viernes, 24 de enero de 2014

Nos unen los milagros y los dogmas. San Juan Crisóstomo

Nada hay que escandalice tanto como la división, así como la unidad de los creyentes edifica para creer. Ya dijo al principio: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amarais mutuamente" (Jn 13,35), pues si altercaren, no se llamarán discípulos del pacífico Maestro, pues no reconociéndome a mí como pacífico, no confesarán que tú me enviaste.

O llama claridad a la gloria que resulta de los milagros y los dogmas, y para que sean unánimes: por lo que añade: "Para que sean una cosa en nosotros, como somos nosotros una misma cosa"; pues esta gloria de estar unánimes, es mayor que la de hacer milagros, y todos los que por los apóstoles creyeron son una misma cosa; y si algunos se han separado ha sido efecto de su desidia, lo cual a El no se le ocultó. (San Juan Crisóstomo, Homilía sobre el Evangelio de San Juan, hom. 81)

Esta semana estamos llamados a orar por la unidad de los cristianos. Como es lógico, lo primero que se nos pasa por la mente es orar por la unidad de todos los cristianos que han ido separándose de la Iglesia católica a través de los siglos. No cabe duda que esta intención es suficiente para orar una semana y todo el año. Si nos lo tomamos en serio y sentimos el gran escándalo de que vivamos separados quienes creemos en el mismo Dios y tenemos la misma Fe, toda oración debería tener presente la necesidad de unidad.

Pero el problema de la unidad de los cristianos se puede entender en dos dimensiones adicionales: la unidad interna de la propia Iglesia Católica y la necesidad de reintegrar a aquellos que se han alejado de por tibieza o desafecto. Al final de todo, la unidad conlleva reintegrarnos dentro de un orden que acepte los diferentes carismas y sensibilidades. Reintegrarnos conlleva dejar a un lado la tolerancia que ignora y sutilmente desprecia y enfrentarnos a la necesidad de respetarnos de forma activa. Es decir, amarnos tal como somos y valorar lo que cada uno de nosotros aporta a la Iglesia universal.

Aparte del movimiento teológico que busca reintegrarnos con los hermanos ortodoxos, luteranos, anglicanos, etc, deberíamos dedicarnos a la tarea de dar solidez a nuestras comunidades. ¿Qué es lo que nos separa: “y si algunos se han separado ha sido efecto de su desidia, lo cual a El no se le ocultó”. La desidia,  que no es más que indiferencia que se esconde detrás de la tolerancia. No nos afecta quien se aleja o se va. Parece que una vez desaparece quien discrepa, ganamos en libertad y paz, aunque esto sea una falacia. En todo caso ganamos la libertad que propugnaba John Ford al ofertar su Ford T con el color que quisieran los compradores, “mientras fuese negro”. La paz del silencio y la lejanía, no es realmente paz sino el extremo de una guerra no violenta.

Pretendemos que los hermanos separados se reintegren y que los alejados vuelvan a su casa, pero ¿Qué casa les espera cuando vuelvan? ¿Merece la pena volver? Por desgracia no nos encontramos con ese amor que distinguía a las primeras comunidades cristianas. Rara vez alguien dirá “mirad como se aman”. Más bien dirán, mirad como se soportan y se pelean por la mínima diferencia.

Dicho todo esto, debo reconocer que no soy capaz de ofrecer un modelo de comunidad que reúna diversidad y la cercanía entre quienes la componen. Las diferencias nos alejan porque desconfiamos de ellas y de quienes las evidencian. Pero hay algo seguro, para que una comunidad sea fraterna, hace falta una fuerte base común. Por eso San Juan Crisóstomo habla de los milagros y los dogmas. ¿Milagros y dogmas? ¿No son cosas del pasado? Parece que no es así.

Los milagros son importantes porque evidencian que el poder de Dios está con nosotros. ¿Se producen milagros en nuestras comunidades? No pienso en milagros como el paso del Mar Rojo o la caída de los muros de Jericó. Pienso en milagros más sencillos y cotidianos, empezando por el milagro del amor que debería unirnos en la comunidad. ¿Cómo vamos a esperar milagros si no somos capaces de orar juntos? El milagro es que no tengamos rencillas explosivas entre nosotros, pero este milagro no se corresponde con lo que Dios desea para nosotros.

