¿Qué es lo que amo, cuando amo a Dios?
No una belleza corpórea, ni una armonía temporal, ni el brillo de la luz, tan apreciada por estos ojos míos; ni las dulces melodías y variaciones tonales del canto ni la fragancia de las flores, de los ungüentos y de los aromas, ni el maná ni la miel, ni los miembros atrayentes a los abrazos de la carne.
Nada de esto amo cuando amo a mi Dios.
Y, sin embargo, amo una especie de luz y una especie de voz, y una especie de olor, y una especie de comida, y una especie de abrazo cuando amo a mi Dios, que es luz, voz, fragancia, comida y abrazo de mi hombre interior. Aquí resplandece ante mi alma una luz que no está circunscrita por el espacio; resuena lo que no arrastra consigo el tiempo; exhala sus perfumes lo que no se lleva el viento; se saborea lo que la voracidad no desgasta; queda profundamente inserto lo que la saciedad no puede extirpar. (San Agustín, las Confesiones)
Amar a Dios es amar eso que está, pero no se ve con los ojos del cuerpo. Es amar eso que se siente más allá de los sentidos humanos. Es amar aquello que actúa en todos y todo, pero que estás más allá de la voluntad humana. Amar a Dios es amar el sentido, la Verdad, el Camino y la Vida. Amar a Dios es dejarse encontrar por el Señor en cada instante de nuestra vida. Amar a Dios es buscar las pisadas de Cristo, para que nuestro siguiente paso coincida justamente con su huella. Amar a Dios es olvidarnos de nosotros mismos, para donarse totalmente a Quien es sentido de todo nuestro ser. Amar a Dios es dejarse morir en Él y así vivir verdaderamente esta vida.
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