jueves, 12 de enero de 2017

Misterio es símbolo y el símbolo no se inventa, nos es dado.


Para la inmensa mayoría de nosotros, un símbolo es algo aparente que carece de realidad. Tampoco tenemos claro qué significa actuar de forma simbólica. Cuando se hace algo para aparentar, se dice que se actúa de forma simbólica, cuando lo que se hace realmente es un simulacro.

Símbolo y simulacro son antitéticos. Se simula lo que no es cierto, pero queremos hacerlo aparece como real. Se simboliza lo que es profundamente real, pero es imposible de mostrar por sí mismo. Suelo poner el ejemplo de un símbolo de circulación que todos conocemos: peligro. Seguro que todas las personas responsables se detienen delante del símbolo y se preparan para los posibles problemas que puedan encontrar. La pregunta que nos podrían hacer cuando nos detenemos ante el símbolo de peligro: ¿Te da miedo una forma abstracta pintada y puesta sobre un palo? La respuesta es evidente. Responderemos que a nosotros no nos asusta la señal, sino lo que simboliza, la realidad que señala, el peligro del que nos informa. Lo simbólico es totalmente real, aunque no se pueda ver, tocar y comunicar por sí mismo y por ello necesita de un medio que lo muestre. Ese medio es lo que llamamos símbolo.

El Credo que rezamos todos los domingos se denomina también el Símbolo de la Fe. ¿Por qué? Porque al proclamarlo en público, se evidencia la fe que tenemos y nos permite reconocernos como hijos de Dios y hermanos en Cristo. Por desgracia pocas personas saben que no rezamos el Credo, sino que lo profesamos. Cuando elCredo se recita como una salmodia ininteligible más dentro de la Liturgia, estamos creando un simulacro. Estamos aparentando lo que no tenemos. Al recitar el Credo de esta forma estamos profanando y despreciando la Fe que debería dar vida. ¿Alguien nos ha dicho esto? Pocas o nadie. Hasta dudo que muchos sacerdotes sepan esto. Los que lo saben prefieren no ahondar mucho en esto, ya que es meter el dedo en la herida que nos destroza como cristianos.

Por desgracia, el cristianismo socio-cultural (aparente) es lo más habitual hoy en día. Esto no es una enfermedad espiritual moderna, ya ocurría en tiempos de Cristo (1). A nadie le extraña que pasemos nuestra vida de simulacro en simulacro, aunque después nos preguntemos las razones por las que cada vez hay menos personas en las parroquias y en las misas, catequesis o celebraciones diversas. Cuando vivimos de simulacris terminamos replanteándonos si estos shows son necesarios y nos alejamos poco a poco de una fe que no entendemos. Una Fe que no se comprende no puede llenarnos de esperanza. Esperanza, que es imprescindible para la caridad. Caridad que tampoco debería de ser una simulacro o un show. Debería ser constante y secreta, porque nos lleva a una profunda experiencia de conversión. La caridad existe cuando dejamos que Dios actúe a través de nosotros y rogamos para ser capaces de ver la imagen de Dios en la persona necesitada.

Actualmente se da gran importancia al simulacro de la filantropía y la solidaridad. Un simulacro que sólo nos satisface de nosotros mismos y nos deja vacíos de trascendencia. Para el cristiano es esencial entender y vivir cada momento de la vida como una oportunidad de ver a Dios y dejar que actué a través de nosotros. No es algo sencillo, ya que es necesario el discernimiento:
Existe la necesidad de un continuo discernimiento para individualizar los caminos de la consumación de todo en Dios. Pero dicho discernimiento sólo es posible en el interior de un horizonte único, que se nos haya hecho inteligible a través de la Sabiduría divina, memoria del origen y del estado definitivo de la creación, manifestación de lo divino y forma sacramental de lo creado, para lo que hemos sido educados por la revelación bíblica y por la Tradición de la Iglesia. Nosotros no damos el significado a lo creado, como tampoco podemos darle sentido a los acontecimientos que tienen lugar en la historia. Si nos consideramos los protagonistas absolutos del conocimiento, entonces los significados que demos a las cosas o a los sucesos estarán casi siempre sometidos a la idea general o al interés que tengamos. Los límites de dicho enfoque los testimonia un simbolismo idealista o romántico, donde el vínculo, entre símbolo y realidad expresada, es convencional, artificial. En el simbolismo verdadero, en cambio, el símbolo expresa una  realidad que va más allá de si misma, que manifiesta en sí misma lo que es más que ella, que se revela también a través de ella porque es el reflejo de un doble orden de lo real fenoménico y ontológico. En esta perspectiva, el símbolo no se inventa, se encuentra dado. En este sentido, el pensamiento simbólico es un pensamiento religioso, precisamente porque es la percepción del vínculo de toda forma de vida con un principio superior. (Card. T. Spidlik, M. Rupnik, El Conocimiento Integral. La vía del Símbolo. Cap VI: El Símbolo da acceso al conocimiento del mundo)

