El evangelio de hoy nos muestra a Juan el Bautista
que predica en el desierto: “Una voz grita en el
desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. ¿Qué
prediga? La Esperanza que parte del amor incondicional de Dios. Esperanza
que nos hace gritar de júbilo, porque sabemos que el Señor nos ama
infinitamente. Esperanza que se sostiene en la sólida roca de la fe. Dios
nos ama, con tal fuerza, que envió a su propio Hijo a morir por nosotros.
Es más, Dios ha revelado que su amor
hacia el hombre, hacia cada uno de nosotros, es sin medida: en la Cruz,
Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nos muestra en el modo más
luminoso hasta qué punto llega este amor, hasta el don de sí mismo, hasta el
sacrificio total. Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios
desciende hasta el fondo de nuestra humanidad para volver a llevarla a Él, para
elevarla a su alteza. La fe es creer en este amor de Dios que no decae
frente a la maldad del hombre, frente al mal y la muerte, sino que es capaz de
transformar toda forma de esclavitud, donando la posibilidad de la
salvación. Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios, que me
sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible que no sólo
aspira a la eternidad, sino que la dona; es confiarme a Dios con la actitud
del niño, quien sabe bien que todas sus dificultades, todos sus problemas están
asegurados en el «tú» de la madre. Y esta posibilidad de salvación a través de
la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres. (Benedicto
XVI. Audiencia general. 24 de octubre de 2012)
El viernes, en una reunión de matrimonios católicos,
nos preguntamos por la razón de la desesperanza que existe en el mundo. ¿Por
qué hay tantas personas que viven la Navidad con tristeza? La respuesta tiene
que ver con los seres queridos que han muerto y no tenemos esperanza de volver
a ver. (Seguir leyendo)
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