La modernidad nos llevó a aceptar como prioritaria la exigencia de Tomás, el Apóstol: “si no veo en sus manos los agujeros de los clavos, y si no meto mis dedos en los agujeros sus clavos, y no meto mi mano en la herida de su constado, no creeré” (Jn 20, 25), es decir: “si no veo no creo”. Esto llevó a muchas personas al ateísmo o al agnosticismo fuerte. Es decir, no aceptaban que la existencia de Dios o no confesaban que no hay pruebas definitorias de su existencia.
La modernidad trajo a la Iglesia una serie de corrientes pelagianas de fuerte influencia marxista, en las que se daba primacía a crear un reino de Dios de tipo político o social y se interpretaban los Evangelios desde un punto de vista social. Se intentaba que el Reino de Dios fuese de este mundo, aunque Cristo mismo hubiera indicado que no lo era. La Iglesia sufrió y sufre todavía estas corrientes, pero la modernidad ha sido sólo un paso previo para encontrarnos con la postmodernidad.
Hoy en día la Iglesia ya no se enfrenta a una increencia o una creencia centrada en la acción social, ya que vamos comprobando que ambas posturas no tienen demasiado recorrido. Hoy en día nos enfrentamos a millones de utopías personales, que no son más que un ramillete de distopías convenientemente disfrazadas de panaceas. Dicho de otra forma, el ser humano nunca podrá ser lo que no es, aunque nos obliguemos a ser lo que no somos. (seguir leyendo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario