domingo, 18 de mayo de 2014

Yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios. San Agustín

En el evangelio de hoy, Cristo se nos revela como Camino, Verdad y Vida. Camino hacia el Padre, Verdad que se revela a nosotros y Vida que se nos ofrece en abundancia. Es terrible pensar cómo fue posible que Dios se hiciera como nosotros y nos hablara directamente. La misma creación tuvo que resonar cada vez que Cristo hablaba, dando testimonio de que esas Palabras eran la Verdad hecha carne.

Mientas, nosotros seguimos con nuestras soberbias y nuestros remilgos. Nos cuesta aceptar que Dios es Dios y que nosotros somos seres limitados. San Agustín habla sobre esta realidad en sus Confesiones:

Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; ni había de hallarla sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos, el cual clama y dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, y el alimento mezclado con carne (que yo no tenía fuerzas para tomar), por haberse hecho el Verbo carne, a fin de que fuese amamantada nuestra infancia por la Sabiduría, por la cual creaste todas las cosas. Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza. Porque tú, Verbo, Verdad eterna, trascendiendo las partes superiores de tu creación, levantas hacia tí a las que le están ya sometidas, al mismo tiempo que en las partes inferiores se edificó para sí una casa humilde de nuestro barro, por cuyo medio abatiera en sí mismo a los que había de someterse y los atrajese a sí, sanándoles el tumor y fomentándoles el amor, no sea que, fiados en sí, se fuesen más lejos, sino, por el contrario, se hagan débiles viendo ante sus pies débil a la divinidad por haber participado de nuestra túnica de pelo, y, cansados, se arrojen en ella, para que, al levantarse, ésta los eleve. (San Agustín, Las confesiones VII,  18,24)

Muchas veces queremos ser nosotros quienes transformemos la sociedad con nuestras limitadas fuerzas. Incluso llegamos a querer transformar la propia Iglesia a nuestro gusto. Es curioso cómo la santidad se muestra como la fuerza más indomable de todas y que esta fuerza no se deba a quien es santo, sino a Dios que se manifiesta a través suya.

Personalmente me gusta utilizar el símil de una herramienta, para referirme a lo que deberíamos ser. La herramienta es la que permite al artista crear su obra de arte, pero por sí sola no es capaz de nada. Si una herramienta se levantara por si sola, únicamente podría crear caos en torno suya. El mal que hacemos al intentar vivir apartados de Dios no es un mal consciente, sino la evidencia de que no es posible que una herramienta suplante al artista.

El artista ama a sus herramientas. Las limpia, las afila, les lija la herrumbre y las guarda entre finas telas. Sin duda las herramientas podrían pensar en la crueldad del trato que realmente las conserva y las prepara para sufrir durante la obra del creador. Si una herramienta se revela en la mano del artista, seguramente produzca en error en el plan de la obra maestra. Pero el artista, una vez visto el error, es capaz de utilizarlo y transformarlo en parte de la belleza de su obra maestra. Esta es nuestra esperanza, que incluso si el corazón se nos endurece, Dios es capaz de sacar bien del mal que hemos producido. A veces este bien supera al que antes estaba previsto. El arte del artista hace ese milagro ante los ojos atónitos de quienes le ven trabajar.

Como cristianos, formamos parte de un maravilloso grupo de herramientas que Cristo ha dispuesto: la Iglesia. A veces estamos todas a las órdenes del Señor, otras veces nos da por caminar independientemente del plan de Dios. Entonces aparece la desesperanza, las depresiones, las ansiedades y la necesidad de encontrar aire fresco en nuestra vida. Si somos fieles y dóciles herramientas en manos de Dios, encontraremos a Dios en todas partes y en todos los hermanos que están junto a nosotros.


Cristo “edificó para sí una casa humilde de nuestro barro, por cuyo medio abatiera en sí mismo a los que había de someterse y los atrajese a sí, sanándoles el tumor y fomentándoles el amor, no sea que, fiados en sí, se fuesen más lejos” La humildad conlleva un sacrificio del que normalmente no tenemos conciencia: abajarnos y abrir las puertas de nuestro corazón.

miércoles, 14 de mayo de 2014

¿Qué iglesia desea? Aquí tienen el menú del día! San Agustín

El título de esta entrada de blog busca ironizar una realidad cada día más evidente: las divisiones internas de la Iglesia. No es un fenómeno que haya aparecido sin más, sino una realidad que apareció junto con la misma Iglesia.

