Escuchad, todos los pueblos; escuchad,
naciones esparcidas sobre la superficie de la tierra; prestad atención, tribus
y razas diversas (cf. Ap 7,9), vosotros todos los que os creéis abandonados e
incluso pensáis que todavía sois despreciables; escuchad y alegraos: vuestro
Creador no os ha olvidado. No ha querido que por más tiempo su cólera
retuviera sus misericordias; ahora, en su gran bondad quiere no sólo salvar al
pequeño número que son los judíos, sino a toda esta innumerable multitud que
sois vosotros. Escuchad al santo profeta Isaías...: «Aquel día la raíz de Jesé
se erguirá como enseña de los pueblos» (11,10)...
Como el mismo Jesús lo atestigua, él es aquel
que «Dios, el Padre, ha marcado con su sello», para que sea un signo.
Pero ¿un signo para qué? Para que exaltado en lo alto del estandarte de la
cruz, como lo fue la serpiente de bronce levantada en medio del campamento
(Nm 21), él mismo haga que la mirada no sólo del pueblo judío, sino del
universo entero se vuelva hacia él, y por su muerte en cruz atraiga el corazón
de todos los hombres. Y enseñará a todos a poner en solo él toda su esperanza.
Curando todas sus debilidades, perdonando todos sus pecados, abriendo a todos
el Reino de los cielos cerrado desde hacía mucho tiempo, le enseñará que es él
mismo «el que había de ser enviado..., el que esperaban las naciones» (Gn 49,10
Vulg). Fue él mismo quien levantó este signo para todos los pueblos a fin de
«reunir a los dispersos de Israel, y agrupar a los desperdigados de Judá de los
cuatro puntos» (Is 11,12). (Pedro el Venerable (1092-1156), abad de
Cluny. Sermón sobre la alabanza del Santo Sepulcro)
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Tomo un fragmento del evangelio de hoy domingo: “Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció
en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Atónitos
y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: "¿Por
qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y
mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni
huesos, como ven que yo tengo". Y
diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies.”(Lc 24, 35-27)
¿Por qué tememos al Señor? ¿Que es lo que nos asusta de
Él? Quizás nuestras dudas, comodidades y rutinas. ¿Qué mal nos puede causar su presencia? ¿Por qué nos escondemos de Él?
Adan y Eva, tras comer del fruto prohibido se escondían de
Dios. Dios les pregunto " ¿Porque os
escondéis? Habéis desobedecido mis órdenes y habéis probado el fruto del árbol
prohibido"
¿Nos sucede a nosotros lo mismo? ¿Esperamos del Señor que
nos condene y nos haga daño? ¿Qué nos hace dudar del Señor? ¿Dudamos el Signo
de Dios que es Cristo?
Hay algo en la Luz que nos hace cerrar los ojos y
separarnos de ella. Sobre todo cuando vivimos en la oscuridad y se presenta
delante de nosotros sin esperarla. La Luz que repele la oscuridad es capaz de
mostrar lo que llevamos en nuestro interior y eso duele. Duele por el pecado
que portamos en nosotros y que evidencia nuestra naturaleza caida.
¿Dónde escondernos de la Luz? Es imposible. Por eso los
Apóstoles se turbaron y tuvieron dudas. ¿No habían sufrido suficiente para
tener que seguir padeciendo? Pero Cristo es aquel que hará que la mirada no sólo del pueblo judío, sino del universo
entero se vuelva hacia él, y por su muerte en cruz atraiga el corazón de todos
los hombres. Y enseñará a todos a poner en solo él toda su esperanza.
Ante nuestra incapacidad y falta de mérito se presentará Curando todas [nuestras] debilidades, perdonando todos [nuestros] pecados, abriendo a todos el Reino de los cielos cerrado
desde hacía mucho tiempo, [nos] enseñará que es él mismo «el que había de ser
enviado..., el que esperaban las naciones.
Por eso podemos estar alegres y contentes porque nosotros
que nos creemos olvidados y abandonados e incluso nos sabemos despreciables
oiremos que nuestro Creador no
os ha olvidado.
No ha querido que por más tiempo su cólera
retuviera sus misericordias; ahora, en su gran bondad quiere no sólo salvar al
pequeño número que son los judíos, sino a toda esta innumerable multitud que
sois vosotros.
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