domingo, 28 de octubre de 2012

La Nueva Evangelización es insertarse en el camino evangelizador de la Iglesia

El Señor propone la parábola de la levadura."Lo mismo que la levadura comunica su fuerza invisible a toda la masa, también la fuerza del Evangelio transformará el mundo entero gracias al ministerio de mis apóstoles... No me digas: “¿Qué podemos hacer, nosotros doce miserables pecadores, frente al mundo entero?” Precisamente ésta es la enorme diferencia entre causa y efecto, la victoria de un puñado de hombres frente a la multitud, que demostrará el esplendor de vuestro poder. ¿No es enterrando la levadura en la masa, 'escondiéndola', lo que según el Evangelio, transforma toda la masa? Así, también vosotros, apóstoles míos, mezclándoos con la masa de los pueblos, es como la penetraréis de vuestro espíritu y como triunfaréis sobre vuestros adversarios.

La levadura, desapareciendo en la masa, no pierde su fuerza; al contrario, cambia la naturaleza de toda la masa. De la misma manera, vuestra predicación cambiará a todos los pueblos. Por tanto, confiad "... Es Cristo el que da fuerza a esta levadura..." No le reprochéis, pues, el reducido número de sus discípulos: es la fuerza del mensaje lo que es grande. Basta una chispa para convertir en un incendio algunos pedazos de bosque seco, que rápidamente inflamarán a su alrededor todo el bosque verde. (San Juan Crisóstomo (hacia 345-407), Homilías sobre el evangelio de Mateo, n°46, 2)

Ya están disponibles las conclusiones de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización que se ha tenido lugar en Roma desde hace unas semanas. La Nueva Evangelización es un llamado y una necesidad cada día más urgente, ya que la sociedad occidental, tradicionalmente cristiana, deriva rápidamente hacia una sociedad pagana similar a la precristiana. Nos dice el Sínodo:

Conducir a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro con Él, es una urgencia que aparece en todas las regiones, tanto las de antigua como las de reciente evangelización. En todos los lugares se siente la necesidad de reavivar una fe que corre el riesgo de apagarse en contextos culturales que obstaculizan su enraizamiento personal, su presencia social, la claridad de sus contenidos y sus frutos coherentes. No se trata de comenzar todo de nuevo, sino – con el ánimo apostólico de Pablo, el cual afirma: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1 Cor 9,16) - de insertarse en el largo camino de proclamación del Evangelio que, desde los primeros siglos de la era cristiana hasta el presente, ha recorrido la historia y ha edificado comunidades de creyentes por toda la tierra.

La evangelización no es algo nuevo y desconocido. Es una tarea que la Iglesia ha venido haciendo a través de los siglos de forma constante. La evangelización tampoco se consigue de una sola vez y homogéneamente. La evangelización es un proceso individual y colectivo que conlleva la conversión de cada una de las personas y de las relaciones que las entrelazan y relacionan: la sociedad. Cristo llamaba a la sociedad de su tiempo “el mundo” y nos previno ante el odio que siente cuando se ve transformada. Este proceso de evangelización se asemeja al proceso de conversión de una masa de trigo, en pan. Para ello es necesaria la levadura, que simboliza la acción evangelizadora de todos y cada uno de nosotros: la Iglesia.

Dice el Sínodo que no se trata de comenzar todo de nuevo, ya que a veces creemos que tenemos que reinventar la rueda, con los costes que conlleva reconstruir lo que ya tenemos a nuestra disposición. El enemigo utiliza esta estrategia para desalentarnos y ganar la batalla instigando el desánimo. Nos dice el Sínodo:

