¿Quién desea ser santo en pleno
siglo XXI? Creo que muchas personas lo desean e incluso lo intentan, aunque
rara vez aparezcan en algún medio de comunicación. Si alguno aparece, lo que
nos comunica de su vocación es incomprensible para la inmensa mayoría de
nosotros. No debe extrañarnos que para calificar sus objetivos se utilicen
adjetivos como loco, abducido, fundamentalista, etc. Hablar de santidad es como
si se le describe a un sordo la magnificencia de una sinfonía. Pero esta
incapacidad de comprender el camino de la santidad no es algo actual, sino que
es una de las consecuencias del pecado original y de nuestra naturaleza
imperfecta. Ya Cristo nos hablaba de sus problemas al hablar del Reino de Dios
a sus contemporáneos:
“Por eso les
hablo por parábolas: porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden. De
manera que se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dijo: De oído oiréis,
y no entenderéis; Y viendo veréis, y no percibiréis. Porque el corazón de este
pueblo se ha engrosado, Y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus
ojos; para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y con el corazón
entiendan, y se conviertan, y yo los sane.” (Mt 13, 13-15)
Quien teniendo oídos no escucha
y teniendo ojos, no ve, es incapaz de conocer la belleza que se esconde detrás
de cualquiera de las descripciones y explicaciones que le podamos hacer. La
belleza del camino de santidad no es reconocido con facilidad. Es como un
receptor de radio en que no sabemos dónde está la banda de frecuencias en la
que se transmite música más bella que existe. Pero, como no podría ser de otra
forma, el Señor nos ha dado una forma de descubrir esta banda de frecuencias
que tramiten la Belleza y la Verdad: lo sacramentos.
Pensemos que los sacramentos
son signos que hay que comprender, sentir y vivir. Si se convierten en actos
sociales, el camino hacia la santidad se bloquea para nosotros. Las apariencias
terminan por llenar todo el dial de nuestro receptor de radio y nos olvidamos
de que existen bandas que emiten mejor música.
En la Eucaristía
contemplamos el Sacramento de esta síntesis viva de la ley: Cristo nos
entrega en sí mismo la plena
realización del amor a Dios y del amor a
los hermanos. Nos comunica este amor
suyo cuando nos alimentamos de su Cuerpo y de su Sangre. Entonces puede
realizarse en nosotros lo que san Pablo
escribe a los Tesalonicenses en la segunda lectura de
hoy: “Abandonando los ídolos, os habéis
convertido, para servir al Dios vivo y verdadero" (1 Ts 1, 9). Esta
conversión es el principio del camino de santidad que el cristiano está
llamado a realizar en su existencia. El santo es aquel que está tan
fascinado por la belleza de Dios y por su verdad perfecta, que es
progresivamente transformado. Por esta belleza y esta verdad está dispuesto
a renunciar a todo, incluso a sí mismo. Le basta el amor de Dios, que
experimenta en el servicio humilde y desinteresado al prójimo, especialmente a
quienes no están en condiciones de corresponder. (Benedicto XVI, solemne conclusión de la XI asamblea general
ordinaria del Sínodo de los Obispos, del año de la Eucaristía. 23-10-2005)
Santo es el que va siendo transformado,
poco a poco, por la Belleza de Dios y la Verdad perfecta. Personalmente, esta
frase es como un ariete que colisiona contra la muralla que he ido creando en
torno al sacramento de la Eucaristía. Una muralla que se nutre de las piedras
de la pérdida del sentido de lo sagrado que vivimos en muchas comunidades.
Piedras que son más duras, según nos parece que Dios se aleja y desentiende de
nosotros. Lejanía de Dios que se propicia por nuestra incapacidad de separar
los aspectos de animación socio-cultural de la comunidad, de la presencia
sobrenatural del Señor. De todos los
sacramentos la Eucaristía es el más grande, pero no por ello dejar de sufrir a
una progresiva pérdida de significado. Conocer un poco de Liturgia parece
destinado a especialistas.
No dudo que para muchas
personas los ritos se han ido volviendo incomprensibles y la belleza que rodea
a la Liturgia les produzca rechazo. Lo que está claro es que la Belleza y la
Verdad son aspectos que se deben sentir, entender y vivir. El problema es que según
vamos creando capas y capas de entendimientos diferidos, las mismas formas
producen un alejamiento del Señor.
¿Cómo vamos sentirnos
fascinados por la Belleza que no vemos y la Verdad que nos escuchamos? Así, ¿Cómo
vamos a entender lo que Cristo nos dice de las leyes en el evangelio de hoy
domingo?
“No piensen que
vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar
cumplimiento. Les aseguro que no desaparecerá ni una i ni una coma de la Ley,
antes que desaparezcan el cielo y la tierra, hasta que todo se realice. El
que no cumpla el más pequeño de estos mandamientos, y enseñe a los otros a
hacer lo mismo, será considerado el menor en el Reino de los Cielos. En
cambio, el que los cumpla y enseñe, será considerado grande en el Reino de los
Cielos.” ( Mt 5, 17-19)
Ya ni nos acordamos de los
mandamientos, transformados por capas y capas de adaptaciones sociales y
secuencias interminables de inculturaciones adaptadas a lo políticamente
correcto. La Eucaristía termina siendo una escusa para vernos de domingo en
domingo. Cuando el último velo del templo termina de oscurecer el Sancta
Santorum, la Eucaristía deja de transformarnos y acercarnos al Señor. Entonces,
si no tenemos empatía personal con la comunidad ¿Para qué ir a misa? La muerte
de Cristo rasgó el velo del templo, pero nosotros mismos somos más resistentes
que el velo.
¿Y la santidad? Con no robar ni
matar a nadie, nos es suficiente. Dios parece estar demasiado lejos y
desentendido de nosotros. Ponemos la misericordia como estandarte y olvidamos
que Dios es tan justo como misericordioso. No le tentemos, como hizo el demonio
en el desierto.
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