Ayer
sábado 11 de enero, se leía en el evangelio (Lc 5,12-16) el episodio de la
curación de un leproso por parte de Cristo. San Ambrosio de Milán nos muestra
la riqueza del episodio.
El acto de arrodillarse delante del Señor da a entender su humildad y
su pudor, con el fin de que cada uno se avergüence de los pecados de su vida;
pero la vergüenza no detuvo su confesión, sino que mostró su herida y pidió la
curación, diciendo: "Señor, si quieres puedes limpiarme". No
dudó de la bondad del Señor porque desconociese su gran caridad, sino que,
siendo consciente de su propia iniquidad, no presumió, pues rica es de religión
y de fe la confesión, que se entrega a la voluntad de Dios. Lo cura en la forma
que había pedido; y prosigue: "Y el Señor, extendiendo la mano, le
tocó, diciendo: Quiero", etc. La ley prohibía tocar a los leprosos;
pero como el Señor era el autor de la ley, no estaba sujeto a ella. No lo
tocó precisamente porque no pudiese curarlo sin tocarlo, sino para demostrar
que no estaba obligado a la ley ni temía contagiarse como los hombres. No
podía contaminarse quien curaba a los demás. Antes al contrario, la lepra, que
ordinariamente mancha al que la toca, desapareció al contacto del Señor. (San Ambrosio de Milán. in Lucam lib. 5)
Este
leproso nos representa a todos nosotros y nos señala cómo acercarnos al Señor. ¿Quién
no lleva consigo algún tipo de lepra espiritual o física? Todos tenemos
nuestros ojos repletos de vigas que nos impiden ver y entender a quienes nos
rodean. Todos llevamos los hombros cargados con nuestras derrotas y
desesperaciones. Todos tenemos problemas para aceptar que sólo el Señor es
capaz de sanar estas lepras y devolvernos la salud del cuerpo y del alma. ¿Cuánto
nos cuesta arrodillarnos y suplicar, con el corazón, la sanación que sólo puede
venir de Dios?
"Señor, si quieres puedes limpiarme" y si es voluntad de Dios, seremos sanados. Esta brevísima petición me
recuerda a la oración del corazón: “Señor, Hijo
de Dios, ten misericordia de mi, pecador”. La oración del corazón es
una tradición cristiana ortodoxa, que acompasa la breve petición al latido de
nuestro corazón. No es que al Señor le haga falta que verbalicemos la oración,
pero para nosotros es importante tener un elemento simbólico al que agarrarnos
para que nuestra mente no se pierda en otras cosas. Cada latido nos acercamos
al Señor, de rodillas y con la certeza que El puede sanarnos, si es Su
voluntad.
El Señor
no teme contagiarse de nosotros. No teme acercarse a un
leproso de su tiempo, ni a cualquiera de los “rechazados” del momento actual.
La misericordia de Dios fue tal que Dios mismo se “contagió” de la carne mortal
para demostrar la dignidad del ser humano. Cuando Dios nos toca, somos
nosotros quienes nos “contagiamos” de su Gracia. El Señor no tiene que
cumplir las “leyes” humanas para que su misericordia llegue a nosotros. Sólo
espera que nosotros nos acerquemos a Él y aceptemos su misericordia.
Muchos
nos sentimos con frecuencia desanimados o desesperanzados. No ha nada malo en
ello mientras tengamos confianza en el Señor. No es que la derrota sea culpa
de nosotros, sino que la carga que llevamos sobre nuestros hombros excede
nuestras fuerzas. El Señor no nos reprende ni se burla de nuestras
incapacidades. No nos reprende como si fuésemos desobedientes por sentirnos
derrotados. El Señor no nos acusa de ser seres llenos de límites. El extiende
la mano y nos dice: "Venid a mí todos los
que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y
aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro
descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera" (Mateo 11,28-30) El Señor nos toca con sus dedos y nuestra
lepra desaparece.
Después
de ser sanado, Cristo solicita al leproso que se cumpla la ley que le permite
ser considerado limpio. Es decir, Cristo no desprecia las normas que los
humanos nos damos para ordenar nuestro mundo. Pero, además, solicita al leproso
que no diga que ha sido El quien le ha curado. Siempre me ha parecido curiosa
esta petición. Quizás esta petición conlleve una solicitud de humildad. No te
vanaglories, ante los demás, de que Dios te ha tocado y has sido sanado. En
todo caso, el testimonio debe ser dado a quien lo solicite de ti. Nunca te
creas superior o elegido, por recibir la misericordia del Señor. Nunca la
mereceremos por nosotros mismos, sino por la Voluntad expresa del Señor.
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