Me parece que el que se prepara para orar
debe antes recogerse y prepararse un poco, para estar más predispuesto, más
atento al conjunto de su oración. Debe igualmente alejar de su pensamiento
todas las ansiedades y todas las turbaciones, y esforzarse para acordarse de la
grandeza de quién se le acerca, pensar
cuan impío es si se presenta ante Dios sin
prestar atención, sin esfuerzo, con una especie de desenfado nocivo, en
fin, rechazar todos los pensamientos extraños.
Cuando se va a orar es necesario presentarse,
por decirlo de alguna manera, con el alma entre las manos, el espíritu
levantado con la mirada puesta en Dios, antes de levantarse apartará el
espíritu de la tierra para ofrecerlo al Señor del universo, y por fin, si
deseamos que Dios se olvide del mal que hemos cometido contra él mismo, contra
los prójimos o contra la recta razón, hemos de dejar todo resentimiento causado
por alguna ofensa que creamos haber recibido.
Puesto que son innumerables las actitudes
corporales, hemos de preferir sobre todas las demás, aquellas que consisten en
extender las manos y aquellas en que elevamos los ojos al cielo, para expresar
con el cuerpo actitudes que son imagen de las disposiciones del alma durante la
oración, pero las circunstancias pueden llevarnos a veces a orar sentados o
incluso acostados. La oración de rodillas es necesaria cuando alguien se acusa
ante Dios de sus propios pecados, suplicándole que le cure y que le absuelva.
Estar de rodillas es símbolo de este prosternarse y someterse del cual habla
Pablo cuando escribe: “Doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre
toda la familia en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14-15). Esto es arrodillarse
espiritualmente, llamado así porque toda criatura adora a Dios en nombre de
Jesús y humildemente se somete a él. El apóstol Pablo parece hacer alusión a
ello cuando dice: “Que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en
la tierra y en el abismo” (Fl 2,10). (Orígenes. Tratado sobre la
Oración, 31)
La oración es un ejercicio que no es nada sencillo de
realizar. Puede parecer fácil y hasta sentirnos llamados a ella, pero no
siempre llegamos a materializar el ansia que nos induce a realizarla. Tal vez
nos falte preparación, costumbre o simplemente, nuestra voluble voluntad la
termina dejando siempre en segundo plano. Nuestra mentalidad moderna y postmoderna,
no lleva a primar la acción sobre la oración.
Orígenes no da algunas interesantes pautas para acercarnos
a la oración:
- Recogimiento
- Alejar
el pensamiento de nuestras ansiedades
- Presentarse
con el “alma en las manos”: humildad y contrición
- Elegir
una postura adecuada y coherente.
Pero esto no nos impide orar en cualquier situación
cotidiana. Siempre es momento de alabar al Señor, darle gracias o pedirle
perdón. Pero ¿Por qué oramos? ¿Qué nos mueve a hacerlo? Leamos lo que nos dice
San Agustín
¿Qué necesidad hay de la misma oración, si
Dios sabe ya antes lo que necesitamos, a no ser que la misma intención de la
oración serena y purifica nuestro corazón y lo hace más apto para recibir los
dones divinos que nos son dados espiritualmente? En efecto, Dios no nos oye
porque ambicione nuestras plegarias, pues siempre está pronto para darnos su
luz no visible, sino inteligible y espiritual; pero nosotros no siempre
estamos dispuestos a recibirla, porque estamos inclinados a otras cosas y
entenebrecidos por la codicia de los bienes temporales. En la oración
acontece la conversión de nuestro corazón a Dios, que está siempre
dispuesto a darse a sí mismo, si recibimos lo que nos va dando y en la misma
conversión se purifica el ojo interior, al excluir las cosas temporales que se
apetecían para que el ojo del corazón sencillo pueda acoger la luz pura que
irradia con el poder divino sin ocaso ni mutación alguna y no solo recibirla,
sino también permanecer en ella, no solo sin molestia alguna, sino también con
gozo inefable, en el cual se realiza verdadera y sinceramente la vida
bienaventurada (San Agustín, tratado sobre el Sermón de la Montaña. Libro 2,
Cap 2, 14)
Es evidente que Dios no necesita de nuestra oración. El lo
sabe todo y conoce lo que acontece en nuestro interior antes que nosotros
mismos nos demos cuenta de ello. Si oramos no es para informarle o para pedirle
algo que El desconozca. Oramos, como dice San Agustín, por necesidad propia.
Oramos para sintonizarnos con la Voluntad de Dios y hacer posible que recibamos
lo que Dios nos ofrece. Oramos como ejercicio de conversión, de transformación
de nosotros mismos. Por eso es tan importante preparar la oración mediante los
consejos que nos da Orígenes. Si somos capaces de separarnos del mundo, dejar
nuestros afanes a un lado, encontrar dentro nuestra la humildad y contrición y
hacerlo con una postura corporal coherente, estamos empezando a transformarnos.
Si esta preparación abre el paso a la Gracia de Dios, entonces empezará a
actuar en nosotros.
Pero, toda esta reflexión nos lleva a pensar en el sentido
de las oraciones superficiales, repetitivas y aparentes. Aquellas que se hacen
para que los demás nos vean y cumplir con el “protocolo” que nos piden
realizar. Sin duda, estas oraciones se pueden contemplar desde la parábola del
Publicano y Fariseo para darnos cuenta de qué actitud tiene que movernos a orar
al Señor.
Quiera el Señor ayudarnos a andar por el camino de la
oración, que tanto necesitamos.
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