jueves, 29 de julio de 2010

Oh Misterios Santos de Verdad

El siguiente texto pertenece a la Exhortación a los Gentiles (Protréptico) escrita por Clemente de Alejandría allá por los siglos II-III.

Este es el eterno Jesús, el único gran sacerdote de Dios único y Padre suyo. Suplica a favor de los hombres y les ordena: «Escuchad, tribus innumerables», y, aún más, cuantos hombre sois sensatos, bárbaros o griegos. Llamo a toda la raza humana, de la que Yo soy creador por designio del Padre.

Llegaos a mí para que el único Dios y el único Logos os designen un puesto. No solo seréis superiores a los animales irracionales por vuestra razón, sino que a vosotros solamente, de entre todos los mortales, os concedo gozar de la inmortalidad. Pues quiero, quiero haceros también partícipes de esta gracia concediéndoos el beneficio completo, la incorruptibilidad. Os regalo al Logos, el conocimiento de Dios, me regalo a mi mismo por completo.

Esto soy yo, esto quiere Dios, esto es la sinfonía, esto es la armonía del Padre, esto el Hijo, esto Cristo, esto el Logos de Dios, el brazo del Señor, fuerza de todas las cosas, la voluntad del Padre. De ello surgieron hace tiempo las imágenes, pero no todas parecidas; quiero corregiros conforme al modelo para que lleguéis a ser semejantes a mi.

Os ungiré con el ungüento de la Fe por el que expulsáis la corrupción y os mostraré sin velos toda la justicia, por la que subís hasta Dios. «Venid a mi todos los que estáis fatigados y cansados, que Yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestra almas, pues mi yugo es suave y mi carga ligera» (Clemente de Alejandría. Protréptico. XII, 120)

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Clemente nos indica una serie de elementos importantes. Dice a los gentiles que Dios es sinfonía y armonía, al mismo tiempo que Logos (razón y sentido pleno de lo creado) y fuerza que surgen del Padre. Esta armonía se comunica por medio de la gracia y tiene objeto que seamos una mejor imagen del Modelo del que fuimos creados

También nos indica que la Fe permite ver sin velos la justicia que nos conduce a Dios. Justicia entendida como ley natural universal, no como ley positiva a medida o conveniencia del ser humano.

Para hacer más evidente todo esto, trae ante nosotros la breve parábola en la que Cristo se apoya simbólicamente en la imagen del yugo. El yugo era un artilugio de madera que unía a dos o más animales con el objeto de aunar sus fuerzas en las tareas del campo.

Hoy en día hemos asimilado la imagen del yugo a una intolerable pérdida de libertad. Pero esta interpretación moderna es solo una visión parcial y deformada de lo que significa y simboliza el yugo en las palabras de Cristo. El yugo es una herramienta y tiene como objeto aunar fuerzas y sincronizar voluntades. Sin el yugo, los cristianos no podríamos transformar unidos el “mundo” en el Reino.

Nuestra sociedad evidencia el desprecio por el yugo. Incluso como cristianos, padecemos la falta de unidad y voluntad común. Sin unidad de voluntad y objetivos, nos sentimos desorientados, aislados y solos. Recordemos las palabras de Cristo en las que se decía que cuando dos o más se reúnan en Su Nombre, El estará en medio de ellos. La Iglesia solo aparece ante nosotros cuando estamos unidos en Nombre de Cristo.

El yugo que nos ofrece Cristo no es un yugo normal, ya que es ligero y alivia del sinsentido al que nos lleva una vida sin Dios.

El yugo, además, es un maravilloso paradigma de la sinfonía y la armonía, que Clemente indicaba con anterioridad. Con la armonía expulsamos la corrupción a la que nuestra naturaleza imperfecta nos impulsa. Solo si formamos parte de la armonía, evidenciamos nuestra semejanza con Dios. Solo así, evidenciamos que somos imagen de Dios. Pero la armonía que proviene del yugo es similar a la que nace de la unión de los sarmientos a la vid. No se trata de caos y desafecto vestido de armonía, que nos venden las escuelas y tendencias de la nueva era. Se trata de la unidad y proporción que tanto odia el mundo contemporáneo.

El mundo odia a Cristo y la armonía que conlleva la Fe. Nos intenta hacer creer que “lo natural” es la disonancia y la estridencia que encontramos por todas partes. El mundo siempre nos ofrece vivir siendo solamente lo que somos… sin aspirar a transformarnos por medio de la gracia.

