En el universo, los paradigmas que actúan a manera de cemento sobre los que se sostiene la realidad. Las leyes universales se desdoblan en infinidad leyes particulares que actúan de forma similar, aunque lo hagan sobre naturalezas diferentes. Por nuestra parte, los seres humanos entendemos el universo como cosmos (Orden) gracias que somos capaces de reconocer y utilizar estos paradigmas, ya sea de forma consciente o intuitiva.
Me propongo introducirme en uno de estos paradigmas universales que se particulariza dentro de nuestra religión en binomio inseparable: mensaje y misterio. Estos dos elementos permiten reconocer una estructura externa sólida que permite guardar un contenido de gran valor, aislándolo del exterior. Parte interna o contenido, considerados por separado, carecen de sentido. Esto sucede de manera similar a un vaso, cuya estructura externa es la que permite definir una cavidad vacía. El vacío que deja la externalidad del vaso es lo que permite contener un líquido. El sentido del vaso es contener y por ello se reconoce como tal y se diferencia de otros recipientes. Un vaso destinado a permanecer vacío carece de sentido. De igual forma carece de sentido que vertamos vino sobre la mesa sin nada que lo pueda retener y permitirnos beber.
De manera análoga, el mensaje cristiano permite sostener el misterio inherente. Si nos olvidamos del misterio, el mensaje deja de tener sentido. Si nos olvidamos del mensaje, el misterio se perdería ante su incapacidad de proyectarse en la realidad.
Decía San Ambrosio de Milán en su Tratado de Misterios:
Abrid, pues, vuestros oídos y percibid el buen olor de vida eterna que exhalan en vosotros los sacramentos. Esto es lo que significábamos cuando, al celebrar el rito de la apertura, decíamos: «Effetá», esto es: «Ábrete», para que, al llegar el momento del bautismo, entendierais lo que se os preguntaba y la obligación de recordar lo que habíais respondido. Este mismo rito empleó Cristo, como leemos en el Evangelio, al curar al sordomudo. (…) Después de esto, se te abrieron las puertas del Santo de los Santos, entraste en el lugar destinado a la regeneración. (San Ambrosio de Milán, Tratado de Misterios I,3-5)
Detrás del mensaje está el misterio, siendo el misterio el que da consistencia y coherencia a la estructura mensaje. El misterio da validez eterna al mensaje y permite que sea entendido por cada generación de forma similar a la anterior.
Hoy en día, los cristianos en general, estamos muy preocupados por el mensaje y su acción sobre la realidad. Nos preocupamos por dar propiciar que el Reino de Dios se manifieste. Pero el Reino de Dios nos es solo la acción del mensaje cristiano sobre la realidad; es la presencia misteriosa de Dios entre nosotros obrando y transformando el mundo:
Los fariseos le preguntaron cuándo llegaría el Reino de Dios. Él les respondió: "El Reino de Dios no viene ostensiblemente, y no se podrá decir: "Está aquí" o "Está allí". Porque el Reino de Dios está entre vosotros". (Lc 17, 20-21)
Pero ¿Quién o qué está entre nosotros? El propio Jesús está entre nosotros cuando dos o más nos unimos en su nombre (Mt 18,20).
¿Qué pasa si el mensaje toma protagonismo tal que se olvida o desprecia el misterio? Las obras que hagamos de forma individual o colectiva será únicamente obra humana… pronta a corromperse y destruirse. El mensaje puede ser trucado, robado o pervertido con tal facilidad que se vuelve contra nosotros mismos en forma de críticas e insidias destructivas. Entonces se derrumban las acciones y proyectos que creíamos sólidos como la roca. ¿Por qué? Porque nos hemos olvidado que Dios es quien cohesiona y sustenta con la sacralidad las obras que provienen de la misma. Cuando vemos derrumbarse las obras nos cuestionamos si el mensaje es realmente válido y si no es posible actuar de manera más efectiva fuera de la propia Iglesia. En resumen, el desánimo y dudas se apoderan de nosotros.
¿Qué pasa si el individuo toma el protagonismo tal, que se desprecia la comunidad? De nuevo se destruye el vínculo sagrado que define Cristo sin lugar a dudas: “… donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Sin comunidad y sin acción comunitaria perdemos rápidamente la brújula y empezamos a ser nosotros los protagonistas de la película. Ya no nos hace falta la comunidad de creyentes para llevar adelante nuestro proyecto. Pero no somos eternos y somos volubles. Lo que hoy es nuestro objetivo vital, mañana no lo es… y entonces lo construido de cae en pedazos.
