domingo, 20 de abril de 2014

¡Christos anesti! ¡Alithos anesti!

El Señor ha resucitado. ¡Christos anesti! Claman en griego los cristianos esta noche. Quien oye este grito de alegría, responde lleno de esperanza: ¡Alithos anesti! Verdaderamente ha resucitado.

A los cristianos del siglo XXI nos cuesta entender esa alegría y gozo. Tenemos tan asumida la resurrección de Cristo nada cambia en nuestra vida. Cristo nos salva, pero ¿de qué nos salva? Ya nos sentimos salvados por la modernidad y la misma sociedad ¿Qué aporta la resurrección de Cristo a nuestra vida?

Con su resurrección, nuestro Señor Jesucristo convirtió en glorioso el día que su muerte había hecho luctuoso. Por eso, trayendo solemnemente a la memoria ambos momentos, permanezcamos en vela recordando su muerte y alegrémonos acogiendo su resurrección. Ésta es nuestra fiesta anual y nuestra Pascua; no ya en figura, como lo fue para el pueblo antiguo, mediante el degüello de un cordero, sino realizada, como para el pueblo nuevo, mediante el sacrificio del Salvador, pues Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, y lo antiguo ha pasado, y he aquí que todo ha sido hecho nuevo. Si lloramos es sólo porque nos oprime el peso de nuestros pecados y si nos alegramos es porque nos ha justificado su gracia, pues fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Llorando lo primero y gozándonos de lo segundo, estamos llenos de alegría. No dejamos que pase inadvertido con olvido ingrato, sino que celebramos con agradecido recuerdo lo que por nuestra causa y en beneficio nuestro tuvo lugar: tanto el acontecimiento triste como el anticipo gozoso…

Se entiende, en efecto, que esta noche pertenece al día siguiente que consideramos como día del Señor. Ciertamente debía resucitar en las horas de la noche, porque con su resurrección ha iluminado también nuestras tinieblas y no en vano se le había cantado con tanta anticipación: Tú iluminarás mi lámpara, Señor; Dios mío, tú iluminarás mis tinieblas. (San Agustin, Sermón 221, 1)

¿Lloramos por la carga de nuestros pecados? ¿Nos alegramos porque nuestros pecados son perdonados por la Gracia del Señor?

En la cotidianidad estos signos son irrelevantes para nosotros. La resurrección de Cristo parece que no cambia nada en nuestra vida. No somos capaces se entender el efecto del perdón, ya que no tenemos conciencia de necesitarlo. Pensamos en Dios como un Dios condescendiente, lejano y desentendido. Nuestro cristianismo se vuelve agnóstico. Somos cristianos que, en nuestra soberbia, creemos que el pecado no existe o si existe, la misericordia de Dios perdona sin necesidad de arrepentimiento alguno.

Hemos llegado aquí a un punto verdaderamente central. Me parece, en efecto, que el núcleo de la crisis espiritual  de nuestro tiempo tiene sus  raíces en el eclipse de la gracia  del  perdón.  Mas  fijémonos  antes  en  el  aspecto  positivo  del  presente:  la dimensión  moral comienza  de  nuevo  poco  a  poco  a  estar  en  boga.  Se  reconoce,  e incluso  resulta  evidente,  que  todo  progreso  técnico  es  discutible  y  últimamente destructivo  si  no  lleva  paralelo  un  crecimiento  moral… En efecto, el hombre no puede soportar la pura y simple moral, no puede vivir de ella; se convierte para él en una «ley» que provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado. Por eso donde el perdón, el verdadero perdón lleno de eficacia, no es reconocido y no se cree en él, hay que tratar la moral de tal modo que las condiciones de pecar no pueden nunca verificarse propiamente para el individuo.  A  grandes  rasgos  puede  decirse  que  la  actual  discusión  moral  tiende  a librar a los hombres de la culpa, haciendo que no se den nunca las condiciones de su posibilidad. (Card. Joseph Ratzinger. La Iglesia. Una compañía en el camino. 4)

En la Pascua festejamos que nuestra esperanza no está vacía, pero ¿Qué esperanza? ¿Qué esperamos si no tenemos conciencia del pecado y nos creemos salvados por defecto? ¿Para qué resucitó Cristo si este tremendo milagro no cambia nada en nuestras vidas? ¿Cómo podemos sentirnos liberados si no aceptamos que estemos esclavizados?