Los dogmas son igual de importantes, aunque hoy en día resulte impensable que les demos valor. ¿Cómo podemos construir unidos si no coincidimos en los cimientos que necesitamos? Ya sé que el amor es cimiento más importante, pero el amor de verdad nos debería de llevar a aceptar lo que Dios ha revelado. Si no aceptamos a Dios, que no lo vemos ¿Cómo vamos a aceptar a nuestro hermano que está siempre dispuesto a contradecirnos?


Tenemos que meditar mucho sobre la unidad interna de la Iglesia. Nos queda un largo camino junto al Espíritu Santo.

domingo, 19 de enero de 2014

El cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Cromacio de Aquilea

¡Qué gran misterio encierra el bautismo de nuestro Señor y Salvador! El Padre se deja oír desde lo alto del cielo, el Hijo es visto en la tierra, el Espíritu Santo se muestra bajo la forma de una paloma. Porque no hay verdadero bautismo ni verdadera remisión de los pecados allí donde no hay la verdadera Trinidad... El bautismo que da la Iglesia es único y verdadero, sólo se da una vez y, siendo sumergidos una sola vez, somos purificados y renovados. Purificados porque se deja la suciedad del pecado; renovados, porque se resucita para una vida nueva después de haberse despojado de la vetustez del pecado.

En el bautismo del Señor, pues, los cielos se abren a fin de que, por el baño del nuevo nacimiento, descubramos que el Reino de los cielos se abre a los creyentes, tal como lo dice la palabra del Señor: “El que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3,5). Entra en él, pues, el que renace y no descuida perseverar en su bautismo.

Puesto que nuestro Señor vino a darnos el nuevo bautismo para la salvación del género humano y la remisión de todos los pecados, ha querido él mismo ser bautizado primero, no para ser despojado del pecado pues no lo había cometido, sino para santificar las aguas del bautismo y así destruir los pecados de todos los creyentes renacidos por las aguas del bautismo. (Cromacio de Aquilea [? †407]. Sermones sobre la Epifanía, 34)

¿Encierra verdaderamente un misterio el Bautismo de Cristo? Desde el punto de vista de una persona del siglo XXI, parece que echar agua por la cabeza o sumergir a una persona, es un hecho costumbrista sin más trascendencia en la vida cotidiana. Incluso el mismo Bautismo de Cristo, parece una fábula antigua que no sirve para nada hoy en día. Puede pensar que es una costumbre que tiende a desaparecer, según pasan los años. En cierto sentido tendría razón. ¿Qué sentido tiene hacer un signo que nadie comprende hoy en día?

El bautismo es un signo que se realiza para comunicar algo, pero si olvidamos su significado ¿Para qué nos sirve el signo? Pensemos qué significa el Bautismo de Cristo y qué relación tiene con nuestro bautismo.

En el Bautismo de Cristo se produce la Teofanía más completa que se ha dado nunca. Padre, Hijo y Espíritu Santo aparecen ante las personas que estaban observando. Padre, como una voz que señala a Su Hijo. El Espíritu Santo, como una paloma que se posa en el Hijo. El Hijo que se abaja y acepta la Voluntad del Padre, es bautizado por una persona especial: Juan el Bautista.

Al día siguiente Juan el Bautista dijo: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: 'Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo” (Jn 1, 29-30)

Juan no conocía a Cristo, pero el Padre tuvo que hablar a Juan, indicándole cómo reconocer al “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Juan conocía el significado del signo que iba a acontecer delante de el. ¿Conocemos nosotros el significado de nuestro bautismo? Cromacio nos lo indica: “Señor vino a darnos el nuevo bautismo para la salvación del género humano y la remisión de todos los pecados” EL problema que tenemos es que desconocemos qué es la salvación y también estamos perdiendo el entendimiento del pecado. Sin pecado y sin salvación, el bautismo es sólo una costumbre heredada.

