Hace unos días escribía sobre la cadena del pecado y sus
consecuencias en el atentado de Charlie Hebdo, pero la cadena del pecado no
sólo produce grandes asesinatos y crímenes. La cadena del pecado es tan
cotidiana como nuestra propia vida. Nos lleva a dañar a los demás con la escusa
de que, a su vez, nosotros hemos sido heridos anteriormente. Dentro de la
Iglesia, esta cadena produce muchos sufrimientos, ya que evidencia que los
fieles no somos tan pecadores como cualquier otro. La diferencia es que sabemos
quien puede curar el dolor y ayudarnos a romper la cadena: Cristo. San
Ambrosio de Milán nos habla de cómo la Gracia de Dios transforma el hombre
viejo en el hombre nuevo. El ser humano herido y desesperado se transforma
en el ser humano sano y esperanzado. Para ello nos comenta la conversión de San
Pablo:
Ya no me comporto como un publicano, decía;
ya no soy el viejo Leví; me he despojado de Leví revistiéndome de Cristo. Huyó
de mi vida primera; sólo quiero seguirte a ti, Señor Jesús, que curas mis
heridas. ¿Quién me separará del amor de Dios que hay en ti? ¿La tribulación? ¿La
angustia? ¿El hambre? (Rm 8,35). Estoy unido a ti por la fe como si fuera con
clavos, me has sujetado con las buenas trabas del amor. Todos tus mandatos
serán como un apósito que llevaré aplicado sobre mi herida; el remedio muerde,
pero quita la infección de la úlcera. Corta, Señor, con tu espada poderosa
la podredumbre de mis pecados; ven pronto a cortar las pasiones escondidas,
secretas, variadas. Purifica cualquier infección con el baño nuevo." (Seguir leyendo)
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