Como aquellos que, sacudidos del sueño, se despiertan en seguida
interiormente, o mejor, como aquellos que intentan quitarse de los ojos las
cataratas, y no pueden recibir la luz exterior, de la que se ven privados,
pero, desembarazándose al fin de lo que obstruía sus ojos, dejan libre su
pupila, así también nosotros, al recibir el bautismo, nos desembarazamos de
los pecados que, cual sombrías nubes, obscurecían al Espíritu Divino;
dejamos libre, luminoso y sin impedimento alguno el ojo del espíritu, con el
único que contemplamos lo divino, ya que el Espíritu Santo desciende desde
el cielo para estar a nuestro lado.
Esta mixtura de resplandor eterno es capaz de ver la luz eterna, pues
lo semejante es amigo de lo semejante; y lo santo es amigo de Aquel de quien
procede la santidad, que recibe con propiedad el nombre de «luz»: «Porque
vosotros erais en otro tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor», de
ahí que el hombre, entre los antiguos, fuera llamado, según creo, «luz».
Sin embargo —se dice—, aún no ha recibido el don perfecto; también yo
lo admito; con todo, está en la luz, y no le sorprende la oscuridad.
Ahora bien, entre la luz y la oscuridad no hay nada; la consumación está
reservada para la resurrección de los creyentes, y no consiste en la
consecución de otro bien, sino en tomar posesión del objeto anteriormente
prometido. (Clemente de
Alejandría. El Pedagogo, Libro I)
Clemente
de Alejandría nos dice que quien está en la Luz, no le sorprende la oscuridad.
Como humanos que somos, aunque hayamos recibido el bautismo, no hemos
recibido la totalidad de la Gracia de Dios. El don completo y perfecto de
ver a Dios, sólo lo recibiremos tras nuestra vida en la tierra.
Mientras,
el Espíritu Santo desciende para estar a nuestro lado y así podamos ver más
allá de las tinieblas que nos rodean. La vista del Espíritu nos permite ver a
Dios, pero también nos hace ver lo terriblemente imperfecta que es nuestra
naturaleza. Nos permite ver que dentro de nosotros está Dios, pero también nos
hace fijarnos en todas las sombras y penumbras que llevamos con nosotros.
Quien no recibe el don del Espíritu no es capaz de encontrar, dentro de sí, las
grietas del pecado.
Clemente
también nos habla de que lo semejante es amigo de lo semejante. El don del
Espíritu nos permite ver en los demás, los errores que cargamos en nosotros. No
somos mejores ni peores que ellos, llevamos las mismas grietas e imperfecciones
en nosotros. Cuando nos damos cuenta de esta naturaleza frágil e imperfecta que
todos los seres humanos llevamos con nosotros solemos desanimarnos. En todo
lugar donde haya un ser humano, el pecado aparece tarde o temprano. No
existe un paraíso diferente a la Gloria de Dios y para llegar a el, tendremos
que esperar a dejar este mundo. La consumación
está reservada para la resurrección de los creyentes
Detrás
de todas esas tinieblas está la Luz que es Dios. Sin Luz no seríamos capaces de
ver los errores que llevamos dentro de nosotros. Sin la Luz del Espíritu,
viviríamos son conocer ni discernir lo que nos rodea.
Si nos
sentimos desalentados y desanimados ¿Dónde encontrar la fuerza para seguir
adelante? Dice que Cristo: Yo soy el camino, y la
verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí (Jn 14, 6) No pongamos nuestras esperanzas en nosotros
mismos ni en cualquier ser humano, por muy santo que parezca o sea. Si buscamos
un paraíso en la tierra y un salvador, humano, estaremos buscando continuas
excusas e incluso mintiendo, para sostener el falso paraíso y el imposible
salvador que nos hemos buscado.
La
Esperanza está en la Luz, que es Cristo. Luz que nos
envía el Espíritu Santo para que esté siempre a nuestro lado.
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