Sigo
reflexionando sobra la unidad que tanto necesitamos y que por desgracia, no
está cerca todavía. Estos días se puede encontrar en la red una foto de Benedicto XVI unida a un fragmento de un
texto del teólogo Joseph Ratzinger, nada más terminado el Concilio Vaticano II. Este es
el texto:
… la Iglesia
Católica no tiene derecho a absorber a las otras Iglesias. La Iglesia aún no ha
preparado un lugar adecuado para ellos, que es a lo que legítimamente tienen
derecho.
El
texto proviene del libro: “Theological Highlights of Vatican II” publicado en plena
euforia postconciliar (1966), por lo que debe ser tratado con cierto cuidado.
No es adecuado indicar que está escrito por el Papa Benedicto XVI, sino por el teólogo Ratzinger en un momento muy determinado de la historia de la Iglesia.
Para contextualizar su contenido hay que indicar que el teólogo Ratzinger habla
sobre una propuesta de unidad elaborada por el Edmund Schlink, profesor de la
universidad de Heidelberg, en un artículo de prensa. A continuación tienen una
referencia más amplia de lo que se puede leer en el libro antes indicado:
Estas
consideraciones pueden abrir la manera de responder a la pregunta planteada por
el profesor Schlink. ¿El ecumenismo católico no equivale en última instancia a
la absorción de las otras Iglesias? ¿No es por lo tanto la Contra-Reforma en
una forma diferente? Mientras la unidad se identificara con uniformidad, el
objetivo católico no podía dejar de parecer a los cristianos no católicos como
una absorción completa en la forma actual de la Iglesia. El reconocimiento de
una pluralidad de Iglesias dentro de la Iglesia implica dos líneas de cambio:
(A) El católico
tiene que reconocer que su propia Iglesia aún no está preparada para aceptar el
fenómeno de la multiplicidad en la unidad; debe orientarse hacia esta realidad.
También debe reconocer la necesidad de una renovación católica completa
(traducción del editor: revolución), algo que no se puede lograr en un día.
Esto requiere un proceso de apertura, que lleva tiempo. Mientras tanto, la
Iglesia Católica no tiene derecho a absorber a las otras Iglesias. La Iglesia
aún no ha preparado un lugar adecuado para ellos, que es a lo que legítimamente
tienen derecho.
(B) Una unidad
básica - de iglesias que siguen siendo iglesia, pero que se convierten en una
Iglesia - debe reemplazar la idea de conversión, aunque la conversión conserva
su significado para aquellos en conciencia estén motivados a buscarla. (Pr. Joseph Ratzinger, “Theological Highlights of Vatican II” Paulist
Press, New York, 1966 p. 61)
En
este texto podemos darnos cuenta de la sensación de euforia
postconciliar por la forma en que el Profesor Ratzinger señala el problema y cómo se
atreve a sugerir el camino de solución. Para el entonces profesor de teología
el problema lo tenía la Iglesia Católica, que debía de transformarse según la
típica hermenéutica rupturista postconciliar. Esta hermenéutica, alineada con
el “espíritu del concilio”, se va a enfrentar con la defensa de la continuidad
que el posterior Papa Benedicto XVI promociona como el enfoque correcto para
comprender el Concilio Vaticano II. El lector puede fijarse también en el
posicionamiento ante el Misterio de la conversión. De hecho deja a la
conversión como algo secundario y opcional para el que esté motivado a
buscarla. Sin conversión por parte del Espíritu Santo no puede haber docilidad
para hacer la Voluntad de Dios, lo que conlleva dejar a la santidad como algo
accesorio o secundario para el cristiano.
El
postconcilio no dio los frutos que esperaban los promotores del “espíritu del concilio”, por
lo que una persona reflexiva y juiciosa, como es el actual Papa Emérito Benedicto, no pudo sostener este punto de vista demasiado tiempo. Siendo Prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe nos da otra
visión diferente:
No soy un profeta,
por eso no me atrevo a decir qué es lo que dirán en cincuenta años, pero creo
que será sumamente importante el hecho de que el Santo Padre haya estado
presente en todas las partes de la Iglesia. De este modo, ha creado una
experiencia sumamente viva de la catolicidad y de la unidad de la Iglesia. La
síntesis entre catolicidad y unidad es una sinfonía, no es uniformidad. Lo
dijeron los Padres de la Iglesia. Babilonia era uniformidad, y la técnica crea uniformidad.
