martes, 25 de diciembre de 2012

¡Feliz Navidad!

«Salten de júbilo los hombres, salten de júbilo las mujeres; Cristo nació varón y nació de mujer, y ambos sexos son honrados en Él. Retozad de placer, niños santos, que elegisteis principalmente a Cristo para imitarle en el camino de la pureza; brincad de alegría, vírgenes santas; la Virgen ha dado a luz para vosotras para desposaros con Él sin corrupción. Dad muestras de júbilo, justos, porque es el natalicio del Justificador. Haced fiestas vosotros los débiles y enfermos, porque es el nacimiento del Salvador. Alegraos, cautivos; ha nacido vuestro redentor. Alborozaos, siervos, porque ha nacido el Señor. Alegraos, libres, porque es el nacimiento del Libertador. Alégrense los cristianos, porque ha nacido Cristo» (San Agustín, Sermón 184)

En verdad hemos de alegrarnos, porque Cristo nace esta noche. ¿Dónde nace? Nace en nuestros corazones. Nació en los que nos precedieron llenándoles de esperanza y nacerá en los corazones de todos aquellos que le esperarán en el futuro. Nuestro corazón es como aquella cueva-establo de Belén, que esperaba ver nacer al Señor. Cristo no nació en una estancia rica, ni limpia, ni noble, sino en un establo, con la sencillez y la suciedad que se puede esperar de un sitio así. De la misma forma, el Señor no espera que nuestro corazón sea rico, limpio ni refulgente. El, al nacer, lo transformará en un lugar nuevo. Un lugar digno del hijo de Dios mismo.

Esto nos hace llenarnos de esperanza y de júbilo. Pero la alegría no debe ser flor de un día, sino que debe acompañarnos todo el año hasta la próxima Navidad. Seguramente habrá personas que frunzan el seño y piensen que festejamos al que nunca llegó y que nunca volverá. No se lo tengamos en cuenta. En nuestra alegría, seamos humildes y sinceros.

«Es la misma humildad la que da en rostro a los paganos. Por eso nos insultan y dicen: ¿Qué Dios es ése que adoráis vosotros, un Dios que ha nacido? ¿Qué Dios adoráis vosotros, un Dios que ha sido crucificado? La humildad de Cristo desagrada a los soberbios; pero si a ti, cristiano, te agrada, imítala; si le imitas, no trabajarás, porque Él dijo: Venid a mí todos los que estáis cargados». (San Agustín. Comentario al Salmo 93)

¿Cómo podemos encontrar al Niño si no los buscamos? ¿Cómo podemos conocer a quien no deseamos? Benedicto XVI, en el Ángelus de este pasado lunes, nos pide que “imitemos también a Isabel que recibe al huésped como Dios mismo: sin desearlo, no conoceremos nunca al Señor, sin esperarlo no lo hallaremos, sin buscarlo no lo encontraremos” (Benedicto XVI, Ángelus 24-12-12) Hay quien no busca a Dios, pero también hay quien huye de El. Son los que nos preguntan con sorna por aquel que nos salvado y que nace en nuestro corazones. Hablan de nosotros diciendo que actuamos con soberbia al no aceptar que puede ser que no haya existido Cristo, pero quien lo ha sentido nacer en su corazón, tiene la certeza de su existencia. Quien no ha sentido nunca el calor del pesebre en su corazón, no podrá aceptar que Cristo haya nacido, nazca y nacerá en cada uno de nosotros.

«Yacía en el pesebre, y atraía a los Magos del Oriente; se ocultaba en un establo, y era dado a conocer en el cielo, para que por medio de él fuera manifestado en el establo, y así este día se llamase Epifanía, que quiere decir manifestación; con lo que recomienda su grandeza y su humildad, para que quien era indicado con claras señales en el cielo abierto, fuese buscado y hallado en la angostura del establo, y el impotente de miembros infantiles, envuelto en pañales infantiles, fuera adorado por los Magos, temido por los malos» (San Agustín. Sermón 220,1)

La Epifanía es la manifestación de lo Alto, que nos llena de sentido y de esperanza. Ojalá fuesen Epifanía todos y cada uno de los días de nuestra vida.  Feliz Navidad

domingo, 23 de diciembre de 2012

«Viene el que puede más que yo»

Juan no tan sólo habló en su tiempo anunciando el Señor a los fariseos, diciendo: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Mt 3,3). También hoy clama en nosotros, y su voz de trueno estremece el desierto de nuestros pecados. Incluso enterrado en el sueño del martirio, todavía resuena su voz. Hoy nos sigue diciendo: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos».

