Volvamos al tema de la unidad y la hermandad de nuestras comunidades y de la Iglesia en general. No cabe
duda que el Espíritu Santo, el Consolador, el Paráclito nos hermana y nos une.
A veces esta unidad se desarrolla de una forma que no es fácilmente
comprensible, ya que es un misterio que nos rebasa en todos los sentidos.
Nacemos como seres individuales, aunque anhelamos ser parte de algo superior a
nosotros mismos. De igual forma, sentimos miedo a perder nuestra independencia
y particularidades personales. Si primamos nuestra individualidad, nos volvemos
solitarios y recelosos. Si primamos nuestro instinto gregario, perdemos nuestra
personalidad y nos convertimos en seres manipulables, esclavizados y tristes. En
ambas situaciones perdemos nuestro sentido como seres humanos. Dios quiere
para nosotros una dimensión diferente que reúna libertad e interdependencia y
que potencie ambas para que nuestra naturaleza se perfeccione. Como siempre, en
este tipo de misterios, la Gracia de Dios se hace imprescindible.
El Papa
Francisco, en la Homilía que pronunció por la Vigilia de la Víspera de la
Solemnidad de Pentecostés trató el tema:
“El Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el
Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su
acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu
de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En
la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. ”
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