Librar al ser humano del sentimiento de culpa impide que reciba la Gracia del perdón. Hacernos creer que somos libres, impide que recibamos el don de la salvación. Por eso es tan maravillosa la celebración de la Pascua, ya que rememoramos que Cristo vino a salvarnos y a ofrecernos el perdón de nuestros pecados. No podemos vivir la Pascua como un día más, ya que eso evidenciaría que necesitamos más que nunca convertirnos y creer en el Evangelio.

¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!


¡Feliz Pascua!

viernes, 18 de abril de 2014

Humildad y colecta pro Tierra Santa

El Viernes Santo recordamos la muerte de Cristo en al Cruz, pero no como una derrota sino como el necesario preludio a la resurrección. Cristo indicó que era capaz de reedificar el templo en tres días, el templo del Espíritu Santo.

Gloriémonos, pues, también nosotros en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para nosotros y nosotros para el mundo. Cruz que hemos colocado en la misma frente, es decir, en la sede del pudor, para que no nos avergoncemos. Y si nos esforzamos por explicar cuál es la enseñanza de paciencia contenida en esta cruz o cuán saludable es, ¿encontraremos palabras adecuadas a los contenidos o tiempo adecuado a las palabras? ¿Qué hombre que crea con toda verdad e intensidad en Cristo se atreverá a enorgullecerse, cuando es Dios quien enseña la humildad no sólo de palabra, sino también con su ejemplo? La utilidad de esta enseñanza la recuerda en pocas palabras aquella frase de la Sagrada Escritura: Antes de la caída se exalta el corazón y antes de la gloria se humilla. Es la misma música que suena en estas otras palabras: Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes y en estas otras: Quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado. Por consiguiente, ante la exhortación del Apóstol a que no seamos altivos, sino que nos acomodemos a los humildes, el hombre ha de pensar, si le es posible, a qué gran precipicio es empujado si no se conforma a la humildad de Dios y cuán pernicioso es que el hombre encuentre dificultad en soportar lo que quiera el Dios justo, si Dios sufrió pacientemente lo que quiso el injusto enemigo. (San Agustin. Sermón 218,4)

Podemos meditar en la cruel muerte de Cristo y en las consecuencias que tuvo para todos los que lo seguían. El dolor de ver crucificado a su Salvador les rompió a los Apóstoles y discípulos, por dentro y por fuera. La esperanza desapareció de ellos, pero Dios les tenía reservada una maravillosa sorpresa el domingo... Seguir leyendo AQUÍ

martes, 15 de abril de 2014

¿Tiene sentido la Cruz? San Cirilo de Jerusalén


La Semana Santa es un momento adecuado para reflexionar sobre la muerte de Cristo y nuestra propia vida. Muchas personas se preguntan sí era realmente necesario que Dios ofreciera a su propio Hijo y permitiera que padeciera como padeció. En una sociedad que se escandaliza del sufrimiento y huye del dolor, no es extraño que estas ideas aparezcan como una evidencia de la crueldad de Dios y de la falsedad de todo el relato evangélico.

Pero esto no es nuevo. El Domingo de Ramos pudimos escuchar en el Evangelio, algunos de los comentarios que hacían personas que presenciaban la crucifixión:

Los que pasaban, lo insultaban y, moviendo la cabeza, decían: "Tú, que destruyes el Templo y en tres días lo vuelves a edificar, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!". De la misma manera, los sumos sacerdotes, junto con los escribas y los ancianos, se burlaban, diciendo: "¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha confiado en Dios; que él lo libre ahora si lo ama, ya que él dijo: "Yo soy Hijo de Dios". También lo insultaban los ladrones crucificados con él. ” (Mt 27, 39-44)

Este pasaje nos recuerda directamente a las tentaciones que Cristo tuvo que soportar antes de iniciar Su vida pública. Pulse para seguir leyendo...

domingo, 13 de abril de 2014

¿Quien conduce la comitiva del Domingo de Ramos?

Es domingo de Ramos, día de gozo y alabanza. Día en que celebramos la entra jubilosa de Cristo en Jerusalén. Muchas veces me he imaginado la muchedumbre gritando y festejando que el Mesías de Israel estaría presente en la Ciudad Santa, llenos de esperanzas e incertidumbres.