Permítanme dar un paso más allá de los que Marko Rupnik nos indica. Necesitamos vivir la vida como un símbolo constante de la presencia de Dios en nosotros, los demás y el mundo que nos rodea. Vivir de esta forma es dar pasos hacia la santidad. La santidad no es un ideal al que nadie pueda llegar, como algunas veces quieren hacernos pensar. Los santos nos atestiguan que la Voluntad de Dios es que la Gracia nos transforme de forma continua. La santidad no es recluirse para vivir alejados del mundo, sino vivir en el mundo como si no pertenecieramos a él (3).

Tampoco se trata de sólo de pensamiento simbólico, aunque sea imprescindible. Se trata de ser símbolo vivo de Cristo cada segundo de nuestras existencia. Por eso hemos recibido los sacramentos y por eso accedemos a ellos siempre que los necesitamos. Ser símbolos de trascendencia en un mundo inmanente, es un escándalo para quienes viven aferrados a los cotidiano, funcional y relativo. Marko Rupnik nos dice algo que debería de ser, pero que por desgracia no es frecuente: "haber sido educados en la Revelación Bíblica y en la Tradición de la Iglesia". El cristiano medio vive su fe de forma asilvestrada, personal, emotivista y en demasiados ocasiones, trufada con continuos simulacros. Me acuerdo cuando leí por primera vez el “Tratado sobre los Sacramentos” de San Ambrosio de Milán. En esa obra encontré un entendimiento que nunca me había imaginado. Si una persona en el siglo IV hablaba así a otras que seguramente ni sabían leer ni escribir ¿A qué tememos para no hacerlo ahora a las personas actuales, teóricamente más formadas y capaces?

La respuesta es simple. Las personas del siglo IV tenían nociones y entendimiento de los que ahora carecemos. Entendían la relación entre el ser humano y Dios, porque la tecnología y las ideologías no la había distorsionado todavía. Entendían que Dios se manifestaba en torno a ellos por medio de todo lo creado. Es verdad que era un entendimiento inicialmente mágico, que el cristianismo reconducía hasta la religiosidad. Tenían a Dios como centro y motor de todo. Ahora creemos en una magia diferente, la tecnología. Es magia porque detrás del poder que posee está al ser humano, no Dios. La tecnología hace shows milagrosos cuando la política y el dinero lo necesitan.

El ser humano del siglo XXI, no ve más allá de su entorno socio-político-cultural y busca soluciones a través de otros seres humanos, administraciones e instituciones humanas. El marketing es una máquina de esclavización maravillosa y cada vez lo es más. En una sociedad dominada por apariencias, simulacros y espejismos sociales, los símbolos se convierten en un problema, porque nos devuelven a la Verdad e impiden que seamos engañados. Por eso los símbolos son rechazados y despreciados. Por eso vivimos en una sociedad centrada en lo que la tecnología nos hace llegar.

Como dice Marko Rupnik, el símbolo no es inventado por el ser humano. El símbolo existe "por sí mismo" y es donado por Dios. Todo lo creado tiene impresa la huella dactilar de Dios. Esta huella nos habla de Dios a través de la Revelación Natural y Sobrenatural. Mediante esta huella encontramos lo verdadero que hay detrás de las apariencias que nos rodean. Pero, claro, siempre que decidamos seguir a Cristo: negándonos a nosotros mismos, tomando nuestra cruz y siguiendo sus pisadas. Este es el camino de la santidad.


(1)    No todo el que me dice: “Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la Voluntad de mi Padre que está en los Cielos” (Mateo 7, 21)
(2)    Pero tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha” (Mateo 6, 3)
(3)    Carta a Diogneto: " Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida"

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