Cristo nos pide dos cosas: condenar nuestros pecados y perdonar los de los otros; hacer la primera cosa a causa de la segunda, que así será más fácil, porque el que se acuerda de sus pecados será menos severo hacia su compañero de miseria. Y perdonar no sólo de palabra, sino desde el fondo del corazón, para no volver contra nosotros mismos el hierro con el cual queremos perforar a los otros. ¿Qué mal puede hacerte tu enemigo que sea comparable al que tú mismo te haces con tu acritud?...
Considera, pues, cuantas ventajas sacas si sabes soportar humildemente y con dulzura una injuria. Primeramente mereces –y es lo más importante- el perdón de tus pecados. Además te ejercitas a la paciencia y a la valentía. En tercer lugar, adquieres la dulzura y la caridad, porque el que es incapaz de enfadarse contra los que le han disgustado, será mucho más caritativo aún con los que le aman. En cuarto lugar arrancas de raíz la cólera de tu corazón, lo cual es un bien sin igual. El libera su alma de la cólera, evidentemente arranca de ella la tristeza: no gastará su vida en penas y vanas inquietudes. Así es que, odiando a los otros nos castigamos a nosotros mismos; amándolos nos hacemos el bien a nosotros mismos. Por otra parte, todos te venerarán, incluso tus enemigos, aunque sean los demonios. Mucho mejor, comportándote así ya no tendrás más enemigos. (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, nº 61)
-oOo-
Señor, ten paciencia conmigo. No es fácil aceptar que nuestros hermanos se vuelvan contra nosotros y que nos causen daño. Tras el dolor del daño causado, sólo podemos recogernos y acogernos a Cristo. Esperar que Él nos ayude a aceptar sin reproche el daño ajeno. Sólo El puede curar la herida que escuece cada vez que la tocamos.
Lo más triste del daño causado es el alejamiento y la desesperanza que encontramos en el resentimiento. ¿Quién sino Dios mismo puede comprender nuestro dolor? Pongamos el dolor como ofrenda de paz y dejemos que Dios nos devuelva la Esperanza.