hacernos reflexionar. Nadie duda que necesitamos comunidades más unidas y vivas. Comunidades que compartan su vida de fe con alegría y participación, pero no deberíamos aceptar un trueque que implique perder el sentido sagrado de la oración y el canto litúrgico a cambio de que las comunidades sean lugares de unidad y fraternidad. ¿Cómo superar esta aparente contradicción? 

Recordemos el discurso del Kerigma que lanzó el Apóstol Pedro en Pentecostés. Milagrosamente,la voz de Pedro fue comprendida por todos los presentes, hablaran el idioma hebreo u otros muy diferentes. Ser capaces de abrir el corazón a las formas musicales que nos permiten orar al Señor, dentro de un orden y en armonía. 


Sería maravilloso vivir la fe en comunidades que sepan respetar los diferentes carismas que las integran y que todos puedan tener cabida en ellas, enriqueciéndonos. ¿Complicado? Imposible si contamos con nuestros egoísmos personales. Necesitamos del Espíritu Santo, ya que el es el supremo ordenador y armonizador de la Iglesia. Oremos para que el Señor nos muestre la forma de hacerlo posible.
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