martes, 1 de septiembre de 2020

El silencio permite escuchar a Cristo, que es el verdadero y único Maestro

San Pedro Martir invitando al silencio. (Fra Angelico)

Vivimos en la sociedad del ruido. Tenemos ruido de todo tipo: mediático, ambiental, mental, emocional, volitivo, intelectual, relacional, social, etc. Nada es estable, todo cambia según lo que en cada momento interesa. No nos damos tiempo, porque el tiempo no tiene sentido hoy en día. Estamos tan saturados de plazos que cumplir, pero carecemos de tiempo para ser. Todo se ajusta a nuestros intereses. No hay espacio para el diálogo. Todo termina en debate de pasiones e ideologías,  porque el ruido comunicativo nos entumece la capacidad de entendernos. Queremos respuestas rápidas que nos permitan aceptar o rechazar a quien tenemos delante. Lo de menos es entendernos entre nosotros, ya que se prioriza gritar más que el "otro". La amistad desaparece porque imperan las complicidades puntuales. Esto sucede en cualquier entorno social. Abunda incluso entre aquellos que se etiquetan a sí mismos de "tradicionales". El silencio y la humildad no tienen espacio entre nosotros. Lo que nos importa es la fidelidad ideológica de la que hacemos gala. Ya no adoramos a Cristo, sino a las apariencias sociales que tanto valoramos (y adoramos). ¿Dónde ha quedado el humilde silencio que debería ir siempre con nosotros?

Si os mantenéis en silencio, podréis oír. No encuentra lugar para sí la sabiduría donde no existe paciencia. Quien habla soy yo, pero quien os instruye es Dios; yo hablo, pero Dios os enseña. En efecto, no se ha proclamado dichoso a aquel al que enseña el hombre, sino a quien instruyes Tú, Señor. Yo puedo plantar y regar, pero es asunto de Dios el dar el crecimiento (1Co 3,7-11). Quien planta y riega, actúa desde el exterior; quien da el crecimiento enriquece interiormente. ¡Cuán difícil, cuán oscuro, cuán lleno de peligros si no se entiende o se entiende mal es el texto leído de la carta del santo Apóstol ... (San Agustín. Sermón 153, 1)

Creemos que somos quienes creamos la realidad social que nos rodea. Muchas personas viven para enfrentarse, porque creen que son ellos los responsables de cambiar el mundo. Como si Dios no existiera. Como si Dios estuviera tan lejos que no se interesara por nosotros. Como bien indica San Agustín, refiriéndose a un pasaje de San Pablo, nosotros plantamos y regamos, pero es Dios quien hace crecer. Si no crece nada de lo que plantamos y regamos, ¿No será Voluntad de Dios evidenciar que le hemos olvidado? Nada germina cuando se plantan piedras. Nada crece cuando se riega con carbones encendidos. ¿Cómo va a crecer algo si llenamos de ruido nuestro entorno? 

Lo dice claramente San Agustín: La Sabiduría no existe sin paciencia. En la era de la "inmanencia comunicativa inmediata" no queda espacio para el silencio, la paciencia o la humildad. ¿Humildad? Pero si todos nos presentamos a nostros mismos como "maestros" y "soberanos". Maestros y soberados de la loseta donde estamos de pié en cada momento. Creemos y queremos ser los más grandes y sabios de la loseta que reclamamos en propiedad. El marketing nos enseña cómo hacer ruido para atraer engañando con todo tipo de simulacros. Necesitamos que las gentes nos miren un segundo y así sentirnos maestros de quienes hemos llamado su atención. Después nos preguntamos la razón por la que la humanidad parece sorda. El ruido socio-comunicativo nos convierte en sordos apáticos. ¿Crecerá algo regando con carbón encendido y plantando piedras? ¿Para qué queremos ser maestros sí el único verdadero Maestro es Cristo?

Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, Cristo, y todos vosotros sois hermanos. [...] Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, Cristo. (Mt 23, 8-12)

Volvamos al texto de San Pablo al que se refiere San Agustín [1]. Cada uno de nosotros debe trabajar en la viña del Señor humildemente. En la medida que lo que construimos sea por Voluntad de Dios, germinará. En la medida que nuestros esfuerzos generen discordias, maltrato, indiferencia, desprecio, estamos destruyendo, no construyendo. "Si el Señor no edifica la casa, En vano trabajan los que la edifican" (Sl 127, 1). Si nada crece, no conseguiremos mejorarlo haciendo más ruido. Ruido que sólo genera dolor e indiferencia.

Las jerarquías humanas son herramientas que deben servir a Dios en silencio, humildad, discreción y caridad. Las estructuras sociales que germinan y crecen, parten de semillas de humilde fraternidad entre nosotros. Fraternidad de bautizados que trabajamos unidos en aquello que la Voluntad de Dios hace crecer. Olvidemos los escalafones creados para que podamos elevarnos sobre los demás. En estos tiempos de pandemia y lejanía social, nos damos cuenta del desamparo en el que nos hemos acostumbrado a vivir. Tenemos los mejores medios de comunicación y al mismo tiempo la soledad nos carcome. ¿Qué nos hace tener miedo y atacar para creernos más seguros?

Silencio. Busquemos la discreción humilde que nos permite servir a Cristo. Sólo en silencio, podremos escuchar al Maestro y aprender de Él.


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[1] Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. Y el que planta y el que riega son una misma cosa; aunque cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor. Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios. Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como sabio arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo (1Co 3,7-11)


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