Pero el signo tiene un significado muy evidente: el agua da vida y limpia. Quien bebe agua, vive. Ser bautizado significa recibir la vida, limpiándonos de aquello que nos tenía esclavizados. El que se bautiza, nace de nuevo. Ya se lo dijo Cristo a Nicodemo “En verdad, en verdad te digo que si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios” a lo que añadió “Lo nacido de la carne, carne es. Y lo nacido del Espíritu, espíritu es”. Lo que nace de lo cotidiano y contingente, es también cotidiano y contingente. Lo que nace de lo excepcional y trascendente, también. ¿De dónde parte nuestra Fe, Amor y Esperanza? ¿De lo cotidiano? ¿De lo que me es útil para mis egoísmos? Entonces no iremos mucho más lejos de lo que ven nuestros ojos y sopesan nuestras manos.


domingo, 12 de enero de 2014

Y el Señor le tocó diciendo: quiero. San Ambrosio

Ayer sábado 11 de enero, se leía en el evangelio (Lc 5,12-16) el episodio de la curación de un leproso por parte de Cristo. San Ambrosio de Milán nos muestra la riqueza del episodio.

El acto de arrodillarse delante del Señor da a entender su humildad y su pudor, con el fin de que cada uno se avergüence de los pecados de su vida; pero la vergüenza no detuvo su confesión, sino que mostró su herida y pidió la curación, diciendo: "Señor, si quieres puedes limpiarme". No dudó de la bondad del Señor porque desconociese su gran caridad, sino que, siendo consciente de su propia iniquidad, no presumió, pues rica es de religión y de fe la confesión, que se entrega a la voluntad de Dios. Lo cura en la forma que había pedido; y prosigue: "Y el Señor, extendiendo la mano, le tocó, diciendo: Quiero", etc. La ley prohibía tocar a los leprosos; pero como el Señor era el autor de la ley, no estaba sujeto a ella. No lo tocó precisamente porque no pudiese curarlo sin tocarlo, sino para demostrar que no estaba obligado a la ley ni temía contagiarse como los hombres. No podía contaminarse quien curaba a los demás. Antes al contrario, la lepra, que ordinariamente mancha al que la toca, desapareció al contacto del Señor. (San Ambrosio de Milán. in Lucam lib. 5)

Este leproso nos representa a todos nosotros y nos señala cómo acercarnos al Señor. ¿Quién no lleva consigo algún tipo de lepra espiritual o física? Todos tenemos nuestros ojos repletos de vigas que nos impiden ver y entender a quienes nos rodean. Todos llevamos los hombros cargados con nuestras derrotas y desesperaciones. Todos tenemos problemas para aceptar que sólo el Señor es capaz de sanar estas lepras y devolvernos la salud del cuerpo y del alma. ¿Cuánto nos cuesta arrodillarnos y suplicar, con el corazón, la sanación que sólo puede venir de Dios?

"Señor, si quieres puedes limpiarme" y si es voluntad de Dios, seremos sanados. Esta brevísima petición me recuerda a la oración del corazón: “Señor, Hijo de Dios, ten misericordia de mi, pecador”. La oración del corazón es una tradición cristiana ortodoxa, que acompasa la breve petición al latido de nuestro corazón. No es que al Señor le haga falta que verbalicemos la oración, pero para nosotros es importante tener un elemento simbólico al que agarrarnos para que nuestra mente no se pierda en otras cosas. Cada latido nos acercamos al Señor, de rodillas y con la certeza que El puede sanarnos, si es Su voluntad.

El Señor no teme contagiarse de nosotros. No teme acercarse a un leproso de su tiempo, ni a cualquiera de los “rechazados” del momento actual. La misericordia de Dios fue tal que Dios mismo se “contagió” de la carne mortal para demostrar la dignidad del ser humano. Cuando Dios nos toca, somos nosotros quienes nos “contagiamos” de su Gracia. El Señor no tiene que cumplir las “leyes” humanas para que su misericordia llegue a nosotros. Sólo espera que nosotros nos acerquemos a Él y aceptemos su misericordia.

Muchos nos sentimos con frecuencia desanimados o desesperanzados. No ha nada malo en ello mientras tengamos confianza en el Señor. No es que la derrota sea culpa de nosotros, sino que la carga que llevamos sobre nuestros hombros excede nuestras fuerzas. El Señor no nos reprende ni se burla de nuestras incapacidades. No nos reprende como si fuésemos desobedientes por sentirnos derrotados. El Señor no nos acusa de ser seres llenos de límites. El extiende la mano y nos dice: "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera" (Mateo 11,28-30) El Señor nos toca con sus dedos y nuestra lepra desaparece.


