¿Quién era, precisamente el que debía dar testimonio de la Luz? Éste
Juan era un ser remarcable, un hombre de un gran mérito, de una gracia
eminente, de una gran elevación. Admírale, pero como se admira un monte: el
monte queda en tinieblas mientras no viene la luz a envolverle: «Este hombre no
era la Luz». No confundas el monte con la luz; no choques contra él en lugar
de encontrar en él una ayuda.
¿Pues qué es lo que hay que admirar? El monte, pero como monte.
Elévate hasta aquel que ilumina este monte que se levanta para ser el primero
en recibir los rayos del sol y así podértelos mandar a tus ojos... También de
nuestros ojos se dice que son unas luces, y sin embargo si no se enciende una
lámpara por la noche o si no se levanta el sol durante el día, en vano se abren
nuestros ojos. El mismo Juan estaba en tinieblas antes de ser iluminado;
sólo llegó a ser luz a través de esta iluminación. Si no hubiera recibido
los rayos de la Luz hubiera quedado en tinieblas igual que los demás...
Y la misma Luz, ¿dónde está? ¿«la luz verdadera que ilumina a todo
hombre que viene a este mundo»? (Jn 1,9). Si ilumina a todo hombre, ilumina
también a Juan a través de quien quería ser manifestado... Venía para las
inteligencias enfermas, para los corazones heridos, para las almas de ojos
enfermos..., gentes incapaces de verle directamente. Cubrió a Juan con sus
rayos. Proclamando que él mismo había sido iluminado, Juan hizo conocer a Aquel
que ilumina, a Aquel que alumbra, a Aquel que es la fuente de todo don. (San Agustín. Sermones sobre el evangelio de
san Juan, nº 2, 5-7)
Hace
pocos días leí un interesante artículo sobre la necesidad que tenemos de
segundas redenciones. Parece que la redención se nos queda corta o no nos
resulta cómoda de aceptar. Los santos son montes que nos invitan a subir por
ellos, no a quedarnos mirando su magnificencia desde el valle. El objetivo
nunca es la persona santa, sino llegar también a la santidad. Para acercarnos
más fácilmente a Dios, necesitamos los “montes” que el mismo Dios nos ha dado.
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