Allá por el siglo I, San Pablo que quejaba de aquellos que utilizaban su nombre como si fuera el jefe de una secta, además de oponerlo a otras “presuntas” sectas como si fueran de Pedro o de Apolo (1Co 1, 11-17). Los seres humanos tendemos a crear islas de comodidad y el primer paso es establecer distancias con los demás. Siempre es más fácil vivir en grupos reducidos, ya que nos facilitamos la vida y nos protegemos. Siempre es más sencillo no tener que preocuparnos por lo que “sucede fuera”, ya que esto representa un compromiso que no suele asumirse. El viernes pasado, en una reunión con un grupo de amigos, comentamos lo poco que le importan a la mayoría de los católicos todo aquello que excede los cambios en los horarios de misa y las incidencias parroquiales.

De aquí que se ofreció cierto modelo cuando algunos se dividieron entre sí a los apóstoles, y se hicieron, por tanto, cismáticos al decir: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cejas, esto es, de Pedro. El Apóstol primeramente recrimina a éstos, diciendo: ¿Se ha dividido Cristo? Y después se elige a sí mismo entre los que deben ser tenidos en poco por ellos, pues añade: ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros o fuisteis bautizados en nombre de Pablo? Contempla al buen monte que busca la gloria, no la suya, sino la de Aquel por quien son iluminados los montes; no quería que se presumiese de sí, sino de Aquel de quien él mismo presumía. Luego todo el que pretenda entregarse de tal modo al pueblo que ocasione alguna perturbación o arrastre en pos de sí a las gentes y por su causa divida la Iglesia, no es de aquellos montes a los que ilumina el Altísimo. Este tal, ¿quién es? Un entenebrecido por sí, no un iluminado por Dios. (San Agustín, comentario al Salmo 75, 8)

¿Quién es el mejor? Sólo Dios es El mejor. Todo aquel que pretenda ser lo más importante, simplemente quiere suplantar a Cristo y colocarse como referencia de todos los demás. Nosotros, en el mejor de los casos y por medio de la Gracia de Dios, podemos llegar a proponer algo bueno que no excluye otras cosas buenas que Dios sabe dar a cada cual. Como dice San Agustín, el monte no busca su gloria sino la de Aquel que ilumina y da sentido a los montes.

Hace un par de días apareció una noticia sobre una reunión entre el Papa Francisco y el superior de la Hermandad de San Pío X, Mons Fellay. Corrieron rumores diversos que llegaron a deformar un breve encuentro de algunos segundos entre ambos, convirtiéndolo en algo más que una coincidencia. Dicho sea de paso que no creo que fuese un coincidencia fortuita, pero en unos segundos poco se puede tratar.  No es de esperar que el camino de la reintegración de la Hermandad de San Pío X se mueva lo más mínimo a corto plazo. En estos momentos vivimos un proceso de diversificación eclesial, que aunque sea más atenuado que el del postconcilio, impide acercamientos reales con cristianos de sensibilidades y carismas diferentes. La Hermandad de San Pio X necesitaría un entorno menos diversificado para buscar un acomodo eclesial estable. Nunca se sentiría cómoda siendo una más, entre miles de “opciones” aceptadas.

Pero ¿Por qué vivimos esta tendencia a crear comunidades particulares, que incluso llegan a producir diferencias litúrgicas? La respuesta proviene de la época que vivimos: la postmodernidad. El ser humano postmoderno reclama diferenciarse de todos los demás y crear “tribus” donde se sienta cómodo y diferente. Ya no se utiliza la frase cartesiana “Pienso luego existo” sino una variante más perversa “soy diferente, luego existo”.  Hace un siglo nadie se planteaba que la Iglesia se adaptara a él, pero hoy en día es casi una necesidad. Una de las razones que nos lleva a ver esta diversificación como un bien es que hemos aceptado que la acción del Espíritu Santo es diversificadora, lo que no es cierto. Los carismas son dones del Espíritu, pero no se dan a los hombres para diferenciarnos y separarnos, sino para complementarnos y unirnos. La unidad no nos lleva a separarnos según los carismas y sensibilidades, para que no choquemos unos con otros. La unidad es reunir lo diferente sin que cada carisma se sienta relegado o despreciado. Esto implica que cada persona tiene que negarse a si misma y donar su carisma a los demás, para que pueda dar verdadero fruto en la comunidad. La unidad no es un mosaico de diferentes realidades, sino una realidad única que nos permite vivir unidos.