Después de ser sanado, Cristo solicita al leproso que se cumpla la ley que le permite ser considerado limpio. Es decir, Cristo no desprecia las normas que los humanos nos damos para ordenar nuestro mundo. Pero, además, solicita al leproso que no diga que ha sido El quien le ha curado. Siempre me ha parecido curiosa esta petición. Quizás esta petición conlleve una solicitud de humildad. No te vanaglories, ante los demás, de que Dios te ha tocado y has sido sanado. En todo caso, el testimonio debe ser dado a quien lo solicite de ti. Nunca te creas superior o elegido, por recibir la misericordia del Señor. Nunca la mereceremos por nosotros mismos, sino por la Voluntad expresa del Señor.

domingo, 5 de enero de 2014

Los Magos, anuncian y preguntan, creen y buscan. San Agustin

Estamos en las vísperas de la Epifanía del Señor. Los Magos de Oriente adoran al Señor y le ofrecen sus presentes. El episodio evangélico no tiene desperdicio, tal como podemos leer en el siguiente pasaje de San Agustín:

Pero hoy hemos de hablar de aquellos a quienes la fe condujo a Cristo desde tierras lejanas. Llegaron y preguntaron por él, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Hemos visto su estrella en el oriente y venimos a adorarlo. Anuncian y preguntan, creen y buscan, como simbolizando a quienes caminan en la fe y desean la realidad. ¿No habían nacido ya anteriormente en Judea otros reyes de los judíos? ¿Qué significa el que éste sea reconocido por unos extranjeros en el cielo y sea buscado en la tierra, que brille en lo alto y esté oculto en lo humilde? Los magos ven la estrella en oriente y comprenden que ha nacido un rey en Judea. ¿Quién es este rey tan pequeño y tan grande, que aún no habla en la tierra y ya publica sus decretos en el cielo? Sin embargo, pensando en nosotros, que deseaba que le conociésemos por sus escrituras santas, quiso que también los magos, a quienes había dado tan inequívoca señal en el cielo y a cuyos corazones había revelado su nacimiento en Judea, creyesen lo que sus profetas habían hablado de Él. Buscando la ciudad en que había nacido el que deseaban ver y adorar, se vieron precisados a preguntar a los príncipes de los sacerdotes; de esta manera, con el testimonio de la Escritura, que llevaban en la boca, pero no en el corazón, los judíos, aunque infieles, dieron respuesta a los creyentes respecto a la gracia de la fe. Aunque mentirosos por sí mismos, dijeron la verdad en contra suya. ¿Era mucho pedir que acompañasen a quienes buscaban a Cristo cuando les oyeron decir que, tras haber visto la estrella, venían ansiosos a adorarlo? (San Agustín. Sermón 199, 2)

En la Epifanía celebramos la manifestación de Dios en la tierra; entre nosotros. ¿Qué pensaríamos si una persona se plantara ante nosotros y nos dijera a la cara que él era dios? Seguramente le tomaríamos por un bromista o por un loco. ¿Qué pensaríamos si Dios se manifestara ante nuestros ojos en la figura de un niño que reposa en un pobre comedero de animales, en una ciudad perdida de un lejano país? ¿Nos arrodillaríamos para adorarle? ¿Le entregaríamos los tesoros que traíamos para el rey de Israel?

Los Magos de Oriente no eran personas normales. Salieron de sus países por causa de una señal en el cielo que les habló de lo que iba a suceder. Embarcarse en un viaje así requiere mucho amor, esperanza y fe. Arrodillarse y adorar a un niño tendido en un comedero de animales, requiere una visión inmensa sobrenatural.

Pensemos en los pastores, que fueron convocados por un Ángel. Dejaron sus rebaños en el campo y se acercaron al portal, atendiendo al anuncio que se les entregó. Los pastores eran personas pobres y no muy bien vistas por la sociedad de su tiempo, pero fueron los primeros convocados para adorar al Señor. Los Magos de Oriente tampoco fueron especialmente bien recibidos en Judea. Pensemos en la desconfianza que tuvo que producir que un grupo de extranjeros vinieran a “descubrir” lo que los judíos pensaban que era de su propiedad. Además, no vinieron a partir de las profecías sino a partir de la ciencia de los cielos. ¿Puede haber algo más sospechoso que una persona que se guía por la ciencia y el razonamiento para acercarse a Dios?