La fe, como se ve en Pentecostés en donde los apóstoles hablan todos los
idiomas, es sinfonía, es pluralidad en la unidad. Esto aparece con gran
claridad en el pontificado del Santo Padre con sus visitas pastorales, sus
encuentros. (Card. Ratzinger. 30
de noviembre de 2002, Universidad Católica San Antonio de Murcia)
Podemos
seguir su línea de pensamiento en otro texto importante, que ya tiene carácter
magisterial y que nos ayuda a darnos cuenta que no podemos reducir el
ecumenismo a voluntarismo y planificación. Tampoco podemos esperar un unidad
sinfónica colocando juntos a muchos músicos con diferentes partituras y estilos. Diversidad como don que completa nuestros limites humanos, pero que debe estar dentro de un todo ordenado y coherente. Esa era la visión del Card Ratzinger en el año 2002. Pero el pensamiento del Cardenal siguió evolucionando. Ya siendo Papa Benedicto XVI su pensamiento se vuelve más profundo y consistente. Cuando se es director de una orquesta sinfónica y se desea que la música sea fiel a la partitura, es necesario dejar las cosas claras:
El tema elegido este
año para la Semana de oración hace referencia a la experiencia de la primera
comunidad cristiana de Jerusalén, tal como la describen los Hechos de los
Apóstoles; hemos escuchado el texto: «Perseveraban en la enseñanza de los
apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2,
42).
En el versículo
citado de los Hechos de los Apóstoles, cuatro características definen a la
primera comunidad cristiana de Jerusalén como lugar de unidad y de amor, y san
Lucas no quiere describir sólo algo del pasado. Nos ofrece esto como modelo,
como norma de la Iglesia presente, porque estas cuatro características deben
constituir siempre la vida de la Iglesia.
Primera
característica: estar unida y firme en
la escucha de las enseñanzas de los Apóstoles; luego en la comunión
fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones. Como he dicho, estos
cuatro elementos siguen siendo hoy los pilares de la vida de toda comunidad
cristiana y constituyen también el único fundamento sólido sobre el cual
progresar en la búsqueda de la unidad visible de la Iglesia.
El segundo elemento es la comunión fraterna. En el tiempo de la primera comunidad cristiana, así como en nuestros días, esta es la expresión más tangible, sobre todo para el mundo externo, de la unidad entre los discípulos del Señor. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los primeros cristianos lo tenían todo en común y quien tenía posesiones y bienes los vendía para repartirlos entre los necesitados (cf. Hch 2, 44-45). Este compartir los propios bienes ha encontrado, en la historia de la Iglesia, modalidades siempre nuevas de expresión. Una de estas, peculiar, es la de las relaciones de fraternidad y amistad construidas entre cristianos de diversas confesiones.
Tercer elemento: en la vida de la primera comunidad de Jerusalén era esencial el momento de la fracción del pan, en el que el Señor mismo se hace presente con el único sacrificio de la cruz en su entrega total por la vida de sus amigos: «Este es mi cuerpo entregado en sacrificio por vosotros... Este es el cáliz de mi sangre... derramada por vosotros». «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del Misterio de la Iglesia» (Ecclesia de Eucharistia, 1). La comunión en el sacrificio de Cristo es el culmen de nuestra unión con Dios y, por lo tanto, representa también la plenitud de la unidad de los discípulos de Cristo, la comunión plena.
