«En él vivimos, tenemos el movimiento y el ser» (Hch 17,28). Dichoso el que vive por él, que está movido por él y en él tiene la vida. Me preguntaréis, puesto que los rasgos de su venida no se pueden descubrir ¿cómo puedo saber que está presente? Él es vivo y eficaz (Hb 4,12); a penas ha entrado en mí que ha desvelado mi alma dormida. Ha vivificado, enternecido y excitado mi corazón que estaba amodorrado y duro como una piedra (Ez 36,26). Comenzó a arrancar y escardar, a construir y plantar, a regar mi sequedad, a alumbrar mis tinieblas, a abrir lo que estaba cerrado, a inflamar mi frialdad, y también a «enderezar los senderos tortuosos y allanar los lugares ásperos» de mi alma (Is 40,4), de manera que pudiera «bendecir al Señor y todo lo que está en mi bendiga su santo nombre» (Sl 102,1).
El Verbo Esposo vino a mí más de una vez, pero sin dar señales de su irrupción... Es por el movimiento de mi corazón que he percibido que estaba allí. He reconocido su fuerza y su poder porque mis malos hábitos y mis pasiones se apaciguaban. El poner en discusión o acusación mis sentimientos oscuros me ha llevado a admirar la profundidad de su sabiduría. He experimentado su dulzura y su bondad en el suave progreso de mi vida. Viendo «renovarse el hombre interior» (2C 4,16), mi espíritu en lo más profundo de mí mismo, ha descubierto un poco su belleza. Captando con una simple mirado todo este conjunto, he temblado ante la inmensidad de su grandeza. (San Bernardo, Sermón sobre el Cantar de los cantares, nº 74)
Entramos en el Adviento, tiempo litúrgico que nos debería preparar para el nacimiento de Cristo en la Navidad. La Navidad nos parece algo externo que nos conmueve una vez al año. ¿Es esto lógico? la Navidad debería de nacer en nosotros y después nosotros llevarla hacia el exterior.
San Bernardo nos responde a cómo podemos saber su Cristo ha nacido en nosotros. Cristo nos aviva el alma, a vivificado nuestro ser que estaba duro y amodorrado, rascó, escardó e iluminó nuestra alma. Todo ello produce que bendigamos el Nombre de Dios.
El Verbo llega en silencio, pero nuestro ser se conmueve cuando la Gracia de Dios llega a nosotros. Nuestros malos hábitos y pasiones se atenúan y parecen alejarse de nosotros. La Sabiduría deja de ser algo que tienen otros y ahora brota de nuestro interior. La dulzura y la bondad son parte de nosotros.
Nuestro espíritu ha conocido un poco de la Belleza de Cristo y temblamos ante la inmensidad y grandeza que se abre delante de nosotros.
¿Estamos entre los benditos que han vivido esto en nuestro interior?
Pues, estimado lector, tenemos una buena tarea por delante. Tarea que no es personal, sino comunitaria y en comunión. Comunitaria, porque Cristo se descubre en nuestros hermanos y en comunión con Dios. La Gracia de Dios no se conquista con esfuerzo personal, pero necesitamos de la voluntad real de recibirla. ¿Realmente queremos hacerlo?
El Adviento es un tiempo propicio para buscar la valentía necesaria para aceptar la Gracia y dejar que Cristo nos transforme. Es el tiempo de preparación para la Navidad. Navidad que debe ser interior. Cristo debe nacer en nosotros.
Créame, si nos planteamos con seriedad recibir la Gracia transformadora de Dios, nos daremos cuenta de la inmensa responsabilidad que conlleva. Al darnos cuenta de lo que pedimos, no es extraño que demos un paso atrás, temiendo ser transformados. ¿Cómo atrevernos a dar el paso?
Tenemos una pista insustituible. Miremos a la Virgen, ella actuó con plena libertad, dejando su voluntad en manos de Dios.
He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38)
Cuando sintamos que suceden estas cosas en nuestro interior, es que está cerca el Reino de Dios.
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