En este tipo de ocasiones festivas es fácil que alguien se “cuele” delante de la comitiva y parezca que el homenajeado es el y no Cristo. De la misma forma, a veces nosotros nos podemos delante del desfile que da gloria al Señor queriendo ser nosotros quienes recibamos los aplausos y las palmas que no merecemos.

Es la actitud del Fariseo que se coloca en el Templo delante de todos, queriendo demostrar que es merecedor de todas las glorias y alabanzas de las personas que han ido a orar a Dios. Mientras, el Publicano se queda detrás para que nadie lo viera y se da golpes de pecho solicitando la misericordia de Dios.

Muchas veces queremos ser nosotros quienes decidamos hacia donde debe caminar esa maravillosa comitiva que es la Iglesia peregrina. Decimos lo que nos parece bien o nos parece mal, ya que tenemos razones para ello. No cabe duda que las razones están allí, pero ¿Realmente merecemos estar delante de la comitiva intentando olvidar que Cristo es el verdadero centro de nuestra vida y de la Iglesia?

Sobre todo cuando la incertidumbre nos golpea, el mejor lugar para orar a Dios es detrás, donde nadie nos ve ni nos atienden. En ese diálogo no estamos solos ya que Dios se acerca a nosotros para aceptar que no podemos más o que nos sentimos sobrepasados. Nos sabemos pecadores y notamos la pesada carga sobre nuestros hombros:

Señor, aligera la pesada carga de mis pecados, con los que gravemente te ofendí; purifica mi corazón y mi mente. Condúceme por el camino recto, tú que eres una lámpara que alumbra. Pon tus palabras en mis labios; dame un lenguaje claro y fácil, mediante la lengua de fuego de tu Espíritu, para que tu presencia siempre vigile. Apaciéntame, Señor, y apacienta tú conmigo, para que mi corazón no se desvíe a derecha ni izquierda, sino que tu Espíritu bueno me conduzca por el camino recto y mis obras se realicen según tu voluntad hasta el último momento. Y tú, cima preclara de la más íntegra pureza, excelente congregación de la Iglesia, que esperas la ayuda de Dios, tú, en quien Dios descansa, recibe de nuestras manos la doctrina inmune de todo error, tal como nos la transmitieron nuestros Padres, y con la cual se fortalece la Iglesia. (San Juan Damasceno. Declaración de la fe, capítulo 1)

La Iglesia no irá donde nosotros queramos, sino hacia el lugar que Cristo tiene establecido. La Divina Providencia siempre consigue que caminemos hacia Cristo y no hacia donde nuestros deseos personales desean ir. De nada sirve ponernos a la cabeza de la comitiva con un gran cartel, ya que es a Cristo a quien seguimos.

Incluso en los peores momentos de la historia de la Iglesia, los santos han conseguido que no nos olvidemos de quien está sobre el burro blanco y quienes, tan solo, seguimos el camino marcado por Él. Existe una breve oración llamada Trisagio, que se suele cantar en griego, que recoge muy bien lo que el Publicano pudo orar apartado de la vista de todos los demás:

Agios O Theos
Agios Iskyros
Agios Athanatos, eleison imas.

Santo Dios.
Santo Fuerte.
Santo Inmortal, ten misericordia de nosotros.


Dejemos que quien quiera diga que es él quien sabe hacia donde irá la iglesia y concentrémonos en orar al Señor al que seguimos este Domingo de Ramos. Misericordia Señor.

domingo, 6 de abril de 2014

Sacramentos: comunión invisible de la gracia y unidad

Los cristianos llevamos padeciendo el mal de la desunión desde muy pronto en nuestra historia. El enemigo sabe sembrar dudas, desconfianza, envidias y soberbias que nos alejan unos de otros. Fomenta que construyamos Torres de Babel para alcanzar a Dios con nuestras propias fuerzas. Como el episodio bíblico original, la división de lenguas termina destruyendo con cualquier teodisea que emprendamos. Tras el fracaso, desesperados, solos y rotos, somos perfectos transmisores de la cadena del pecado.