Los cambios sociales, culturales, económicos, políticos y religiosos nos llaman, sin embargo, a algo nuevo: a vivir de un modo renovado nuestra experiencia comunitaria de fe y el anuncio, mediante una evangelizaciónnueva en su ardor, en sus métodos, en sus expresiones” (Juan Pablo II, Discurso a la XIX Asamblea del CELAM, Port-au-Prince 9 marzo 1983, n. 3) como dijo Juan Pablo II. Una evangelización dirigida, como nos ha recordado Benedicto XVI, “principalmente a las personas que, habiendo recibido el bautismo, se han alejado de la Iglesia viven sin referencia alguna a la vida cristiana [...], para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que lleva consigo alegría y esperanza para la vida personal, familiar y social”. (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística para la solemne inauguración de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 7 octubre 2012)

Los alejados son el primer objetivo que se nos presenta. Aquellas personas que han tenido contacto con la Iglesia, pero que las condiciones sociales les han conducido a un estado apático y desafectado en su fe. Son como madera seca necesitada de algo que les inflame y las transforme.

La sociedad ha sabido crear barreras considerables a la acción de la Iglesia. Hoy en día todo escándalo eclesial se difunde a la velocidad de la luz, mientras que los millones de actos heroicos que se producen dentro de la Iglesia, no llegan a traspasar el umbral de la puerta.

Como dice San Juan Crisóstomo: “Basta una chispa para convertir en un incendio algunos pedazos de bosque seco”. Pero ¿Qué chispa puede prender en maderas que se mantienen húmedas para que no prendan? Esa es la pregunta que nos tenemos que hacer todos y buscar soluciones creativas que permitan vencer la indiferencia que nos rodea.

Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo su Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad: “Me ha dicho todo lo que he hecho”, cuenta la mujer a sus vecinos. Esta palabra de anuncio - a la que se une la pregunta que abre a la fe: “¿Será Él el Cristo?” - muestra que quien ha recibido la vida nueva del encuentro con Jesús, a su vez no puede hacer menos que convertirse en anunciador de verdad y esperanza para con los demás. La pecadora convertida se convierte en mensajera de salvación y conduce a toda la ciudad hacia Jesús. De la acogida del testimonio la gente pasará después a la experiencia directa del encuentro: “Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo”.

La masa convertida en pan por la levadura, se convierte en masa madre capaz de fermentar más masa de trigo. La postura de Cristo frente a la Samaritana es una estupenda pista. Se acerca a quien sufre y le solicita que sea el sufriente le ayude. Quien sufre se da cuenta que su vida tiene un sentido, ya que le han solicitado ayuda. A partir de la confianza que nace cuando sentimos que somos necesarios, que somos dignos, que significamos algo, es cuando Cristo ofrece la siguiente dimensión. La dimensión simbólica, que no salva por si misma, pero que nos lleva a la salvación, es imprescindible para el ser humano antiguo y actual. Sentirse y saberse levadura es imprescindible para serlo en la realidad.

domingo, 21 de octubre de 2012

Los argumentos de los que rechazan al Espíritu


Que se acaben pues los argumentos de los que rechazan al Espíritu. El Espíritu Santo es uno, derramado por todas partes, iluminando a todos los patriarcas, los profetas y a todo el coro de aquellos que han participado en la redacción de la Ley. Fue él quien inspiró a Juan el Bautista ya desde el seno de su madre; fue, en fin, derramado sobre los apóstoles y todos los creyentes  para que conozcan la verdad que les es dada gratuitamente.

¿Cuál es la acción del Espíritu en nosotros? Escuchemos las palabras del mismo Señor: “Tengo todavía muchas cosas por deciros, pero ahora no las podríais soportar. Os conviene que yo me vaya, porque si me voy os enviaré un defensor, el Espíritu de la verdad que os hará conocer la verdad entera” (Jn 16,7-13). En estas palabras se nos revelan tanto la voluntad del dador, como la naturaleza y el papel a desempeñar de aquel que nos va a dar. Porque nuestra flaqueza no nos permite conocer ni al Padre ni al Hijo; el misterio de la encarnación de Dios es difícil de comprender. El don del Espíritu Santo, que por su intercesión se hace nuestro aliado, nos ilumina…