Miremos la acción del Espíritu en Pentecostés y comparémosla con la Torre de Babel. El Espíritu hace que la diversidad de lenguas no sea un obstáculo para que todos reciban el Mensaje de Cristo. Todas las lenguas reciben al mismo tiempo y de la misma forma el Mensaje. El Espíritu no hizo grupitos para que cada cual oyera los suyo. La diversidad de lenguas no es un don del Espíritu, sino la consecuencia del pecado del ser humano. Entonces ¿Por qué miramos la diversificación eclesial como algo positivo?

Ya sabemos que el enemigo, el diablo (el que separa), siempre está buscando palancas para separarnos y dispersarnos. ¿Por qué no nos damos cuenta de que el enemigo actúa?

Quizás porque nos da la oportunidad de que nuestra iglesita personal se haga realidad. Se reedita el pecado original en pleno siglo XXI. Quizás porque estas iglesias adaptadas a nosotros nos resultan más familiares y cercanas. Ahora, la diversificación tiene dos efectos muy peligrosos:

  • Cristo se aleja, ya que la comunidad va ocupando el sitio que el alejamiento de Cristo ofrece. Suelo contar la anécdota de una feligresa que me comentaba que como cambiaran al párroco, ella no volvía a misa más. ¿Quién es el centro de su vida de fe? Lo malo es que no es un caso aislado.
  • Los otros hermanos se alejan. Aquí nos encontramos con comunidades que, a fuerza de particularizarse, pierden la capacidad de vivir la fe fuera de ellas.

Unas comunidades son tradis de tipo A, otros de tipo B o de tipo C, otros progres de cualquiera de los tipos que se dan hoy en día. Cuando uno “cae” por una parroquia “diferente”, difícilmente se siente cómodo y acogido, ya que lo primero que te exigen es que te ajustes a ellos. El Espíritu Santo debería permitir que cada cual tiene se integre sin cambio alguno, aportando los dones que ese carisma ofrece a la comunidad.


En estos días que estamos escuchando los Evangelios relacionados con el Buen Pastor y su capacidad de ser reconocido por las ovejas. Es especialmente interesante reflexionar sobre la Iglesia que vivimos en la actualidad y la capacidad de reconocer la voz del Pastor de forma unitaria. Seguramente no seamos capaces de reconocer la voz del Supremo Pastor, ya que estamos acostumbrados a escuchar la de aquellos que nos separan de los demás.

Separar lo diferente es fácil, unir es lo complicado. No basta con nuestra voluntad y fuerzas, ya que el pegamento eficaz no lo tenemos nosotros. Sólo la Gracia de Dios puede ayudarnos. La gran pregunta es si estamos dispuestos a que la Gracia actúe

domingo, 11 de mayo de 2014

El Redil y la ovejas tienen mucho que decir

El evangelio de hoy domingo es especialmente bello por dos causas: por las imágenes simbólicas que utiliza Cristo y por el mensaje que transporta dentro de ellas. Pero no es fácil adentrarse en estas imágenes y comprender más allá de la superficie de las mismas. Para adentrarse en ellas hay que ejercitarse en la mística, que no es más que la puerta al Misterio revelado por Dios a través de Cristo. En pleno siglo XXI los símbolos se han vuelto oscuros por dentro, mientras que su superficie está llena de los colorines de lápices de colores.

El símbolo es un conocimiento que cautiva precisamente porque mantiene unidos de forma no violenta y libre, lo concreto y lo absoluto. Atrae  de forma similar a una invitación, una propuesta que suscita interés: que fascina, pero deja espacio para a la posibilidad de no responder. Cuando se habla de símbolo, se habla de unidad y al mismo tiempo, espacio, distancia y posibilidad de decir no. Es lo que expresa de modo muy sugestivo Efrén el Sirio en muchos de sus himnos, al hacer ver que se debe considerar la abundancia de tipos y símbolos que se encuentran por el mundo, no como pruebas que fuercen la adhesión a Dios; sino más bien como invitaciones que ofrecen la posibilidad de adquirir conocimiento de la realidad divina. La decisión de aceptarlos o no, se deja la libertad humana: aceptar es siempre una decisión guiada por la libertad de la fe y no por la obligación de la prueba. La Gracia no se impone nunca por la fuerza. (Marko. I. Ruponik. La fe como respuesta al Salvador. Teología de la Evangelización desde la Belleza)