Pero no por conocido y sabido, dejamos de sufrir por estas separaciones, alejamientos y divisiones. El P. Raniero Cantalamessa ha utilizado la inspiración de San Agustín para tratar este tema en la segunda predicación de esta cuaresma. Tomo un párrafo que me parece especialmente certero:

La pertenencia plena a la Iglesia exige las dos cosas juntas: la comunión visible de los signos sacramentales y la comunión invisible de la gracia. Pero ésta admite grados, por lo que nada dice que se debe estar por fuerza dentro o fuera. Se puede estar en parte dentro y en parte fuera. Hay una pertenencia exterior, o de los signos sacramentales, en la que se sitúan los cismáticos donatistas y los malos católicos mismos y una comunión plena y total. La primera consiste en tener el signo exterior de la gracia (sacramentum), pero sin recibir la realidad interior producida por ellos (res sacramenti), o en recibirla, pero para la propia condena, no para la propia salvación, como en el caso del bautismo administrado por los cismáticos o de la Eucaristía recibida indignamente por los católicos. (P. Raniero Cantalamessa. 2º predicación de Cuaresmal, 2014)

Si preguntamos sobre la unidad de la Iglesia a cualquier fiel que asista a misa con asiduidad, dudo que nos respondiera que uno de los dos pilares fundamentales son los signos sacramentales que compartimos. Que poca importancia damos a los signos sacramentales hoy en día.

Esto se evidencia en la tremenda diversidad de formas que tenemos a la hora de vivir estos signos en nosotros y en comunidad. Pensemos en cualquier sacramento y reflexionemos sobre qué significa el signo que imprime en nosotros por medio el los santos oleos o la imposición de manos.

¿Por qué nos signamos? Somos marcados para diferenciarnos y para reconocernos. Diferenciarnos de nosotros mismos antes de ser signados y reconocernos, unos a otros, como parte de una misma Iglesia. No una Iglesia de santos perfectos, sino una Iglesia de pecadores que transitan el mismo camino por medio de la Gracia de Dios. Si no reconocemos los signos que señalan un antes y un después en nosotros, cómo pretendemos vivir la posterior comunión invisible de la gracia. El sacramento es una puerta a la acción de la Gracia de Dios en nosotros.

Cuando un signo se imprime en un ser humano, este ser humano tiene la posibilidad de convertirse en símbolo de lo que el signo representa. Les pongo un ejemplo. Si un médico lleva un signo que lo diferencia y nos permite reconocerlo, el hecho de ver el signo nos lleva a sentir y saber que es una persona con capacidad de curarnos o atendernos. El médico que lleva un signo de lo diferencie lleva la esperanza a quienes necesitan de su conocimientos y habilidades. El momento en que termina sus estudios y recibe la capacidad de portar el signo, es el momento en que siente la diferencia entre el antes y el después. A partir de ese momento sabe que tiene una capacidad y una responsabilidad que antes no poseía.

Un cristiano que recibe un signo sacramental se convierte en símbolo de la Gracia de conlleva el signo. La Gracia que permite perfeccionar nuestra naturaleza caída, de forma que seamos una imagen más nítida de Cristo.

Tal como indica el P Cantalamessa, apoyándose en San Agustín, existe un segundo nivel en la unidad de la Iglesia, que proviene de dar un paso más allá del signo sacramental: recibir la realidad interior producida por ellos (res sacramenti). Recibir realmente la Gracia conlleva algo más que “dejarse marcar”. Necesita abrir el corazón a la acción del Espíritu Santo y con ello, la superación de la eterna Torre de Babel. Volviendo al ejemplo del médico, recibir el signo identificativo no lo hace médico, aunque marque el inicio del camino de serlo realmente. Lo que lo convierte realmente en médico es la unión de la capacitación recibida y la aceptación de la responsabilidad que conlleva ser reconocido como médico. Dicha unión empieza actuar cuando recibe el signo sobre su solapa.

Tras recibir el sacramente, ya no somos nosotros quienes buscamos a Dios, es Dios mismo quien llama a nuestra puerta. Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo. (Ap 3,20). La Torre de Babel ya no es necesaria para llegar a Dios. Dios está llamando a la puerta de nuestro corazón. ¿Qué hacemos?

¿Tendremos la valentía suficiente para abrir la puerta? Pensemos en lo que conlleva abrir la puerta y nos daremos cuenta de la razón del miedo que nos inunda. Miedo que nos induce a hace relativizar y desdeñar los sacramentos.


La Gracia de Dios hace posible la verdadera unidad de la Iglesia. Unidad que parte de reconocer, comprender y aceptar los mismos signos. ¿Queremos una Iglesia unida? ¿Podemos darnos le lujo de dividirnos por el significado de los signos sacramentales? Volvamos a dar sentido, significado y profundidad a los sacramentos.
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