La Tradición Apostólica señala que la
Iglesia es UNA. No dice nada de que sea diversa y menos que sea plural (iglesias).
Los diversos y plurales somos cada uno de nosotros. Cada cual con su carisma,
dones y limitaciones. Cristo, por medio de la Iglesia (UNA) nos llama NEGARNOS
a nosotros mismos y poner lo que nos diferencia (personas) en beneficio general
de la Iglesia. Este es el sentido de la fraternidad a la que nos llama el
Señor.
Si entendemos la Iglesia como diversa o
plural, andamos hacia la atomización, fragmentación que es fuente de conflicto
inmediato en lo inmediato y cisma en lo trascendente. La diversidad que genera
grupitos y tendencias, que se separan de las demás, nunca es una riqueza. Hay
que releer lo que pasó en la Torre de Babel, y compararlo con los efectos que
tuvo el Espíritu Santo en los Apóstoles.
En el caso de la Torre de Babel, las
obras-estructuras humanas que se crean para llevar a Dios, dan lugar a la
división. Tras la efusión del Espíritu Santo, los diversos (Apóstoles) se
integran en la obra de Dios dejando sus proyectos, gustos y preferencias a un
lado. La Iglesia no es la de Pablo, Apolo o Pedro, sino la de Cristo. La
Iglesia no es un conjunto de grupos que se ven a sí mismo como el Fariseo antes
de repudiar al Publicano. Más bien deberíamos ser una multitud de Publicanos,
arrodillados juntos, mirando al Señor y pidiendo perdón.
El problema actual es que ya estamos tan
fragmentados y doloridos con los continuos enfrentamientos, que nadie quiere
dejar su iglesita grupal y/o personal. La realidad es que detrás de todo
enfrentamiento hay dolor, mucho dolor. Nos cuesta ver el dolor ajeno, porque
ponemos por delante el dolor que sentimos en nosotros. Nos resulta fácil
definir como malicia, el dolor ajeno, pero nos resulta imposible ver la malicia
en nuestros repudios e indiferencias. Somos humanos construyendo Torres de
Babel que quieren llegar a Dios. Estamos destinados al fracaso y no lo queremos
ver.
Nos repele eso de "negarse a sí
mismo y tomar la cruz", para poder seguir a Cristo. Preferimos
reafirmarnos en lo que somos, buscar los similares y apartarnos a vivir la fe
(socio-cultural) en el grupo de similares que me rodean. ¿Y los demás? ¿Qué
pasa con quienes no están "dentro"? En el mejor caso les ignoramos,
en el peor caso, les insultamos y repudiamos por no ser como
"nosotros": los "elegidos" o los "seleccionados"
para ser ejemplo de los demás.
¿Qué postura debería guiarnos entonces? Dejar
de construir estructuras para llegar a Dios y por el contrario, rogar a Dios
para que nos integre con aquellos diferentes que tanto nos repelen, en UNA
Iglesia verdaderamente Unida. Una Iglesia que deje las formas del mundo a un
lado y se dedique a caminar hacia Cristo. Si cada uno de nosotros quiere
integrarse en una ONG o en un Partido Político o en una asociación solidaria,
que lo haga. No hay problema construir obras humanas para el ser humano. Cada
cual hará lo que mejor sabe para ayudar a su prójimo, amándolo como a sí mismo.
Pero antes hay que amar a Dios sobre todo y todos. Incluso amarlo por encima de
nuestra diversidad personal. El problema es construir obras humanas para llegar
a Dios. Ahí donde aparecen los enfrentamientos y el dolor. Dolor por imponernos
un sesgo de fe o por sentir que les damos igual a quienes teóricamente son
nuestros hermanos.