El mundo nos dice una y mil veces, que nuestra naturaleza no admite conversión. Nos dice que somos seres completos y si algo nos pasa es que no nos hemos dado cuenta de ello. Rechaza la necesidad de ser armonía y la necesidad de dejarnos conducir por el yugo de Dios.

Es fácil y cómodo decir que amor es dejarnos ser lo que queramos en igualdad. Es fácil y cómodo, razonar de manera simplicadora: como Dios es amor, nos acepta como somos sin necesidad de transformarnos por medio de su gracia. Que fácil es creernos ya convertidos tal cual somos. Qué fácil es confundir la sinfonía y la armonía con el ruido y el caos que vivimos. El mundo nos dice que no necesitamos de Dios y que de existir “algún dios”, este no nos necesita.

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Padre nuestro que estás en los Cielos
Sea santificado Tu Nombre
Permítenos participar de Tu Reino
Hágase tu voluntad, aquí en la tierra, como en los Cielos
Danos hoy el pan de cada día
Ayúdanos a no caer en las tentaciones
Y líbranos del maligno
Amén

domingo, 18 de julio de 2010

El mundo y el cristiano

En la sociedad de la tolerancia en que vivimos, reseñar que el cristiano y el mundo deberían estar enfrentados, suena especialmente mal. Suena mal, aunque este enfrentamiento no signifique odio alguno por parte del cristiano. Dios mismo amó y ama al mundo, en tal grado, que fue y es, capaz de manifestarse en su seno:

Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. (Jn 3, 16)

El cristiano, a semejanza de Cristo, debe amar al mundo de manera que se compromete a si mismo (como la levadura) para transformarlo. Quien ama no puede tolerar ni vivir desafecto de sus hermanos. Quien ama se enfrenta al amado para que el objeto de su amor se convierta, se transforme.

Les dijo otra parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina, hasta que fermentó todo.» (Mt 13, 33)

El mundo es semejante a la masa de harina que debe ser transformada en pan … que es el paradigma del Reino de Dios. El mundo no es más que la sociedad humana que vive de espaldas a Dios. El Reino es la comunidad cristiana que hace su vida en sintonía con Dios. El cristiano se gasta transformando el mundo en Reino de Dios.

Pero, evidentemente, el mundo no se deja transformar, ya que dejaría de ser lo que es para ser algo nuevo. Dejaría su antigua naturaleza para convertirse en algo diferente. Ante la conversión, el mundo se defiende y odia a quienes penetran en su seno, como levadura que le transforma.

Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya. Pero como no son del mundo, sino que yo los elegí y los saqué de él, el mundo los odia. Acuérdense de lo que les dije: el servidor no es más grande que su señor. Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes; si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la de ustedes. Pero los tratarán así a causa de mi Nombre, porque no conocen al que me envió. (Jn 15-18-21)

Cuando el mundo odia a quienes siguen a Cristo y lo transforman en el Reino… aparece la discordia y la división. Aparecen los repudios, rechazos y condenas.

«No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él. (Mt 10, 34-36)

Pero… ¿No había venido Cristo a traer la paz? Leamos lo que Eusebio de Cesarea nos indica sobre el tema. En este texto encontramos el hilo de la Tradición que soluciona de la aparente paradoja que se plantea el cristiano de hoy en día:

“Jesús es la paz y vino a reconciliar las cosas del cielo y las de la tierra”. Si esto es verdad, ¿cómo podemos comprender lo que el mismo Salvador dice en el Evangelio: “No crean que he venido a traer paz a la tierra?”. Pero qué. ¿Es que la nieve puede calentar o el fuego enfriar? ¿Es posible que la paz no procure la paz? ¿Cómo puede decir la paz en persona: “No crean que he venido a traer paz a la tierra”; cuando se dice de esa paz que es Cristo: “He venido a reconciliar las cosas del cielo y las de la tierra”, y además dice el Evangelio: “Ha venido no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por su medio”?

