Así, dueño de si mismo y de lo suyo, poseyendo una segura comprensión de la ciencia divina, [el cristiano] se encuentra auténticamente junto a la Verdad. En efecto, el conocimiento y la percepción segura de lo inteligible sin duda puede llamarse ciencia, cuya tarea respecto a las cosas divinas es indagar ciertamente cual sea la causa primera y de Aquél por cuyo medio fueron hechas todas las cosas y sin Él no se hizo nada (Jn 1,3); a su vez también cuales son las cosas como penetrantes, cuales las envolventes, cuales las que se encuentran unidas y cuales las disociadas. Y cual es el rango que cada una de estas cosas tiene y cual es el poder y la función sagrada que desempeñan. A su vez, respecto a las cosas humanas, [el conocimiento revela] qué es el hombre mismo, qué es lo conforme a su naturaleza y contrario a ella, cómo está relacionado con el actuar y con el sufrir, cuales son sus virtudes y sus vicios, lo relativo al bien y al mal y a lo que está entre ambos; lo que concierne a la fortaleza, prudencia, templanza, y a la justicia, que sobrepasa a todas. Pero [el cristiano] se aprovecha de la prudencia y de la justicia en aras de la adquisición de la sabiduría y de la fortaleza, no sólo para soportar él mismo las adversidades, sino para también dominar en lo concerniente al placer y a la concupiscencia, al dolor y a la ira, y en general para enfrentarse a todo lo que con violencia o engaño seduce a las almas (Clemente de Alejandría, Stromata VII 3, 17.1)
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Leer este párrafo de la Stromata de Clemente de Alejandría, me invita a reflexionar sobre el sentido del cristiano. No podemos decir que Clemente proclame un cristianismo apático y desentendido de la comprensión de todo lo que le rodea. Para él, el cristiano debería buscar sabiduría que le permite discernir dentro y fuera suya. Sabiduría que le ayuda a defenderse de todo lo que le puede seducir y le engañar.
¿Tenemos hoy en día una comprensión del cristiano que se acerque a lo que nos indica Clemente? Me temo que nos quedamos en una capa de conocimientos desligados que se mantienen unidos gracias a la Fe. Si la Fe es fuerte, el cristiano podrá seguir adelante por mucho que se plantee dudas, pero si la Fe no es tan fuerte, es normal que se derrumbe ante las incertidumbres que le plantea el mundo actual. Por otra parte, hay que ser conciente que no todas las personas están dispuestas a dedicar su vida y aliento a formarse y reflexionar en profundidad.
Si comparamos el camino del cristiano con una carrera, los hermanos más lentos pueden recriminar a los más rápidos que se complican la vida y se la complican a los demás. También pueden objetar que todas las florituras son innecesarias y que los rápidos se centren en lo fundamental: la Fe. Lo maravilloso es que estas personas tienen razón sin que ello implique que haya que cambiar la actitud en los rápidos. La velocidad o la fortaleza no son imprescindibles, pero forman parte de la naturaleza que ha dado Dios a cada cual.
¿Cómo es posible? A cada obrero Dios da un número de talentos particular y sobre lo que les ha dado, les pedirá cuentas cuando vuelva. Los rápidos tienen su función, los fuertes la suya, los lentos tienen sus responsabilidades, al igual que los despistados. Nadie deja de ser necesario.
Decía San Agustín: Cuantos corren, corren con perseverancia, pues todos recibirán el premio. El que llegó el primero esperará a ser coronado con el último. Este certamen no lo emprende la codicia, sino la caridad. Todos los que corren se aman, y este mismo amor es la carrera (San Agustín. Comentario al Salmo 39,11).
La caridad hace que los que corremos unidos, nos amemos aunque unos vayan delante y otros detrás. Los más fuertes ayudarán a los rezagados, los más rápidos marcarán el camino a los despistados. Los lentos serán quienes procuren descanso a los rápidos y los despistados, relajarán a los fuertes. Una vez lleguemos, todos recibiremos el mismo premio ¿No es maravilloso?
Si alguien piensa que obtener el mismo premio para todos es injusto, le invito a repasar la parábola de los obreros de la hora undécima (Mateo 20:1-16). ¿Por qué el mismo premio? ¿Dios puede ser injusto? El mérito de llegar antes o después es de Dios, no nuestro. Él fue quien nos creó como somos (talentos) y además nos dio la fuerza (gracia) para llegar. Pero no olvidemos que nuestra colaboración es imprescindible aunque el premio lo ganemos por Gracia de Dios.
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