¿Qué podemos encontrar en la parábola del redil que nos pueda parecer oscuro y complicado de comprender. Los símbolos a veces esconden mucho detrás de lo evidente y superficial. Entonces si Cristo dice “Nunca seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen su voz” nosotros somos tan tercos que elegimos el camino contrario al que el Señor nos señala. San Agustín se planteó esto y no le fue fácil encontrar la respuesta:

¿Por qué dije que aquí había una cuestión más profunda? ¿Qué hay aquí oscuro o difícil de entender? Os ruego que me escuchéis. Sabéis que vino Nuestro Señor Jesucristo, que predicó; su voz, más que ninguna otra, era la voz del pastor, salida de la misma boca del pastor. Si la voz de los profetas era la voz del pastor, ¿cuánto más lo sería la pronunciada por la lengua misma del pastor? Pero no todos la escucharon. ¿Hemos de pensar que eran ovejas todos cuantos la oyeron? La oyó Judas, y era un lobo; le seguía, pero, cubierto con la piel de oveja, maquinaba contra el pastor. Algunos de los que crucificaron a Cristo no la oyeron, y eran ovejas; pues a éstos los veis entre las turbas cuando decía: Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces conoceréis que Yo Soy. ¿Cómo se resuelve esta cuestión? Oyen las que no son ovejas, y las ovejas no oyen. Siguen la voz del pastor algunos lobos, y algunas ovejas le contradicen, y, finalmente, las ovejas dan muerte al pastor. Vamos a resolver la cuestión. Dirá alguno que, cuando no oían, no eran aún ovejas; que entonces eran lobos; pero su voz oída los cambió, y de lobos los hizo ovejas; y cuando se convirtieron en ovejas, oyeron al pastor, le hallaron y le siguieron; esperaron las promesas del pastor porque cumplieron sus mandatos. (San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 45, 10)

La cuestión que plantea San Agustín no es pequeña ¿Somos realmente ovejas del Señor? Si lo fuéramos, reconoceríamos su voz e ignoraríamos las voces de los embaucadores de turno. ¿Por qué nos atraen tantas voces extrañas?

Seguramente se debe a que somos como la oveja perdida. No terminamos de darnos cuenta de Quien es el que cuida de nosotros y desconfiamos de que nos oculte algo. Juzgamos a los demás y a Dios mismo a través de nuestras limitaciones y errores. Quien desconfía es que sabe que el mismo no es de fiar. Cuando juzgamos a los demás y a Dios mismo, estamos diciendo más de nosotros de lo que creemos.

Como ovejas perdidas, las tentaciones nos acorralan con facilidad, mientras el pastor sigue adelante con el fiel rebaño. Afortunadamente el Pastor sabe que las ovejas perdidas somos las que más lo necesitamos y se cuida de tenernos vigiladas mientras nosotros le dejemos hacerlo. Muchos de nosotros preferimos dejar al Pastor lo más lejos posible, ya que creemos que la libertad es precisamente eso. No nos damos cuenta que la libertad no es elegir lo contrario o conservar siempre la posibilidad de elegir. La verdadera libertad consiste en elegir el camino correcto y comprometerse a seguir al Pastor minuto a minuto.


Como indicaba Marko I. Rupnik, lo maravilloso de los símbolos es que podemos elegir quedarnos en la superficie o zambullirnos de lleno en los Misterios que transportan. Dependerá de nosotros seguir al Señor hasta dentro del símbolo o quedarnos en la superficie viendo los bonitos colores que le hemos puesto a su cáscara. 

domingo, 4 de mayo de 2014

Esperabais. ¿Ya no esperáis? San Agustín

Seguramente usted y yo nos sintamos creyentes de fe consolidada y nos cueste entender como los Discípulos fueron incapaces de reconocer al Señor, que se unió a su paseo durante unas cuantas horas. Nos preguntamos ¿Cómo podían estar tan ciegos e incapacitados para darse cuenta de algo tan evidente? Lo triste es que a todos nos sucede lo mismo y además, no nos damos cuenta la mayoría de las veces.