Si alguien desea instruirse sobre el Señor, que rechace los pensamientos de su propio corazón y mantenga despierta la mirada purificada de su espíritu. El propósito de Dios, al enviar a su Hijo, era salvar a los hombres. Y la misión que él debía cumplir era establecer la paz en el cielo y en la tierra. ¿Por qué desde entonces no hay paz? Por razón de la debilidad de los que no han podido aceptar el resplandor de la luz verdadera. Cristo proclama la paz; así lo afirma el apóstol Pablo cuando dice: “Él es nuestra paz”, es decir, la paz únicamente de aquellos que tienen una actitud de fe y de recepción.

Pero ¿cómo es posible que Cristo no haya traído la paz a la tierra? Una hija cree, y su padre continúa infiel. Puesto que la misma predicación de la paz obra la división, ¿qué asociación puede haber entre creyente e incrédulo? El hijo se convierte, el padre continúa en la incredulidad. La oposición es inevitable. Donde se proclama la paz, se instala la división. Y es una división salutífera, puesto que nos salvamos por la paz. Y no se trata de una interpretación puramente personal, es exactamente lo que hemos escuchado de labios del Señor: “No crean que he venido a traer paz a la tierra”. Y todavía más enérgicamente, añade: “No he venido a traer paz sino espada”. ¿Cómo? ¿No la paz sino la espada? He venido a enfrentar al hombre con su padre. Elijo al hijo y esto desagrada a su padre. Fíjate en el tono de las palabras. Porque se refiere al filo de la espada, dice: “No crean que he venido a traer paz a la tierra”... Proclamo la paz, sí, pero la tierra no la acepta. No era ese el propósito del sembrador, sino que esperaba el fruto de la tierra. (Eusebio de Cesarea, Sobre la palabra del Señor: [PG 24, 1176-1177])

La paz que nos trae Cristo no es la paz de la tolerancia y del desafecto que se vende hoy como sinónimo de amor. El amor no es indiferencia. El amor transforma, aunque duela y desgarre. No podemos quedarnos en la vacuidad de que todo es igual, todo es indiferente y que el amor es dejarnos vivir como queramos. Esto no es más que la estrategia del gran disgregador. El diablo nos canta al oído que no vale la pena padecer el odio del mundo. Nos dice que es mejor vivir en indiferente y vacía “armonía” con todo. Nos enseña que es mejor relativizar para no tener que comprometernos con nada hasta el fin.

Tras enunciar esto, rápidamente, los profetas de la tolerancia, nos dirán que nuestra actitud es troglodita y reaccionaria. Que vivimos en los tiempos de Constatino al querer tomar la espada contra quienes no piensan como nosotros. Nada de esto es cierto. Cristo no tomó la espada, no por ello dejó pasar la ocasión de transformar al mundo que se enfrentaba a El. Cristo ejerció el amor con firmeza y sin tolerancia.

Dijo a los que querían lapidar a la adultera… que el que estuviera libre de pecado tirara la primera piedra y terminó indicando a la pecadora que dejara de pecar. Echó a los mercaderes del templo, aunque eso significara arruinar a las familias que vivían de esa actividad. No toleró ni a unos y ni otros… los transformó según el Reino de Dios. Según el Reino que pedimos que venga a nosotros, cada vez que rezamos el Padre Nuestro.

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Señor, venga a nosotros tu Reino
Reino, que es lugar y tiempo donde Tu voluntad impera.
No nos dejes caer en la tentación de imponer
nuestra cómoda voluntad particular.
Líbranos de quien desea separarnos de Ti.
Amen

domingo, 11 de julio de 2010

La Iglesia perfecta


Destruid este templo, y en tres días yo lo levantaré de nuevo.” (Jn 2,19) Ciertamente que el Señor era capaz de realizar miles de otros signos, pero como prueba de la autoridad “para hacer esto” (Jn 2,18) tenía que realizar este signo concreto: con ello daba respuesta a lo que tiene que ver con el templo, lo que no podían hacer otros signos que no se referirían a él. De todos modos, me parece que tanto el templo como el cuerpo de Jesús se tienen que interpretar como la figura de la Iglesia, dado que está edificada con “piedras vivas” que van “construyendo un templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo” (1P 2,5); está edificada “sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular” (Ef 2,20), el auténtico templo.


