Seguramente usted y yo nos sintamos creyentes de fe
consolidada y nos cueste entender como los Discípulos fueron incapaces de
reconocer al Señor, que se unió a su paseo durante unas cuantas horas. Nos
preguntamos ¿Cómo podían estar tan ciegos e incapacitados para darse cuenta de
algo tan evidente? Lo triste es que a todos nos sucede lo mismo y
además, no nos damos cuenta la mayoría de las veces.
Una vez crucificado el Señor, habían perdido
la esperanza; así resulta de sus palabras cuando él les dijo: ¿Cuál es el tema
de conversación que os ocupa? ¿Por qué estáis tristes? Ellos contestaron: ¿Sólo
tú eres peregrino en Jerusalén, y no sabes lo que allí ha acontecido? Y él:
¿Qué? Aun sabiendo todo lo referente a sí mismo, preguntaba, porque quería
estar en ellos. ¿Qué?, preguntó. Y ellos: Lo de Jesús de Nazaret, que fue un
varón profeta, poderoso en palabras y obras. Cómo lo crucificaron los jefes de
los sacerdotes, y he aquí que han pasado ya tres días desde que todo esto su
cedió. Nosotros esperábamos. Esperabais; ¿ya no esperáis? ¿A eso se reduce
todo vuestro discipulado? Un ladrón en la cruz os ha superado: vosotros os
habéis olvidado de quien os instruía; él reconoció a aquel con quien estaba
colgado. Nosotros esperábamos. ¿Qué esperabais? Que él redimiría a Israel. La
esperanza que teníais y que perdisteis cuando él fue crucificado, la conoció el
ladrón en la cruz. Dice al Señor: Señor, ¡acuérdate de mí cuando llegues a tu
reino. Ved que era él quien había de redimir a Israel. Aquella cruz era una
escuela; en ella enseñó el Maestro al ladrón. El madero de un crucificado se
convirtió en cátedra de un maestro. Quien se os entregó de nuevo, devuélvanos
la esperanza. Así se hizo. Recordad, amadísimos, cómo Jesús el Señor quiso
que lo reconocieran en la fracción del pan aquellos que tenían los ojos
enturbiados, que les impedían reconocerlo. Los fieles saben lo que estoy
diciendo; conocen a Cristo en la fracción del pan. No cualquier pan se
convierte en el cuerpo de Cristo, sino el que recibe la bendición de Cristo.
Allí lo reconocieron ellos, se llenaron de gozo, y marcharon al encuentro de
los otros; los encontraron conociendo ya la noticia; les narraron lo que habían
visto, y entró a formar parte del evangelio. Lo que dijeron, lo que hicieron,
todo se escribió y llegó hasta nosotros. (San Agustín. Sermón 234, 2)
Los discípulos de Emaus desesperaban ¿Cuándo desesperamos
nosotros? Cuando esperamos que el Señor nos quite los problemas de nuestra vida
y no desaparecen. Los judíos esperaban
un mesías que les devolviera el control sobre su destino como país y el Mesías
de verdad era muy diferente. Fue un Mesías que no les enseño cómo vencer a los
romanos. Las escuela de Cristo fue la Cruz. Como dice San Agustín “Aquella cruz era una escuela; en ella enseñó el Maestro al
ladrón. El madero de un crucificado se convirtió en cátedra de un maestro”.
La Cruz es una escuela y no siempre la entendemos como tal. Una escuela
en la que Cristo se coloca entre nosotros
en igualdad de condiciones de sufrimiento. Cristo no se sacó del
sufrimiento a si mismo ni al Buen Ladrón. Esperó y espera, a que le
reconozcamos para ofrecernos su misericordia.
Cristo acompañó a los dos discípulos de Emaus sin desvelar
quien era, lo que podría parecernos cruel. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no se
reveló y permitió que estas dos personas sintieran directamente la esperanza? Permitió
que el sufrimiento por la pérdida del Maestro continuase hasta que le
reconocieran. Curiosamente, desapareció en el mismo momento en que le
reconocían a través de la fracción del pan: la Eucaristía. No fue su cuerpo o
su voz lo que hizo posible el cambio de la desesperación a la esperanza, sino
un signo que rompió la ceguera de estas dos personas. La esperanza hizo que
reaccionaran con fuerza. Corrieron a contar lo que les había sucedido. No se
callaron temerosos de que les reconocieran como discípulos de un ajusticiado.
Podríamos ponernos en el lugar de esos dos discípulos y pensar si nuestra
actitud es la del buen ladrón, abierto al perdón de Dios o nos parecemos a
quienes no son capaces de reconocer a Cristo en los signos que nos ofrece.
¿Somos suficientemente limpios de corazón para ver a Dios? Por desgracia somos
muy parecidos a Santo Tomás y necesitamos de evidencias que refuercen nuestra
fe.
Hay un prueba evidente de a quien nos parecemos más.
¿Corremos hacia los demás a contarles que Cristo está vivo y que vive para
siempre entre nosotros? ¿Realmente tenemos la certeza de que Cristo está
junto a nosotros, sufriendo con nosotros y ofreciéndonos constantemente un
sentido para todo el sufrimiento que portamos con nosotros?
Para muchos de nosotros, Cristo es un personaje lejano y
casi mítico. Un modelo que admirar, pero que no vale la pena seguir. El
sufrimiento de Cristo parece innecesario e inhumano, por lo que nuestro sufrimiento
tampoco tiene sentido alguno. En al medida que seamos capaces de reconocer a
Cristo y tener conciencia de que sufre junto a nuestro sufrimiento,
encontraremos un sentido a todo aquello que tenemos que vivir.
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