Por último, la oración —o, como dice san Lucas, las oraciones— es la cuarta característica de la Iglesia primitiva de Jerusalén descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles. La oración es desde siempre la actitud constante de los discípulos de Cristo, lo que acompaña su vida cotidiana en obediencia a la voluntad de Dios, como nos lo muestran también las palabras del apóstol san Pablo, que escribe a los Tesalonicenses en su primera carta: «Estad siempre alegres, sed constantes en orar, dad gracias en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros» (Benedicto XVI. Audiencia general. 19/1/11)
El segundo elemento es la comunión fraterna. En el tiempo de la primera comunidad cristiana, así como en nuestros días, esta es la expresión más tangible, sobre todo para el mundo externo, de la unidad entre los discípulos del Señor. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los primeros cristianos lo tenían todo en común y quien tenía posesiones y bienes los vendía para repartirlos entre los necesitados (cf. Hch 2, 44-45). Este compartir los propios bienes ha encontrado, en la historia de la Iglesia, modalidades siempre nuevas de expresión. Una de estas, peculiar, es la de las relaciones de fraternidad y amistad construidas entre cristianos de diversas confesiones.
Tercer elemento: en la vida de la primera comunidad de Jerusalén era esencial el momento de la fracción del pan, en el que el Señor mismo se hace presente con el único sacrificio de la cruz en su entrega total por la vida de sus amigos: «Este es mi cuerpo entregado en sacrificio por vosotros... Este es el cáliz de mi sangre... derramada por vosotros». «La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del Misterio de la Iglesia» (Ecclesia de Eucharistia, 1). La comunión en el sacrificio de Cristo es el culmen de nuestra unión con Dios y, por lo tanto, representa también la plenitud de la unidad de los discípulos de Cristo, la comunión plena.
Por último, la oración —o, como dice san Lucas, las oraciones— es la cuarta característica de la Iglesia primitiva de Jerusalén descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles. La oración es desde siempre la actitud constante de los discípulos de Cristo, lo que acompaña su vida cotidiana en obediencia a la voluntad de Dios, como nos lo muestran también las palabras del apóstol san Pablo, que escribe a los Tesalonicenses en su primera carta: «Estad siempre alegres, sed constantes en orar, dad gracias en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros» (Benedicto XVI. Audiencia general. 19/1/11)
Benedicto
XVI en el año 2011 se separa bastante del teólogo Ratzinger del año 1966.
resumo lo que propone el ahora Papa Emérito, por medio de los cuatro elementos que deben guiar la
unidad de los cristianos:
1) Tradición Apostólica. Es raíz del árbol de la unidad
2) Fraternidad, que es más que complicidad, amistad, gregarismo o comunidad. Es la naturaleza que nos une y reúne.
3) Sacralidad: trascendencia. Misterio y sacramentos. Es la savia que nutre y fortalece la humanidad caída que todos tenemos.
4) Oración. Es la flor que espera la mano de Dios para dar abundante fruto.
Desgraciadamente utilizamos los lenguajes humanos para crear
apariencias y engañarnos unos a otros. Sabemos pervertir el entendimiento y
destrozar la coherencia, intentando que Verdad sea nuestra herramienta y no al
revés. Deberíamos ser instrumentos de la Verdad. ¿Qué sentido tiene
distribuir una frase descontextualizada del teólogo Ratzinger, sobre una foto
del Papa Benedicto XVI?
Desde mi humilde punto de vista, lo que se busca es
ganar la “partida” antes que desgastarnos suplicando que la Verdad nos acoja en
su infinita bondad. El dolor que hace que la Iglesia se retuerza y gima,
proviene de nuestra tendencia querer ser los protagonistas del show que
nosotros mismos montamos. Es marketing se convierte en fe y esto no nos
puede llevar muy lejos. Sigamos orando por la unidad de los cristianos. Unidad
que sólo puede existir si profundizamos en los cuatro elementos enunciados por
el Papa Benedicto.
Resalto
la palabra profundizar, porque la tendencia actual es señalar que lo fundamental
de la unidad es la dimensión horizontal y no la vertical. Utilizando un símil,
nos contentamos con conseguir que llamemos “árbol” al bosque y así no tener que
convertirnos y conseguir tener la misma raíz de la Tradición y que la savia de
lo sagrado no corra por nuestro interior. El árbol tiene ramas
diferentes, pero la diversidad de ramas nunca puede ser confundida con unidad
de naturaleza y ser que Cristo quiere para Su Iglesia. La diversidad es un don que hace posible que los carismas personales se unan para ser una Iglesia santa, católica y apostólica.