Si, pues, se ve destruido la ensambladura armoniosa de las piedras del templo, ya que “vosotros formáis el cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro” (1 Cor 12,27) y, como está escrito en el salmo 21, todos los huesos de Cristo están descoyuntados (Sal 21,15) por la vehemencia de las pruebas y tribulaciones y por aquellos que por la persecución atentan contra la unidad de la Iglesia, sin embargo, este templo será reconstruido y el cuerpo resucitará el tercer día después del día de la iniquidad que lo arrasó y después del día en que se cumplirán las promesas (cf 2P 3,3-10). Porque este tercer día verá un cielo nuevo y una tierra nueva (2P 3,13), cuando los huesos se pondrán en pie (cf Ez 37,10) en el gran día del Señor, cuando la muerte será vencida, cuando la resurrección de Cristo de entre los muertos, después de su pasión y muerte, se revelará como el misterio de la resurrección del cuerpo entero de la Iglesia. (Orígenes -hacia 185-253- presbítero y teólogo de la Iglesia Comentario al evangelio de Jn 10,20-23. PG 14, 369-386)


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Cuando vivimos la Iglesia y no logramos recibir lo que buscamos ... es normal que nos sintamos decepcionados.

Esperamos encontrar un lugar donde descansar... y solo vemos un inmenso lugar donde trabajar día y noche. Buscamos que nos den esperanza... y no damos abasto dándola nosotros a los demás. Esperamos convivir en sintonía con otros hermanos... y tenemos que dedicarnos a tiempo completo a aminorar riñas y discensos. Esperamos encontrar a Dios frente a nosotros... y nunca perdemos de vista nuestras limitaciones e incapacidades.

Orígenes nos recuerda que no podemos esperar la perfección dentro de la Iglesia. Los miembros serán descoyuntados por las pruebas, tribulaciones y por la desunión.

Solo nos queda esperar al día después de la gran tribulación, ya que hasta ese día no poseeremos la verdadera y completa unión que tanto ansiamos. Nos toca trabajar, dar esperanza, crear unidad y desgastarnos en el empeño. ¿y qué nos queda para nosotros mismo? Buena pregunta...

«Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la salvará» (Mt 16,24-25)

Lo que realmente encontramos para nosotros mismos es un sentido común con todo lo creado. un sentido que excede nuestras necesidades e imperfecciones humanas y nos da significado más allá de nuestra propia naturaleza. Un sentido que nos hace transcender más allá de nosotros mismos, nuestras necesidades, placeres y gustos. Justo todo lo contrario de lo que sociedad nos vende como objetivos deseables para el ser humano del siglo XXI. Simplemente, Cristo nos invita a compartir su destino de manera material y sobrenatural:

El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre."
Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm. Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: "Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?" (Jn 6,54-60)

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Señor no permitas que nos sintamos abatidos y desesperanzados.
Una sola palabra tuya bastará para sanarnos.
Ven pronto Señor – Marana-thá
Amén

jueves, 8 de julio de 2010

La comunidad, un fruto del Espíritu

«Rezar juntos, pero también hablar y reír juntos. Intercambiar favores, leer juntos libros bien escritos. Estar juntos bromeando y juntos serios. Estar a veces en desacuerdo para reforzar el acuerdo habitual. Aprender algo unos de otros o enseñarlo los unos a los otros.

Echar de menos a los ausentes con pena, acoger a los que llegan con alegría y hacer manifestaciones de este estilo y del otro, chispas del corazón de los que se aman y atraen, expresados en el rostro, en la lengua, en los ojos, en mil gestos de ternura, y cocinar los alimentos del hogar en donde las almas se unan en conjunto y donde varios no sean más que uno». (San Agustín)

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Ser Iglesia no es fácil, ya que ser Iglesia significa dejar nuestros egoísmos y hacer nuestra, la naturaleza común que recibimos con el bautismo. No es fácil dejarse enseñar por los humildes y desprendidos. No es fácil dejar nuestras razones para aceptar las razones que nos hacen trascender más allá de nosotros mismos. Nos toca negarnos a nosotros mismos y seguir a Cristo. Nos toca dejar nuestras maravillosas alforjas para compartir la necesidad de los demás. Nos toca callar nuestras voces particulares para cantar unidos con los demás.

Que difícil es echar de menos a quienes están lejos. Que difícil es discrepar, sin que el amor y el afecto no abandonen nuestro corazón.

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Que difícil es ser Iglesia, Señor.
Ayúdanos. Por nosotros mismos no podemos.
Solo tu gracia nos hará perdernos en Ella.
"Una y Santa y Católica y Apostólica"

Amén
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