jueves, 2 de diciembre de 2010

¿Necesitamos torres para llegar a Dios?

Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas palabras. Al desplazarse la humanidad desde oriente, hallaron una vega en el país de Senaar y allí se establecieron. Entonces se dijeron el uno al otro: «Ea, vamos a fabricar ladrillos y a cocerlos al fuego.» Así el ladrillo les servía de piedra y el betún de argamasa. Después dijeron: «Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos, por si nos desperdigamos por toda la haz de la tierra.» Bajó Yahveh a ver la ciudad y la torre que habían edificado los humanos, y dijo Yahveh: «He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y este es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues, bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo.» Y desde aquel punto los desperdigó Yahveh por toda la faz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel; porque allí embrolló Yahveh el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahveh por toda la faz de la tierra. (Gn 11, 1-9)

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Una torre para llegar a la cúspide de los cielos y hacernos famosos. Vaya. ¿Cuántas torres estamos construyendo para llegar a los cielos por nuestros medios? Quizás demasiadas. Cada torre tiene su arquitecto y su cuadrilla de operarios especializados. Cada torre busca nuevos operarios para hacerse más poderosa y así atraer a los que trabajan en otras torres. Los constructores incluso intentan destruir las torres que le hacen sombra a la suya. Vaya panorama.

Pero ¿Realmente necesitamos torres para llegar a Dios? No. Dios está con nosotros y eso hace innecesario recurrir a los servicios de los renombrados constructores de torres. 

Además, todas las torres terminan igual. Nunca se terminan. Nunca llegan a su destino. Siempre aparecen nuevas lenguas que hacen imposible el trabajo en común. Lenguas que parten de la soberbia y orgullo. Lenguas que nos separan y nos alejan unos de otros. La separación es un síntoma que nos debería hacer reflexionar y conducirnos a un remedio eficaz.

Dios nos ofrece su Espíritu Santo y el don de hablar y ser entendido en las lenguas dispersas. Esto sucedió en el discurso Kerigmático de San Pedro. Todos los que lo oían entendían perfectamente lo que decía. Su lenguaje era la lenguaje de la unidad. El Don de Dios es la unidad… nunca la dispersión.

¿Pedimos suficientemente a Dios que nos ilumine con el don de entendernos? Necesitamos recibir más que nunca el Espíritu Santo. Desgraciadamente nos sobran constructores de torres.

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Señor Jesucristo que dijiste a los apóstoles la paz os dejo mi paz os doy, no mires nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia y conforme a tu palabra concédenos la paz y la unidad.
Amén.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Para entendernos aquí hay que tener buena voluntad siempre, pues a veces las palabras las malentendemos hasta sin querer. Cuesta entenderse pero cuando se consigue es verdaderamente gratificante. Y hay que pedir esa gracia sin descanso como dices en la entrada.

Saludos :)

Miserere mei Domine dijo...

Me pregunto qué Iglesia podemos ser si somos incapaces de tener un lenguaje común. Por eso necesitamos tanto del Espíritu Santo. Sin El y sus Dones, vamos apañados.

Gracias por tu comentario mjbo :)

El Estudiante dijo...

"¿Cuántas torres estamos construyendo para llegar a los cielos por nuestros medios?"

Como bien explicas, con nuestros propios medios no podemos. Cristo es nuestro Mediador, nuestra torre, nuestro camino a Dios.

Miserere mei Domine dijo...

Gracias por tu reflexión Alonso :). Dentro y fuera de la Iglesia, nos creemos capaces de ser la respuesta. Y la Respuesta es Dios.

Un abrazo en Cristo :)

El Estudiante dijo...

Es la vieja herejía pelagiana, que siempre vuelve. Creernos capaces de hacer el bien sin Dios, sin la Gracia, por nosotros solos. Pero ya nos dice el Señor:

Sin Mí no podéis hacer nada (Juan 15, 5)

Un abrazo en Cristo desde María

Mitte dijo...

Y más nos vale que, cuando nos movemos desde la vanidad, la soberbia, el orgullo y el narcisismo, enseguida aparece la confusión de lenguas ¡¡jeje!!

¿Os imagináis que, aun con todas esas cegueras, mantuviéramos la unidad? ¿Que siguiéramos siendo capaces de "hacer cuanto nos propusiéramos" estando tan ayunos de sabiduría?

Se me ponen los pelos de punta...

Abrazos

Miserere mei Domine dijo...

Lo maravilloso es que aún siendo ciegos tenemos una nada despreciable unidad... aunque nos cueste admitirlo :-)))

Solo puedo entenderlo por medio del Espíritu Santo.

Gracias por dejarnos tus reflexiones Mitte. Encantado de leerte :)

Anónimo dijo...

Hola Miserere mei Domine: Un San Giminiano de la fe requiere torres para ver a los demás desde arriba, allí tan alto en soledad. Al Señor lo levantaron poco más de metro y medio del suelo y nos alcanzó el Cielo. A ver ahora, con semejante ejemplo, quién se deja aupar.

Miserere mei Domine dijo...

Las torres del pueblecito toscano se erigieron para dar preeminencia a las familias que las erigían. En otra ciudad italiana, Astí, se destruían las torres de las familias caídas en desgracia :)

Siempre la soberbia nos lleva a tirar hacia arriba y no a mirarnos a nosotros mismo.

Gracias por tu comentario NIP. Es un placer leerte ;)

Mitte dijo...

Jejeje. creo que me entendiste otra cosa... o que aprovechaste mi comentario para hilar otro que me parece profunda y gozosamente cierto.

No me refería a que, "afortunadamente, el orgullo haya hecho que nos dividamos y dispersemos por la tierra", sino a que, afortunadamente, cuando construimos desde esa base, perdemos la comunión y la torre se nos cae sola.

Es el encuentro con Dios, Su búsqueda, la fe, el amor, la entrega, la esperanza... lo que nos une.

Dios poda su árbol para que dé fruto.

Un abrazo.

Miserere mei Domine dijo...

Perdón por descolocar tus palabras Mitte :)

Tienes razón. Se ponen los pelos como escarpias al pensar si las torres fuesen la única herramienta de unión con Dios.

Un abrazo :)

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