El
título de esta entrada de blog busca ironizar una realidad cada día más
evidente: las divisiones internas de la Iglesia. No es un fenómeno que haya
aparecido sin más, sino una realidad que apareció junto con la misma Iglesia.
Allá por
el siglo I, San Pablo que quejaba de aquellos que utilizaban su nombre como si
fuera el jefe de una secta, además de oponerlo a otras “presuntas” sectas como
si fueran de Pedro o de Apolo (1Co 1, 11-17). Los seres humanos tendemos a
crear islas de comodidad y el primer paso es establecer distancias con los
demás. Siempre es más fácil vivir en grupos reducidos, ya que nos facilitamos
la vida y nos protegemos. Siempre es más sencillo no tener que preocuparnos
por lo que “sucede fuera”, ya que esto representa un compromiso que no suele
asumirse. El viernes pasado, en una reunión con un grupo de amigos,
comentamos lo poco que le importan a la mayoría de los católicos todo aquello
que excede los cambios en los horarios de misa y las incidencias parroquiales.
De aquí que se ofreció cierto modelo cuando algunos se dividieron
entre sí a los apóstoles, y se hicieron, por tanto, cismáticos al decir: Yo soy
de Pablo, yo de Apolo, yo de Cejas, esto es, de Pedro. El Apóstol primeramente
recrimina a éstos, diciendo: ¿Se ha dividido Cristo? Y después se elige a sí
mismo entre los que deben ser tenidos en poco por ellos, pues añade: ¿Acaso fue
Pablo crucificado por vosotros o fuisteis bautizados en nombre de Pablo? Contempla
al buen monte que busca la gloria, no la suya, sino la de Aquel por quien son
iluminados los montes; no quería que se presumiese de sí, sino de Aquel de
quien él mismo presumía. Luego todo el que pretenda entregarse de tal modo al
pueblo que ocasione alguna perturbación o arrastre en pos de sí a las gentes y
por su causa divida la Iglesia, no es de aquellos montes a los que ilumina el
Altísimo. Este tal, ¿quién es? Un entenebrecido por sí, no un iluminado por
Dios. (San Agustín, comentario al
Salmo 75, 8)
¿Quién
es el mejor? Sólo Dios es El mejor. Todo aquel que pretenda ser lo más
importante, simplemente quiere suplantar a Cristo y colocarse como referencia
de todos los demás. Nosotros, en el mejor de los casos y por medio de la Gracia
de Dios, podemos llegar a proponer algo bueno que no excluye otras cosas buenas
que Dios sabe dar a cada cual. Como dice San Agustín, el monte no busca su
gloria sino la de Aquel que ilumina y da sentido a los montes.
Hace un
par de días apareció una noticia sobre una reunión entre el Papa Francisco y el
superior de la Hermandad de San Pío X, Mons Fellay. Corrieron rumores diversos
que llegaron a deformar un breve encuentro de algunos segundos entre ambos,
convirtiéndolo en algo más que una coincidencia. Dicho sea de paso que no creo
que fuese un coincidencia fortuita, pero en unos segundos poco se puede tratar.
No es de esperar que el camino de la
reintegración de la Hermandad de San Pío X se mueva lo más mínimo a corto
plazo. En estos momentos vivimos un proceso de diversificación eclesial,
que aunque sea más atenuado que el del postconcilio, impide acercamientos
reales con cristianos de sensibilidades y carismas diferentes. La Hermandad de
San Pio X necesitaría un entorno menos diversificado para buscar un acomodo
eclesial estable. Nunca se sentiría cómoda siendo una más, entre miles de
“opciones” aceptadas.
Pero ¿Por
qué vivimos esta tendencia a crear comunidades particulares, que incluso llegan
a producir diferencias litúrgicas? La respuesta proviene de la época que
vivimos: la postmodernidad. El ser humano postmoderno reclama diferenciarse de
todos los demás y crear “tribus” donde se sienta cómodo y diferente. Ya no se
utiliza la frase cartesiana “Pienso luego existo” sino una variante más
perversa “soy diferente, luego existo”. Hace
un siglo nadie se planteaba que la Iglesia se adaptara a él, pero hoy en día es
casi una necesidad. Una de las razones que nos lleva a ver esta
diversificación como un bien es que hemos aceptado que la acción del Espíritu
Santo es diversificadora, lo que no es cierto. Los carismas son dones del
Espíritu, pero no se dan a los hombres para diferenciarnos y separarnos, sino
para complementarnos y unirnos. La unidad no nos lleva a separarnos según los
carismas y sensibilidades, para que no choquemos unos con otros. La unidad
es reunir lo diferente sin que cada carisma se sienta relegado o despreciado.
Esto implica que cada persona tiene que negarse a si misma y donar su carisma a
los demás, para que pueda dar verdadero fruto en la comunidad. La unidad no
es un mosaico de diferentes realidades, sino una realidad única que nos
permite vivir unidos.
Miremos
la acción del Espíritu en Pentecostés y comparémosla con la Torre de Babel. El
Espíritu hace que la diversidad de lenguas no sea un obstáculo para que todos
reciban el Mensaje de Cristo. Todas las lenguas reciben al mismo tiempo y de la
misma forma el Mensaje. El Espíritu no hizo grupitos para que cada cual oyera
los suyo. La diversidad de lenguas no es un don del Espíritu, sino la
consecuencia del pecado del ser humano. Entonces ¿Por qué miramos la
diversificación eclesial como algo positivo?
Ya sabemos
que el enemigo, el diablo (el que separa), siempre está buscando palancas para
separarnos y dispersarnos. ¿Por qué no nos damos cuenta de que el enemigo
actúa?
Quizás
porque nos da la oportunidad de que nuestra iglesita personal se haga realidad.
Se reedita el pecado original en pleno siglo XXI. Quizás porque estas iglesias
adaptadas a nosotros nos resultan más familiares y cercanas. Ahora, la diversificación
tiene dos efectos muy peligrosos:
- Cristo se aleja, ya que la comunidad va ocupando el sitio que el alejamiento de
Cristo ofrece. Suelo contar la anécdota de una feligresa que me comentaba
que como cambiaran al párroco, ella no volvía a misa más. ¿Quién es el
centro de su vida de fe? Lo malo es que no es un caso aislado.
- Los otros hermanos se
alejan. Aquí nos encontramos con comunidades
que, a fuerza de particularizarse, pierden la capacidad de vivir la fe
fuera de ellas.
Unas comunidades
son tradis de tipo A, otros de tipo B o de tipo C, otros progres de cualquiera
de los tipos que se dan hoy en día. Cuando uno “cae” por una parroquia “diferente”,
difícilmente se siente cómodo y acogido, ya que lo primero que te exigen es que
te ajustes a ellos. El Espíritu Santo debería permitir que cada cual tiene se
integre sin cambio alguno, aportando los dones que ese carisma ofrece a la
comunidad.
En estos
días que estamos escuchando los Evangelios relacionados con el Buen Pastor y su
capacidad de ser reconocido por las ovejas. Es especialmente interesante
reflexionar sobre la Iglesia que vivimos en la actualidad y la capacidad de
reconocer la voz del Pastor de forma unitaria. Seguramente no seamos capaces de
reconocer la voz del Supremo Pastor, ya que estamos acostumbrados a escuchar la
de aquellos que nos separan de los demás.
Separar lo diferente es fácil, unir es lo complicado. No basta con nuestra voluntad y fuerzas, ya que el pegamento eficaz no lo tenemos nosotros. Sólo la Gracia de Dios puede ayudarnos. La gran pregunta es si estamos dispuestos a que la Gracia actúe.
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