Si hoy en día, un científico dice que su fe parte de sus estudios científicos, seguramente todos lo miraríamos de reojo. Desconfiamos que la ciencia conduzca hacia Dios, aunque existen muchos testimonios en ese sentido. Desconfiamos de la revelación natural, porque creemos en un dios alejado y desentendido de nosotros. No podemos imaginar que Dios se manifieste y se comunique con nosotros a través de su propia creación.

Pero hay algo más que resalta en el pasaje de la adoración de los Magos de Oriente: los presentes que ofrecieron: oro, incienso y mirra. Presentes que podrían ser rechazados por ser demasiado “ricos”, pero que no lo fueron. Cada cual aporta al Señor según los talentos que Dios les ha dado y lo hace con total humildad. No se trata de sopesar la humildad por las apariencias, sino por el corazón que se abre y comparte sus dones.

Nadie dudó de la humildad de los Magos de Oriente, por muy espléndidas vestiduras y presentes que trajesen consigo. Nadie desconfió de la humildad de la Sagrada Familia que los aceptó como un don providencial. Después les servirían para ponerse a salvo en Egipto. Dios se vale de simbolismo para enseñarnos y mostrarnos su Voluntad. Hoy en día despreciamos el simbolismo porque  pensamos que es algo antiguo que no tiene relación con la realidad que vivimos. Algo similar a lo que le pasó a Herodes cuando los Magos le dijeron que leyeron los signos en el cielo. Tendemos a ver en los símbolos las apariencias externas y nos olvidamos que lo importante es lo que se revela a través de ellos.

¿Qué pensaríamos de una familia sencilla que recibe oro, incienso y mirra de unos elegantes señores extranjeros? Seguramente pensaríamos en que el oro significa riqueza y les señalaríamos como cómplices del sistema económico imperante. Si vemos el incienso y la mirra, pensaríamos en que su fabricación conlleva injusticias sociales en donde fueron recogidos. Terminaríamos por desconfiar de la familia que acepta unos regalos que los hacen “ricos” y diferentes de las demás. Todo lo que ponga en cuestión la igualdad en la mediocridad, atenta a nuestra soberbia y enciende nuestra envidia. Pero todos estos razonamientos parten únicamente de las apariencias externas. Las apariencias que tanto valoramos y que marketing emplea con tanta eficacia con nosotros. Lo triste es que olvidamos que detrás de las apariencias existe un lenguaje simbólico. Si olvidamos este lenguaje perdemos el 99% de la revelación de Dios. Dios que se manifiesta de forma indirecta y personal a través de este maravilloso lenguaje.

Quizás dentro de poco, seamos incapaces de entender el relato de la adoración de los Magos. A lo mejor ya somos incapaces y por eso hay que leerlo rápido, flojito y no comentar nada que sea políticamente incorrecto.

Tendríamos que intentar ser como los Magos de Oriente: “los magos, a quienes había dado tan inequívoca señal en el cielo y a cuyos corazones había revelado su nacimiento”, para ser capaces de leer lo que Dios nos dice a cada uno de nosotros a través del oído que tenemos en nuestro corazón. Solía decir Cristo “…quien tenga oídos que oiga

¿Cómo se revela Dios hoy en día a cada uno de nosotros? ¿Es Dios un dios lejano, sin voz? ¿Nuestra fe es cada día más socio-política y menos un sobrenatural? A lo mejor es que tenemos cerrados nuestros corazones con el candado de la ideología y el lenguaje simbólico nos parece incomprensible y hasta rechazable.


Nuestra sociedad, como la sociedad judía del siglo I, no está dispuesta a escuchar ni a seguir lo que Dios habla en nuestro corazón. ¿Era mucho pedir que acompañasen a quienes buscaban a Cristo cuando les oyeron decir que, tras haber visto la estrella, venían ansiosos a adorarlo? Hoy en día sigue siendo mucho pedir.
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