Juan Bautista ordenó preparar el camino al Señor. Veamos cuál es ese camino preparado al Salvador. De un cabo al otro ha trazado y ordenado perfectamente su camino para la llegada de Cristo, porque en todo fue sobrio, humilde, austero y virgen. Por eso al narrar éstas virtudes suyas, el evangelista dice: «Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero en la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre» (Mt 3,4). ¿Hay signo más grande de humildad en un profeta que el desprecio de sus vestidos mullidos y vestirse con pelos ásperos? ¿Hay una señal más profunda de fe que estar siempre a punto para cualquier servicio, con un simple taparrabo atado a la cintura? ¿Hay una señal más esplendorosa de abstinencia que renunciar a las delicias de esta vida y alimentarse de saltamontes y miel silvestre?

Según mi parecer, todas estas actitudes del profeta eran proféticas en sí mismas. Cuando el mensajero de Cristo llevaba un vestido áspero, de piel de camello, ¿no significaba todo ello simplemente que Cristo, en su venida, se revestiría de nuestro cuerpo humano, hecho de un tejido espeso, áspero por sus pecados?... El cinturón de piel significa que nuestra frágil carne, que antes de la venida de Cristo estaba orientada hacia el vicio, él la conduciría a la virtud. (San Máximo de Turín. Sermón 88)

Juan el Bautista puede ser, en cierto sentido, un modelo para los evangelizadores. El no se preocupó de hacer llegar el Mensaje de Dios, sino de anunciar a quien lo iba a difundir. «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos»

Los evangelizadores deberíamos ser personas austeras, que evidenciáramos que no somos más que simples recipientes del kerigma. Juan fue una persona capaz de llevar la Esperanza a quien le quisiera escuchar y lo hacia sin miedo a lo que le pudieran acarrear sus palabras

Es interesante detenernos a pensar en cómo anunciamos la venida de Cristo, fijándonos en cómo anunciamos la navidad.

La primera antífona de esta celebración vespertina se presenta como apertura del tiempo de Adviento y resuena como antífona de todo el Año litúrgico: “Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, Dios viene, nuestro Salvador" (...). Detengámonos un momento a reflexionar: no usa el pasado —Dios ha venido— ni el futuro, —Dios vendrá—, sino el presente: “Dios viene". Como podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento "Dios viene". (Benedicto XVI, Homilia 1º domingo de Adviento 2006)

¿La Navidad ocurre? ¿Ocurrió u ocurrirá? La Navidad ocurre en cada momento de nuestra vida, aunque la festejemos el 25 de diciembre. De ahí procede la Esperanza que todo cristiano lleva con el. Por eso Juan el Bautista habla en presente al llamar a que allanemos y preparemos el camino al Señor. La Navidad es un tiempo presente que nos da sentido todo el año y con especial relevancia, en el tiempo de Adviento.

Si han seguido las noticias, seguramente sabrán que en las felicitaciones del Parlamento Europeo no existe la menor referencia a la Navidad y el cristianismo. Europa nació como cristiandad y es triste que nuestros políticos intenten borrar el sustrato cristiano de las fechas que vivimos. Sin duda buscan ser “políticamente correctos” para no “ofender” a colectivos anticristianos diversos. Lo que si es evidente es que olvidan la Esperanza que significa el Nacimiento del Hijo de Dios. ¿Qué esperanza tendríamos si únicamente tuviéramos que confiar en estos políticos?

Se acerca la Navidad, así que no nos privemos de felicitar la Navidad a quienes nos rodean. Feliz Navidad estimado lector.

domingo, 9 de diciembre de 2012

¡Hoy hemos visto cosas extraordinarias!


