sábado, 2 de marzo de 2024

Oremos para ver más allá de nosotros mismos.

Leamos un texto del maravilloso libro, El Iconostasio, de Pavel Florensky:

Lo mismo ocurre con los iconos: son representaciones visibles de espectáculos misteriosos y sobrenaturales», según la definición de san Dionisio Areopagita. El icono es siempre más de lo que él mismo es, cuando es una visión celestial; o menos, si el icono no le abre a una conciencia el mundo suprasensible, en cuyo caso solo se le puede llamar una tabla pintada. 

Es profundamente falsa esa corriente contemporánea según la cual el arte de los iconos se debe entender como un arte antiguo, como pintura. Es falsa sobre todo porque en ese caso se le niega a la pintura su fuerza particular: también la pintura en general es o bien más o bien menos que sí misma. Toda pintura tiene la finalidad de llevar al espectador, más allá del límite de los colores y de la tela perceptibles por los sentidos, a una determinada realidad. Y entonces la obra pictórica tiene en común con todos los símbolos en general su característica ontológica básica: ser aquello que simbolizan. Pero si el pintor no ha conseguido alcanzar sus objetivos, tanto en general como en el caso de un espectador en concreto, y la obra no conduce más allá de si misma a ningún lugar, entonces no se puede ni siquiera hablar de ella como de una obra de arte. En este caso decimos que no son más que garabatos, un fracaso, y cosas por el estilo. 

Ahora bien, el icono tiene como fin conducir la conciencia al mundo espiritual, de mostrar "espectáculos misteriosos y sobrenaturales". Si según la apreciación y, más precisamente, la intuición del espectador este objetivo no se consigue y en él no se despierta ni siquiera una vaga sensación de la realidad de otro mundo, del mismo modo que el olor a yodo con el que las algas impregnan el aire nos avisa de la presencia de mar, en ese caso solo podríamos decir de este icono que no forma parte de las obras de la cultura y que su único valor es material, y en el mejor de los casos, arqueológico. (Pavel Florensky. El Iconostasio. El templo, altar y el iconostasio)


Pavel Florensky fue un sacerdote ortodoxo, que vivió la entrada del comunismo en su país: Rusia. Fue matemático, profesor de universidad y predicador de una fe que casi ha desaparecido en la actualidad. Le propongo que piense en lo que Pavel nos indica, que generalizando su mensaje en toda obra que hagamos para mayor gloria de Dios. Sólo pensemos en un icono sagrado, sino en lo que escribimos, decimos o vivimos. Este mismo blog, aunque sea profundamente humilde y pequeño, intenta señalar la presencia de Dios en todo y todos. Una presencia trascendente que intenta ser imagen de Cristo mismo. Quiera el Señor ayudarnos a reflejar su imagen a los demás, porque esa sería la mejor de todas las evangelizaciones que podemos hacer.

Habla de lo sagrado y de la trascendencia de nuestras humildes obras, es similar a pintar un icono que muestre el Misterio de Dios entre nosotros. No porque quien pinta, escribe o actúa, tenga la Revelación completa y profunda de Dios. Es imposible tenerla, sino porque hacemos presente a Dios, como Misterio profundo, en medio del un mundo cada día más desquiciado y destrozado. Confieso que desde hace meses, me cuesta mucho escribir en este y otros blogs. Me cuesta porque veo que lo que muestro no es capaz de impactar en el mundo, como lo hizo en los primeros días. Es como si un iconógrafo ve que su humilde obra no es capaz de mostrar a Dios a los demás. Ya nadie mira su obra y se arrodilla. Lo mismo pasa con el mejor y más maravilloso icono.

Todo se ha convertido en piezas de museo que se miran y se admiran, sin que impacten profundamente en quienes las ven. Es como un poeta que se da cuenta que la poesía ya no llega a quienes la leen. Nadie comprende el lenguaje que empleamos para mostrar el Lenguaje de Dios con nosotros. Cristo ya no es el Logos, palabra que llena de sentido. Sin duda el enemigo ha trabajado bien en rápido con nuestra sociedad. La ha hecho sorda y ciega a la presencia trascendente de Dios. Nosotros nos hemos dejado cegar y taponar los oidos. Los hemos hecho a cambio de apariencias huecas, simulacros sin sentido y ruido mediático que nos aturde.

Lo más triste de todo esto, es que nos hemos ido alejando unos de otros. Ya casi no nos reconocemos y hasta tememos ser reconocidos. ¿Cómo vamos a amarnos unos a otros como Cristo nos amó? Es imposible porque desconfiamos y recelamos. Nos está sucediendo algo similar a la Torre de Babel, en la que la soberbia de llegar a Dios con nuestras fuerzas humanas, nos destrozó. ¿Qué podemos hacer? Sin dudarlo, trabajar la unidad entre nosotros. ¿Cómo hacer que los iconos sean de nuevo comprendidos? Esto sólo puede hacerlo el Espíritu Santo, como en Pentecostés. Recemos para que vuelva a darnos la gracia de ver más allá de nosotros mismos.


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