Una vez crucificado el Señor, habían perdido la esperanza; así resulta de sus palabras cuando él les dijo: ¿Cuál es el tema de conversación que os ocupa? ¿Por qué estáis tristes? Ellos contestaron: ¿Sólo tú eres peregrino en Jerusalén, y no sabes lo que allí ha acontecido? Y él: ¿Qué? Aun sabiendo todo lo referente a sí mismo, preguntaba, porque quería estar en ellos. ¿Qué?, preguntó. Y ellos: Lo de Jesús de Nazaret, que fue un varón profeta, poderoso en palabras y obras. Cómo lo crucificaron los jefes de los sacerdotes, y he aquí que han pasado ya tres días desde que todo esto su cedió. Nosotros esperábamos. Esperabais; ¿ya no esperáis? ¿A eso se reduce todo vuestro discipulado? Un ladrón en la cruz os ha superado: vosotros os habéis olvidado de quien os instruía; él reconoció a aquel con quien estaba colgado. Nosotros esperábamos. ¿Qué esperabais? Que él redimiría a Israel. La esperanza que teníais y que perdisteis cuando él fue crucificado, la conoció el ladrón en la cruz. Dice al Señor: Señor, ¡acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Ved que era él quien había de redimir a Israel. Aquella cruz era una escuela; en ella enseñó el Maestro al ladrón. El madero de un crucificado se convirtió en cátedra de un maestro. Quien se os entregó de nuevo, devuélvanos la esperanza. Así se hizo. Recordad, amadísimos, cómo Jesús el Señor quiso que lo reconocieran en la fracción del pan aquellos que tenían los ojos enturbiados, que les impedían reconocerlo. Los fieles saben lo que estoy diciendo; conocen a Cristo en la fracción del pan. No cualquier pan se convierte en el cuerpo de Cristo, sino el que recibe la bendición de Cristo. Allí lo reconocieron ellos, se llenaron de gozo, y marcharon al encuentro de los otros; los encontraron conociendo ya la noticia; les narraron lo que habían visto, y entró a formar parte del evangelio. Lo que dijeron, lo que hicieron, todo se escribió y llegó hasta nosotros. (San Agustín. Sermón 234, 2)

Los discípulos de Emaus desesperaban ¿Cuándo desesperamos nosotros? Cuando esperamos que el Señor nos quite los problemas de nuestra vida y  no desaparecen. Los judíos esperaban un mesías que les devolviera el control sobre su destino como país y el Mesías de verdad era muy diferente. Fue un Mesías que no les enseño cómo vencer a los romanos. Las escuela de Cristo fue la Cruz. Como dice San Agustín “Aquella cruz era una escuela; en ella enseñó el Maestro al ladrón. El madero de un crucificado se convirtió en cátedra de un maestro”. La Cruz es una escuela y no siempre la entendemos como tal. Una escuela en la que Cristo se coloca entre nosotros  en igualdad de condiciones de sufrimiento. Cristo no se sacó del sufrimiento a si mismo ni al Buen Ladrón. Esperó y espera, a que le reconozcamos para ofrecernos su misericordia.

Cristo acompañó a los dos discípulos de Emaus sin desvelar quien era, lo que podría parecernos cruel. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no se reveló y permitió que estas dos personas sintieran directamente la esperanza? Permitió que el sufrimiento por la pérdida del Maestro continuase hasta que le reconocieran. Curiosamente, desapareció en el mismo momento en que le reconocían a través de la fracción del pan: la Eucaristía. No fue su cuerpo o su voz lo que hizo posible el cambio de la desesperación a la esperanza, sino un signo que rompió la ceguera de estas dos personas. La esperanza hizo que reaccionaran con fuerza. Corrieron a contar lo que les había sucedido. No se callaron temerosos de que les reconocieran como discípulos de un ajusticiado. Podríamos ponernos en el lugar de esos dos discípulos y pensar si nuestra actitud es la del buen ladrón, abierto al perdón de Dios o nos parecemos a quienes no son capaces de reconocer a Cristo en los signos que nos ofrece. ¿Somos suficientemente limpios de corazón para ver a Dios? Por desgracia somos muy parecidos a Santo Tomás y necesitamos de evidencias que refuercen nuestra fe.

Hay un prueba evidente de a quien nos parecemos más. ¿Corremos hacia los demás a contarles que Cristo está vivo y que vive para siempre entre nosotros? ¿Realmente tenemos la certeza de que Cristo está junto a nosotros, sufriendo con nosotros y ofreciéndonos constantemente un sentido para todo el sufrimiento que portamos con nosotros?


Para muchos de nosotros, Cristo es un personaje lejano y casi mítico. Un modelo que admirar, pero que no vale la pena seguir. El sufrimiento de Cristo parece innecesario e inhumano, por lo que nuestro sufrimiento tampoco tiene sentido alguno. En al medida que seamos capaces de reconocer a Cristo y tener conciencia de que sufre junto a nuestro sufrimiento, encontraremos un sentido a todo aquello que tenemos que vivir.
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