Todos los fieles y buenos cristianos, pero
sobre todo los mártires gloriosos, pueden decir: «Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros?» (Rm 8,31). Era contra ellos que se amotinaban las
naciones, los pueblos planeaban un fracaso y los príncipes conspiraban (Sl 2,1);
se inventaban nuevos tormentos e imaginaban increíbles suplicios contra ellos. Se
les llenaba de oprobios y acusaciones mentirosas, se les encerraba en calabozos
insoportables, labraban sus carnes con uñas de hierro, se les mataba a golpes
de espada, eran expuestos a las bestias, se les quemaba vivos, y estos mártires
exclamaban: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»
El mundo entero está contra vosotros y aún
decís: «¿Quién estará contra nosotros?» Pero los mártires nos responden: «¿Qué
es para nosotros este mundo entero siendo así que morimos por aquél por quien
el mundo ha sido hecho?» Que lo digan, pues, y lo repitan los mártires y
nosotros escuchemos y digamos con ellos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros?» Pueden desencadenar su furia contra nosotros, pueden
injuriarnos, acusarnos injustamente, colmarnos de calumnias; pueden no sólo
matar sino incluso torturar. ¿Qué harán los mártires? Repetirán: «Dios es mi
auxilio, el Señor sostiene mi vida» (Sl 53,6)... Entonces, si el Señor sostiene
mi vida, ¿qué daño puede hacerme el mundo ?... Es él quien recuperará mi cuerpo...
«Todos mis cabellos están contados» (Lc 12,7)... Digamos, pues, con fe, con
esperanza, con un corazón ardiendo de caridad: «Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros?» (San Agustín Sermón 334)
Este texto de San Agustín nos recuerda la tensión que
vivimos todos los cristianos al estar en el mundo y desear el Reino. Pero
no siempre tenemos las cosas tan claras. A veces preferimos el mundo y dejamos
el Reino para cuando muramos. Pero Cristo nos dijo que el mundo nos odiará como
le odió a Él. ¿Realmente nos sentimos ciudadanos del Reino y lo anhelamos? ¿Realmente sentimos el odio del mundo? La
Carta a Diogneto es tajante en cuento a nuestra ciudadanía celestial.
Pero ¿Qué es el mundo? El mundo es la sociedad como poder
que nos distancia de Dios y de su Voluntad. El mundo es la sociedad que nos
ofrece la aparente saciedad de nuestros deseos, olvidando a Dios. Al igual que
los israelitas que esperaban a Moisés, desesperaron y decidieron crear el
becerro de oro. El mundo nos dice que no esperemos más, que saciemos nuestras
ansias saturando lo sentidos y embotando nuestra mente. El Reino nos dice que
esperemos a saciar nuestros anhelos por medio del Espíritu.
El mundo nos ofrece la inmediatez y el Reino la espera. ¿Cómo
puede una espera saciar nuestros anhelos? Debería ser al revés. Evidentemente
los santos son la prueba de que la espera, cuando tienen sentido, es Esperanza.
La Esperanza sacia si procede del Espíritu, pero se desvanece si proviene de lo
material.
La espera llena de Esperanza nos transporta a la comprensión
del sacrificio. Sacrum facere, hacerse sagrado. Hacerse medio por el que Dios
se comunica a los demás. La Espera conlleva sacrificio y el sacrificio es por
si mismo una manera de evangelización. El sacrificio nos abre la puerta a ser
testigos vivos del Señor.
No, no hace falta salir a las calles con un látigo. Con
vivir en sintonía con la Voluntad de Dios y hacerlo con la Esperanza que nos
dona el Espíritu, es más que suficiente. ¿Bonito? Mucho, pero rara vez conseguimos estar en gracia mucho tiempo.
¿Qué sucede si somos incapaces de separarnos del
mundo? Nos da vergüenza decir que somos cristianos y procuramos que no se nos
note demasiado. Yo diría que no nada más que lo que le
sucedió a Pedro a negar tres veces de Cristo.
Ese Pedro incapaz, limitado, temeroso, se volvió a
encontrar con Cristo en la orilla del mar de Galilea. Allí Cristo le preguntó
tres veces si le amaba y Pedro sólo pudo decir que le quería. ¿Otro fracaso? No, nada de eso.
El mismo Pedro fue el que salió a la plaza y lanzó el
discurso del Kerigma. ¿Qué le sucedió a Pedro? Evidentemente, fue el Espíritu
quien lo desató de las cadenas del miedo y le convirtió. A San Pablo le sucedió
algo similar. Tras ver a Cristo camino de Damasco, fue otra persona.
¿Vamos ser nosotros
más que San Pedro y San Pablo? Me temo que a duras penas nos parecemos a como
eran ellos antes de recibir el Espíritu. Esperemos nuestro Pentecostés. ¿Por qué no?
Roguemos a Dios por ello.
1 comentario:
Te deseo feliz domingo de Fátima saludos desde…
Abstracción textos y Reflexión.
Publicar un comentario