Ahora bien, este don único que está en Cristo se nos ofrece a todos en plenitud. No falta en ninguna parte, pero se da a cada uno según la medida del deseo del que lo quiere recibir. Este Espíritu Santo permanece en nosotros hasta la consumación de los siglos, es nuestra consolación en la espera, nos es garantía de los bienes de la esperanza que ha de venir, es la luz de nuestros espíritus y el esplendor de nuestras almas. (San Hilario de Poitiers, La Trinidad, 2, 31-35) 
San Hilario de Poitiers nos habla del Defensor, el Paráclito, el Espíritu Santo que Cristo envió a los Apóstoles y que inundó la primera cristiandad. ¿Dónde está el Espíritu hoy en día? Para muchos parece que no existiera y que hubiera desaparecido de la tierra, pero no es así. 
Cristo nos indica se comunicará nos nosotros a través del Espíritu Santo y que esa comunicación será, además, la que nos permita conocer la Verdad y la Voluntad de Dios. Pero ¿Cómo es que no lo tenemos todos los cristianos? San Hilario nos dice que el Espíritu actúa en nosotros en la medida que nosotros le permitimos actuar. Por ejemplo, nos gustaría ser buenos evangelizadores pero nos aterra que nos señalen con un dedo y nos menosprecien. Esto nos hace dar un paso atrás y cerramos las puertas al Espíritu. Entonces aparece un efecto en nuestro corazón: perdemos la Esperanza y nos sentimos incapaces. 

A veces pienso que la desesperanza en la medida de lo cerrado que tenemos el corazón al Espíritu. A le memoria me viene la carta a la Iglesia de Laodicea: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20) 

Dice San Hilario “El don del Espíritu Santo, que por su intercesión se hace nuestro aliado, nos ilumina” Que gran verdad, ya que de otra manera vivimos en la oscuridad causada por nuestro egoísmo y ceguera. Nuestra sociedad es una sociedad cerrada al Espíritu y por lo tanto desesperanzada. Una sociedad que mata a sus propios hijos y los hijos que sobreviven, ya mayores, salen a las calles gritando que quieren quemar a los curas, no es una sociedad feliz. 

Tal vez suene repetitivo, pero una sociedad tan llena de sufrimientos es una sociedad necesitada de Cristo. Nosotros tenemos la misión de acercar a Cristo a tantos sufrientes. Que el Espíritu no ilumine para llevar a cabo esta misión. “Que se acaben pues los argumentos de los que rechazan al Espíritu.

domingo, 14 de octubre de 2012

Cómo y para qué orar. Orígenes y San Agustín nos ayudan.


Me parece que el que se prepara para orar debe antes recogerse y prepararse un poco, para estar más predispuesto, más atento al conjunto de su oración. Debe igualmente alejar de su pensamiento todas las ansiedades y todas las turbaciones, y esforzarse para acordarse de la grandeza de  quién se le acerca, pensar cuan impío es si se presenta ante Dios sin  prestar atención, sin esfuerzo, con una especie de desenfado nocivo, en fin, rechazar todos los pensamientos extraños.

Cuando se va a orar es necesario presentarse, por decirlo de alguna manera, con el alma entre las manos, el espíritu levantado con la mirada puesta en Dios, antes de levantarse apartará el espíritu de la tierra para ofrecerlo al Señor del universo, y por fin, si deseamos que Dios se olvide del mal que hemos cometido contra él mismo, contra los prójimos o contra la recta razón, hemos de dejar todo resentimiento causado por alguna ofensa que creamos haber recibido.

