La unidad es un gran misterio. Misterio que nos
encontramos en nosotros mismos, en nuestra comunidad cristiana, en la Iglesia,
entre los cristianos y entre todas las personas que vivimos en este mundo.
Entre nosotros, la unidad es siempre una utopía, ya que si cada uno de nosotros
no consigue ser uno, en su persona ¿Cómo vamos a ser uno con otras personas?
El Cristo que encontramos en el Sacramento es
el mismo aquí,… en Europa y en América, en África, en Asia y en Oceanía. El
único y el mismo Cristo, está presente en el pan eucarístico de todos los lugares de la tierra. Esto
significa que sólo podemos encontrarlo junto con todos los demás. Sólo
podemos recibirlo en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha dicho el apóstol
san Pablo…? "El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos
un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan" (1 Co 10, 17). La
consecuencia es clara: no podemos comulgar con el Señor, si no comulgamos
entre nosotros. Si queremos presentaros ante él, también debemos ponernos
en camino para ir al encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la
gran lección del perdón: no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del
resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro,
abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y
al generoso ofrecimiento de las propias. La Eucaristía -repitámoslo- es
sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los cristianos están divididos,
precisamente en el sacramento de la unidad. (Benedicto XVI, Homilía
del 29/05/05)
La comunión es el sacramento de la unidad, ya que nos une
con Dios, con nuestros hermanos e incluso, internamente. Dios llama a la puerta
cada vez que nos acercamos al altar y espera que le abramos la puerta: “Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues,
celoso, y arrepiéntete. He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno
oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él Conmigo”
(Ap 3, 19-20)
También nos dice Cristo en el Apocalipsis: “Yo conozco tus obras; he aquí, he puesto delante de ti
una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar; porque aunque tienes poca
fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre.” (Ap 3, 8)
La puerta que Dios ha puesto delante de nosotros no puede
ser cerrada, ya que hemos guardado Su Palabra y no hemos negado Su Nombre.
Cristo llama y espera que con nuestras pocas fuerzas, abramos la puerta para
que El pueda entrar y la cena sea de unidad.
Si cada uno de nosotros se une a Cristo, la unidad es
posible por medio de la Gracia de Dios. No podemos confiar en nuestras fuerzas
ni en nuestras estrategias humanas. La unidad no parte de actos externos que
quedan en bonitas apariencias que maravillan al mundo. La unidad empieza dentro
de cada uno de nosotros en el mismo momento que recibimos a Cristo en la
Eucaristía.
El misterio de la inhabitación de Padre, Hijo y Espíritu
Santo, nos permite ver que es posible que la unidad es posible y deseable.
Además, al rezar el Padre Nuestro, pedimos que la Voluntad de Dios sea en la
Tierra igual que en le Cielo.
Vivimos en una sociedad postmoderna, en la que se da gran
valor a las diferencias que nos alejan unos de otros. Se no enseña que la
libertad consiste en ser diferentes y reclamar que se reconozca nuestra
diferencia como un valor social. La necesidad de la unidad se esconde debajo de
capas y capas de circunstancias que nos desunen y nos alejan. La soledad que
proviene de la incapacidad de aceptar compromisos, se considera como un valor a
conservar todo el tiempo posible. Cada vez más personas viven solas y sin
compromisos afectivos.
¿Cómo podremos defender la unidad entre los cristianos o
entre las personas que vivimos en una misma comunidad, si vemos que esta unidad
es un contravalor que se desprecia socialmente?
Como en otros muchos aspectos, nos toda ir contracorriente
y hacer nuestro el compromiso de unidad que tanto necesitamos. ¿Cómo hacerlo?
Empezando por dar sentido y valor a la Eucaristía. Si este sacramento termina
por considerarse una herramienta de integración social, olvidaremos la
existencia de esa puerta que siempre está abierta y a la que llama Cristo para
cenar con nosotros.
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