Tras una
semana de la finalización del Sínodo de Familia es interesante volver la vista
atrás, para hacer balance y sacar conclusiones. El Papa Francisco ha señalado
las tentaciones que ha detectado durante el proceso:
La tentación del endurecimiento hostil, esto
es el querer cerrarse dentro de lo escrito (la letra) y no dejarse sorprender
por Dios, por el Dios de las sorpresas (el espíritu); dentro de la ley, dentro
de la certeza de lo que conocemos y no de lo que debemos todavía aprender y
alcanzar. Es la tentación de los celosos, de los escrupulosos, de los
apresurados, de los así llamados "tradicionalistas" y también de los
intelectualistas.
La tentación del “buenismo” destructivo, que
en nombre de una misericordia engañosa venda las heridas sin primero curarlas y
medicarlas; que trata los síntomas y no las causa ni las raíces. Es la
tentación de los "buenistas", de los temerosos y también de los así
llamados “progresistas y liberalistas”.
La tentación de transformar la piedra en pan
para terminar el largo ayuno, pesado y doloroso (Cf. Lc 4, 1-4) y también de transformar
el pan en piedra, y tirarla contra los pecadores, los débiles y los
enfermos (Cf. Jn 8,7) de transformarla en “fardos insoportables” (Lc 10,27).
La tentación de descender de la cruz para
contentar a la gente, y no permanecer, para cumplir la voluntad del Padre;
de ceder al espíritu mundano en vez de purificarlo e inclinarlo al Espíritu de
Dios.
La tentación de descuidar el “depositum fidei”,
considerándose no custodios, sino propietarios y patrones, o por otra parte, la
tentación de descuidar la realidad utilizando ¡una lengua minuciosa y un
lenguaje pomposo para decir tantas cosas y no decir nada!
En estos
días he leído multitud de análisis que se centran en uno o dos, de estas
tentaciones, olvidando las demás. Podemos resumir las tentaciones en la
tentación de ajustar la praxis eclesial, a las diferentes sensibilidades y
carismas que poseemos. Es decir, la tentación de convertir la Iglesia en la
iglesita de mis deseos. Desde quienes se cierran en la letra vacía de vida,
hasta quienes desechan la santidad como única solución a nuestros sufrimientos.
El fin
de la Iglesia es misionar y proclamar el Evangelio, dentro y fuera de sí misma.
Todos necesitamos conversión, tanto si estamos integrados en la Iglesia, como
si estamos alejados o fuera de ella. El fin
último de cada uno de nosotros, es que el Señor nos haga santos a través de su
Gracia. Por ello la misión es esencial como Iglesia y la Verdad es la luz que
nos guía en el camino. (Seguir leyendo)