Puesto que son innumerables las actitudes corporales, hemos de preferir sobre todas las demás, aquellas que consisten en extender las manos y aquellas en que elevamos los ojos al cielo, para expresar con el cuerpo actitudes que son imagen de las disposiciones del alma durante la oración, pero las circunstancias pueden llevarnos a veces a orar sentados o incluso acostados. La oración de rodillas es necesaria cuando alguien se acusa ante Dios de sus propios pecados, suplicándole que le cure y que le absuelva. Estar de rodillas es símbolo de este prosternarse y someterse del cual habla Pablo cuando escribe: “Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda la familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15). Esto es arrodillarse espiritualmente, llamado así porque toda criatura adora a Dios en nombre de Jesús y humildemente se somete a él. El apóstol Pablo parece hacer alusión a ello cuando dice: “Que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo” (Fl 2,10). (Orígenes. Tratado sobre la Oración, 31)

La oración es un ejercicio que no es nada sencillo de realizar. Puede parecer fácil y hasta sentirnos llamados a ella, pero no siempre llegamos a materializar el ansia que nos induce a realizarla. Tal vez nos falte preparación, costumbre o simplemente, nuestra voluble voluntad la termina dejando siempre en segundo plano. Nuestra mentalidad moderna y postmoderna, no lleva a primar la acción sobre la oración.

Orígenes no da algunas interesantes pautas para acercarnos a la oración:

  • Recogimiento
  • Alejar el pensamiento de nuestras ansiedades
  • Presentarse con el “alma en las manos”: humildad y contrición
  • Elegir una postura adecuada y coherente.

Pero esto no nos impide orar en cualquier situación cotidiana. Siempre es momento de alabar al Señor, darle gracias o pedirle perdón. Pero ¿Por qué oramos? ¿Qué nos mueve a hacerlo? Leamos lo que nos dice San Agustín

¿Qué necesidad hay de la misma oración, si Dios sabe ya antes lo que necesitamos, a no ser que la misma intención de la oración serena y purifica nuestro corazón y lo hace más apto para recibir los dones divinos que nos son dados espiritualmente? En efecto, Dios no nos oye porque ambicione nuestras plegarias, pues siempre está pronto para darnos su luz no visible, sino inteligible y espiritual; pero nosotros no siempre estamos dispuestos a recibirla, porque estamos inclinados a otras cosas y entenebrecidos por la codicia de los bienes temporales. En la oración acontece la conversión de nuestro corazón a Dios, que está siempre dispuesto a darse a sí mismo, si recibimos lo que nos va dando y en la misma conversión se purifica el ojo interior, al excluir las cosas temporales que se apetecían para que el ojo del corazón sencillo pueda acoger la luz pura que irradia con el poder divino sin ocaso ni mutación alguna y no solo recibirla, sino también permanecer en ella, no solo sin molestia alguna, sino también con gozo inefable, en el cual se realiza verdadera y sinceramente la vida bienaventurada (San Agustín, tratado sobre el Sermón de la Montaña. Libro 2, Cap 2, 14)

Es evidente que Dios no necesita de nuestra oración. El lo sabe todo y conoce lo que acontece en nuestro interior antes que nosotros mismos nos demos cuenta de ello. Si oramos no es para informarle o para pedirle algo que El desconozca. Oramos, como dice San Agustín, por necesidad propia. Oramos para sintonizarnos con la Voluntad de Dios y hacer posible que recibamos lo que Dios nos ofrece. Oramos como ejercicio de conversión, de transformación de nosotros mismos. Por eso es tan importante preparar la oración mediante los consejos que nos da Orígenes. Si somos capaces de separarnos del mundo, dejar nuestros afanes a un lado, encontrar dentro nuestra la humildad y contrición y hacerlo con una postura corporal coherente, estamos empezando a transformarnos. Si esta preparación abre el paso a la Gracia de Dios, entonces empezará a actuar en nosotros.

Pero, toda esta reflexión nos lleva a pensar en el sentido de las oraciones superficiales, repetitivas y aparentes. Aquellas que se hacen para que los demás nos vean y cumplir con el “protocolo” que nos piden realizar. Sin duda, estas oraciones se pueden contemplar desde la parábola del Publicano y Fariseo para darnos cuenta de qué actitud tiene que movernos a orar al Señor.

Quiera el Señor ayudarnos a andar por el camino de la oración, que tanto necesitamos.
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