La visión que san Ambrosio nos muestra del la parábola del
Samaritano merece leerse con tranquilidad. Es muy ilustrativa, actual y
cotidiana:
“Un
hombre bajaba de Jerusalén a Jericó.” (Lc 10,30) Jericó es un símbolo de
nuestro mundo donde, después de haber sido expulsado del paraíso, de la
Jerusalén celestial, Adán descendió... No es el cambio de lugar sino de
conducta lo que originó su exilio. ¡Qué cambio!
Aquel Adán que gozaba de felicidad sin inquietud, tan pronto como
descendió a los pecados del mundo, encontró a los ladrones... ¿Quiénes son
estos ladrones sino los ángeles de la noche y de las tinieblas que se disfrazan
a veces de ángeles de luz (2 Cor 11,14)? Empiezan por despojarnos de los
vestidos de la gracia espiritual que habíamos recibido y así nos hieren. Si
guardamos intactos los vestidos que hemos recibido, los golpes de los ladrones
no podrán herirnos. Guárdate, pues, de dejarte despojar, como Adán, privado
de la protección del mandamiento de Dios y desnudo del vestido de la fe.
Por ello le alcanzó la herida mortal que hubiera hecho caer a todo el género
humano, si el Samaritano no hubiese descendido a curar sus heridas.
No es un cualquiera este Samaritano. Aquel
que fue despreciado por el levita y por el sacerdote, no fue despreciado por el
Samaritano que descendía. “Nadie ha subido al cielo a no ser el que vino de
allí, es decir, el Hijo del hombre.” (Jn 3,13) Viendo medio muerto a este
hombre, que nadie antes de él lo había podido curar, se acerca, es decir:
aceptando sufrir con nosotros, se hizo nuestro prójimo y apiadándose de
nosotros se hizo nuestro vecino. (San Ambrosio de Milán.
Comentario sobre el evangelio de Lucas, 7,73)
Ayer estuve reflexionando un rato sobre las parábolas con
que Cristo nos señala la forma en que deberíamos comportarnos y encontré que en
todos los comportamientos existe un nexo común: la apertura. El corazón abierto
que no se deja engañar por las apariencias. Apariencias que son, a menudo,
herramientas de los Ángeles de las tinieblas que nombra San Ambrosio.
Vivimos en un mundo en el que las apariencias lo son todo.
Como en la parábola, encontrarse con un necesitado nos puede llevar a cuatro
actitudes diferentes:
- Ignorancia. Fingimos no verlo. Ojos que
no ven, corazón que no siente. Nos mostramos lejanos, imbuidos en nuestras
propias cosas y desconectados de los demás.
- Rechazo. Nos fastidia que existan
los necesitados y les miramos con cierto desprecio. Pensamos que ellos
mismos deberían se capaces de salir de la necesidad que les atenaza.
- Ligera
empatía.
Sentimos que algo debemos hacer, pero delegamos las acciones en los demás.
Mejor que un “experto” lo haga antes de equivocarnos. Vemos que lo que hay
que solucionar son las apariencias de la necesidad, pero nos cuesta pensar
en la persona que está tras la necesidad.
- Compromiso. Nos bajamos del burro y nos
acercamos a quien lo necesita sin esperar que el necesitado nos acepte o
no. Ante incluso de actuar sobre la necesidad, abrimos el corazón y le
comunicamos que para nosotros él/ella, es lo importante.
San Ambrosio se da cuenta del paralelismo entre el
samaritano y Cristo. El, que es despreciado su propio pueblo es quien da su
vida por nosotros. Primero acercándose a nosotros y mostrándonos que le importamos.
Después regalándose para que el camino de nuestra salvación quedara abierto.
Hay personas que dan más importancia a luchar contra las apariencias de la
necesidad y se olvidan de quien hay detrás de esas necesidades. Practican el
activismo que busca cambiar el mundo cambiando o creando leyes, sin cambiar el
corazón de cada uno de nosotros.
Hay muchos tipos de necesidades y no nos damos cuenta que
cada vez que alguien se acerca a nosotros solicitando tiempo, ser escuchado, un
lugar dentro de un grupo, un poco de amistad y cercanía, está tendido en el
camino tras ser apaleado por los ladrones que nos roban la Gracia de Dios.
A veces, lo fácil es alejarlos, señalando lo que nos separa como barrera infranqueable.
Lo fácil es buscar la ignorancia que nos aleja del compromiso de encontrarnos
con la persona que se acerca a nosotros. Si no es posible echar o alejar a la
persona, nos desagrada tener que tratan con ella y atender a sus
requerimientos. A veces damos un paso y sentimos empatía, lo que nos lleva a
vestir a quien carece de vestido, dar de comer al hambriento y de beber al
sediento. También dejamos que quien se acerca nos hable y sin llegar a
escucharlo. Pero si la Gracia de Dios actúa en nosotros, abrimos el corazón y
atendemos a la persona antes de nada. Después le ayudaremos a salir de la
necesidad que la acongoja, porque no es un desconocido. Se ha convertido en un
amigo, un hermano.
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