Dulce es la luz, y qué bueno es contemplar el sol con los ojos de la carne...; por eso ya dijo Moisés: «Y Dios vio la luz, y dijo que era buena» (Gn 1,4)...

Cuán bueno es pensar en la grande, verdadera e indefectible luz «que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9), es decir, Cristo, el Salvador y libertador del mundo. Después de haberse desvelado a los ojos de los profetas, se ha hecho hombre y ha penetrado hasta las profundidades más hondas de la condición humana. Es de él que habla el profeta David: «Cantad a Dios, tocad en su honor, alfombrad el camino del que avanza por el desierto; su nombre es el Señor: alegraos en su presencia» (Sl 67, 5.6). Y también Isaías, con su potente voz: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1)...

Así pues, la luz del sol vista por nuestros ojos de carne anuncia al Sol espiritual de justicia (Ml 3,20), el más bello de cuantos se han levantado para aquellos que han tenido el gozo de ser instruidos por él y de mirarle con sus ojos de carne, mientras vivía entre los hombres como un hombre cualquiera. Y, sin embargo, él no era un hombre cualquiera, puesto que había nacido verdadero Dios, capaz de devolver la vista a los ciegos, de hacer caminar a los tullidos, de hacer oír a los sordos, de purificar a los leprosos y, con una sola palabra, devolver a los muertos, la vida. (Lc 7,22). (San Gregorio de Agrigento, Sobre el Eclesiastes, libro 10,2; PG 98, 1138)

¿Hemos visto nosotros la Luz? Tal vez, pero nunca hemos podido contemplarla en todo su esplendor. Siempre interponemos algo para que el resplandor no nos deje ciegos todo lo que nos ata a este mundo. Muchos no alcanzamos a ver más que tenues luces entre la oscuridad, a la que nos lleva nuestra ceguera. Pero tenemos Esperanza, “nacido verdadero Dios, capaz de devolver la vista a los ciegos” e incluso “devolver a los muertos, la vida”. ¿Qué podemos temer? Sin duda lo que tenemos que temer es nuestra propia ceguera, porque la podemos utilizar como escusa para negar la existencia de la Luz.

Estamos ciegos y no deseamos perder la cómoda oscuridad que nos protege del compromiso. No somos como el pueblo que indica Isaías “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló”. A nuestra sociedad no le gusta la Luz, la teme y la rechaza. ¿Qué podemos hacer? Nada por nosotros mismos. Cristo es el único capaz de curar la ceguera que padecemos, pero hemos de acércanos e implorar su ayuda. Dos siglos de avances de la ciencia y la técnica, nos han hecho olvidar que las herramientas nunca pueden sustituir al artista. Ahora adoramos las herramientas como si, por si solas, pudieran salvarnos.

Los cristianos no debemos idolatrar las herramientas que Dios nos ha dado ni poner nuestra esperanza en el desarrollo del conocimiento humano. Podemos ver que los problemas de la sociedad nunca disminuyen y si parecen desaparecer, tras unos años aparecen de nuevo. La ciencia y la técnica no son la respuesta final que necesita el ser humano.

Decía Benedicto, ayer día 8, en el tradicional mensaje en el día de la Inmaculada:

Hay una segunda cosa, aún más importante, que la Inmaculada nos dice cuando estamos aquí, y es que la salvación del mundo no es obra del hombre - de la ciencia, de la tecnología, de la ideología -, sino es por la gracia.

A  veces ponemos nuestras esperanzas en planes, programas e iniciativas humanas. Cierto es que estas estructuras son necesarias, pero por si solas no pueden nada. Son incapaces desde el mismo momento que las ideamos. Sólo la Gracia del Señor puede dotar a estas estructuras de vida. Sólo el Artista, puede tomar las herramientas y dar lugar a la obra de arte que sólo El puede crear.

Muchas veces esperamos que los proyectos den fruto por ellos mismos y no nos damos cuenta que es Dios quien se hace cargo de llenar de sentido y vida aquello que nosotros humildemente proponemos. La Esperanza está en Cristo y por ello hemos de aceptarlo y ponernos a su disposición.
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