Hoy en día tendemos a despreciar el Misterio y a desvalorizar la comunidad. Vemos en ambos ataduras y restricciones inadmisibles, por lo que nos sentimos más cómodos solos actuando con pragmatismo. Tal vez tengamos que reflexionar sobre el asunto y volver sobre nuestros pasos al momento en que rompimos el vínculo sagrado que nos une a Dios.
Me propongo introducirme en uno de estos paradigmas universales que se particulariza dentro de nuestra religión en binomio inseparable: mensaje y misterio. Estos dos elementos permiten reconocer una estructura externa sólida que permite guardar un contenido de gran valor, aislándolo del exterior. Parte interna o contenido, considerados por separado, carecen de sentido. Esto sucede de manera similar a un vaso, cuya estructura externa es la que permite definir una cavidad vacía. El vacío que deja la externalidad del vaso es lo que permite contener un líquido. El sentido del vaso es contener y por ello se reconoce como tal y se diferencia de otros recipientes. Un vaso destinado a permanecer vacío carece de sentido. De igual forma carece de sentido que vertamos vino sobre la mesa sin nada que lo pueda retener y permitirnos beber.
De manera análoga, el mensaje cristiano permite sostener el misterio inherente. Si nos olvidamos del misterio, el mensaje deja de tener sentido. Si nos olvidamos del mensaje, el misterio se perdería ante su incapacidad de proyectarse en la realidad.
Decía San Ambrosio de Milán en su Tratado de Misterios:
Abrid, pues, vuestros oídos y percibid el buen olor de vida eterna que exhalan en vosotros los sacramentos. Esto es lo que significábamos cuando, al celebrar el rito de la apertura, decíamos: «Effetá», esto es: «Ábrete», para que, al llegar el momento del bautismo, entendierais lo que se os preguntaba y la obligación de recordar lo que habíais respondido. Este mismo rito empleó Cristo, como leemos en el Evangelio, al curar al sordomudo. (…) Después de esto, se te abrieron las puertas del Santo de los Santos, entraste en el lugar destinado a la regeneración. (San Ambrosio de Milán, Tratado de Misterios I,3-5)
Detrás del mensaje está el misterio, siendo el misterio el que da consistencia y coherencia a la estructura mensaje. El misterio da validez eterna al mensaje y permite que sea entendido por cada generación de forma similar a la anterior.
Hoy en día, los cristianos en general, estamos muy preocupados por el mensaje y su acción sobre la realidad. Nos preocupamos por dar propiciar que el Reino de Dios se manifieste. Pero el Reino de Dios nos es solo la acción del mensaje cristiano sobre la realidad; es la presencia misteriosa de Dios entre nosotros obrando y transformando el mundo:
Los fariseos le preguntaron cuándo llegaría el Reino de Dios. Él les respondió: "El Reino de Dios no viene ostensiblemente, y no se podrá decir: "Está aquí" o "Está allí". Porque el Reino de Dios está entre vosotros". (Lc 17, 20-21)
Pero ¿Quién o qué está entre nosotros? El propio Jesús está entre nosotros cuando dos o más nos unimos en su nombre (Mt 18,20).
¿Qué pasa si el mensaje toma protagonismo tal que se olvida o desprecia el misterio? Las obras que hagamos de forma individual o colectiva será únicamente obra humana… pronta a corromperse y destruirse. El mensaje puede ser trucado, robado o pervertido con tal facilidad que se vuelve contra nosotros mismos en forma de críticas e insidias destructivas. Entonces se derrumban las acciones y proyectos que creíamos sólidos como la roca. ¿Por qué? Porque nos hemos olvidado que Dios es quien cohesiona y sustenta con la sacralidad las obras que provienen de la misma. Cuando vemos derrumbarse las obras nos cuestionamos si el mensaje es realmente válido y si no es posible actuar de manera más efectiva fuera de la propia Iglesia. En resumen, el desánimo y dudas se apoderan de nosotros.
¿Qué pasa si el individuo toma el protagonismo tal, que se desprecia la comunidad? De nuevo se destruye el vínculo sagrado que define Cristo sin lugar a dudas: “… donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Sin comunidad y sin acción comunitaria perdemos rápidamente la brújula y empezamos a ser nosotros los protagonistas de la película. Ya no nos hace falta la comunidad de creyentes para llevar adelante nuestro proyecto. Pero no somos eternos y somos volubles. Lo que hoy es nuestro objetivo vital, mañana no lo es… y entonces lo construido de cae en pedazos.
Hoy en día tendemos a despreciar el Misterio y a desvalorizar la comunidad. Vemos en ambos ataduras y restricciones inadmisibles, por lo que nos sentimos más cómodos solos actuando con pragmatismo. Tal vez tengamos que reflexionar sobre el asunto y volver sobre nuestros pasos al momento en que rompimos el vínculo sagrado que nos une a Dios.