domingo, 8 de julio de 2012

Siempre necesitamos el perdón de Dios

El paralítico, incurable, estaba acostado en una camilla. Después de haber agotado el arte de los médicos, llega, traído por los suyos, al único y verdadero médico, el médico venido del cielo. Pero cuando lo pusieron delante de aquel que le podía curar, fue su fe la que atrajo la mirada del Señor. Para demostrar claramente que esta fe destruía el pecado, Jesús dijo inmediatamente: «Tus pecados están perdonados». Quizás alguno me dirá: «Este hombre quería ser curado de su enfermedad ¿por qué Cristo le anuncia la remisión de sus pecados?» Es para que tú aprendas que Dios ve, en el silencio y sin ruido, el corazón del hombre y que contempla los caminos de todos los vivos. En efecto, la Escritura dice: «Los ojos del Señor observan los caminos de los hombres y velan todas sus sendas» (Pr 5,21)...

Sin embargo, cuando Cristo dijo: «Tus pecados están perdonados» dejaba el campo libre para la incredulidad; el perdón de los pecados no se ve con nuestros ojos de carne. Entonces, cuando el paralítico se levanto, puso en evidencia que Cristo posee el poder de Dios. (San Cirilo de Alejandría)

En los evangelios de los días entre semana, se esconden perlas que es difícil dejar pasar sin comentarlas. En este caso traigo el comentario que San Cirilo de Alejandría hace al Evangelio del pasado jueves 5.

¿Cuántas veces Dios perdona nuestros pecados? Tantas como vivamos el sacramento del perdón. Pero este perdón de los pecados es, tal como dice San Cirilo, un campo libre a la incredulidad. ¿Cuántas veces hemos oído que confesarse delante de un hombre es una humillación y una tontería? Muchas.

Si miramos de nuevo al evangelio, veremos que hubo algo en el paralítico que hizo que Cristo realizara un milagro extraordinario delante de los incrédulos. El paralítico tenía una inmensa confianza en Cristo y eso hizo que abriera su corazón al Señor.  «Los ojos del Señor observan los caminos de los hombres y velan todas sus sendas» (Pr 5,21) ¿Tenemos nosotros esa Fe?

Sin duda el paralítico tenía alguna ventaja sobre nosotros. El tuvo al Señor delante de él y oyó sus palabras. Nosotros no, pero eso no nos impide abrir nuestro corazón de igual manera que lo hizo el paralítico. En nuestro caso el milagro no es conseguir que nuestras piernas nos soporten, sino conseguir transformarnos internamente. La pregunta clave es si vamos a confesarnos con esperanza y certeza de que el Señor nos transformará, nos levantará de nuestras infidelidades y errores, para que andemos de Su mano en la vida. Ese milagro también desorientaría y comprometería a los incrédulos, pero ¿permitimos que el Señor nos transforme? ¿Permitimos que el Señor nos transforme en signos de su poder y misericordia?

No es fácil aceptar que el Señor nos transforme, ya que eso conlleva tantas responsabilidades que nos asusta sólo pensarlo. Nos convertiríamos en un signo del Señor y eso es incómodo para nuestra vida actual. ¿Queremos nosotros ser curados de nuestra enfermedad? Quizás sería interesante reflexionar sobre la razón por la que nos confesamos y así empezar a abrir el corazón a Cristo.

Es una realidad que cada vez nos sentimos menos culpables y por lo tanto, menos necesitados de perdón del Señor. Si no sentimos nuestra suciedad, no tendremos la necesidad de lavarnos y Dios será cada vez menos necesario en nuestra vida. Cada vez nos sentimos más capaces de valernos por nosotros mismos. Pero de lo que no somos conscientes es que esto nos lleva a desentendernos de nuestra limpieza corazón y esto produce que cada vez veamos menos a Dios en todos y todo lo que nos rodea. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¿No vemos a Dios? Esto implica que tenemos que limpiar nuestro corazón.

El enemigo sabe actuar para separarnos de Dios. ¿Qué mejor forma de alejarnos que hacernos pensar que no tenemos culpa alguna en nuestra conciencia? Ni siquiera aspiramos a ser curados, porque no sentimos que necesitemos del perdón.

San Agustín nos dice lo siguiente: Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos y no hay verdad en nosotros. Al presente ya está bien vivir sin pecado y el que piense que vive sin pecado no aleja de sí el pecado, sino el perdón. (La Ciudad de Dios 14,9,4)

Quien piense que no peca, lo que hace es alejar de si el perdón, ya que si pensamos que vivimos si pecado, nos estamos engañando. Necesitamos de que Gracia que nos transforma y esta Gracia está presente en el sacramento del perdón.

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