Podemos
poner el símil de un cristal de una ventana que estaba perfectamente, pero la
acción egoísta del ser humano ha ido partiendo de pedazos cada vez más pequeños
y separados en sí. Cuando más separación exista, es más difícil ver el paisaje
que ha detrás. Paisaje que en el símil sería Cristo que quiere transparentarse
en el mundo a través de nosotros y de la Iglesia. ¿Qué sentido tiene decidir que lo importante es que los trozos estén
aparentemente unidos cuando las roturas hacen inviable que la ventana muestre
el exterior? Hasta podemos engañarnos diciendo que lo importante es que
entre luz y que cada cual se imagine el exterior como quiera. De hecho esto es lo
que estamos haciendo desde hace décadas.
Empezamos la semana de oración para la unidad de los cristianos y como siempre, nos centramos más en la unidad aparente que en la unidad real. El objetivo es sacarnos algunas fotos juntos y decir que todos estamos muy interesados en la unidad. Decimos que “es más lo que nos une que lo que nos divide”, pero no valoramos el peso o profundidad de lo que nos separa. En la Iglesia Católica se hacen actos y grandes discursos para los medios, mientras internamente somos incapaces de vivir cerca unos de otros. Esto tiene un nombre claro: hipocresía.
Llamamos a la "unidad externa" mientras somos
incapaces de establecer un diálogo interno que aclare qué nos pasa y qué es lo
que queremos como Iglesia. Sin diálogo
no se anda el camino en la unidad y dentro de la Iglesia el “silencio que
desprecia”, se ha convertido en un arma. Cuando no hay respuesta al diálogo
ofrecido, el Espíritu Santo no puede actuar. Nos lo explica San Agustín con
claridad:
El que no está dentro
de esa Iglesia, ni ahora siquiera recibe el Espíritu Santo. Cortado, pues, y separado
de la unidad de los miembros, unidad que
es la que habla las lenguas de todos, tiene que renunciar al Espíritu, no tiene
el Espíritu Santo. Porque, si lo tiene, que muestre los signos que entonces se mostraban.
¿Qué significa que muestre las señales que entonces se mostraban? Que hable en las
lenguas de todos. Me responde él: ¿Por qué? ¿Hablas tú las lenguas de todos? Las
hablo, en efecto, porque toda lengua es mía, es decir, de aquel cuerpo del que soy
miembro yo. La Iglesia, difundida por las
naciones, habla todas las lenguas. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, y de ese
cuerpo eres miembro tú; luego, como eres miembro de este cuerpo que habla todas
las lenguas debes creer que tú las hablas también todas. La unidad de los miembros mantiene su concordia perfecta por la caridad,
y la unidad habla las mismas lenguas que hablaba entonces un solo hombre. (San Agustín. Tratado sobre
el Evangelio de San Juan. 32, 7)
Las
lenguas, que son las formas de comunicar, no son importantes para el Espíritu,
porque su acción nos permite superar las murallas comunicativas. Lo que realmente nos separa o nos une, no
son las apariencias del lenguaje, sino lo que sustancialmente se comunica
cuando dialogamos. La Iglesia tiene un símbolo de unidad de gran valor y
profundidad: el Papa. El Papa debe ser signo de unidad entre todos nosotros.
Pedro es quien debe apacentar las ovejas y reunirlas en un solo rebaño. Da
igual que sean de razas, colores y costumbres diferentes. Da igual que su forma
de comunicarse sea diferente. Lo
esencial es apacentar al rebaño y confirmarlo en la fe que nos une entre
nosotros y nos une con la Iglesia desde el siglo I. De ahí la importancia
del Papa como defensor de la Tradición Apostólica, que es sustancial para que
las apariencias sean lo que más nos importe.
La
caridad es fundamental. Es la sangre que nos debería unir. La caridad no puede
detenerse por razones de política de grupo o de tendencia ideológica. Es cierto que la postmodernidad nos ofrece
diversas falsas panaceas, como la armonía del silencio o la paz de la lejanía.
Es cierto que la Iglesia lleva tiempo utilizando estas panaceas como forma de
convivir internamente. Pero también es cierto que el silencio y la lejanía
destrozan la unidad, por mucho que se ofrezcan como logros ecuménicos.
¿Qué
es lo que vemos actualmente? Vemos que dentro de la Iglesia se van creando roturas
en forma de guetos internos que viven “su” fe de diferente forma que los demás.
Vemos que cada parroquia o grupo, personaliza la Liturgia para adaptarla a su
estética y emotividad. Vemos que en algunos de estos guetos se habla más de sus
segundos salvadores que del Evangelio y de Cristo. Vemos que la santidad deja de ser el objetivo, dejando paso a conceptos
psico-sociales, como el liderazgo y la eficiencia misionera. Vemos que la
evangelización se está centrando en elaborar atractivas estrategias de marketing
que consigan discípulos que se unan a una especie de estrategia piramidal.
No podemos descartar ver en el futuro a tradicionalistas católicos, valdenses y luteranos aparentemente futuro. Unidos por “todo lo que nos une” que básicamente una etiqueta, pero incapaces de vivir la misma fe en verdadera comunión. Eso sí, a quienes señalan que esto es un macabro juego del maligno, se les margina sin misericordia alguna. La misericordia se reserva para quienes juegan al juego de la unidad aparente, vistiéndose con las modas eclesiales de cada momento.