Hoy
celebramos la Ascensión de Cristo. A veces nos pasa como a los Apóstoles, que
viendo que Cristo desaparecía de su vista, se quedan mirando al cielo esperando
algo. No sabemos qué, pero algo.
Y estando mirando fijamente al cielo mientras El ascendía, aconteció
que se presentaron junto a ellos dos varones en vestiduras blancas, que les
dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús,
que ha sido tomado de vosotros al cielo, vendrá de la misma manera, tal como le
habéis visto ir al cielo. (Hch
1, 10-11)
¿Qué
hacemos mirando al cielo? ¿No tenemos mejores cosas que hacer que esperar sin
sentido? La Esperanza es siempre espera, pero con un sentido. Quedarnos mirando
a ver qué pasa, es una espera sin sentido. No es que Cristo no nos haya dejado
claro la misión, ya que en el evangelio de hoy lo deja claro: “Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado”
(Mt 18, 19-21)
La
misión está clara, pero no siempre la terminamos de entender. Joseph Ratzinger,
Papa emérito actualmente, nos lo explica claramente:
“La misión exige en primer lugar preparación para el martirio,
una disposición a perderse a sí mismos por amor a la verdad y al prójimo. Sólo
así se hace creíble, y ésta ha sido siempre la situación de la misión y lo
seguirá siendo siempre. Sólo así se levanta el primado de la verdad y sólo
entonces se vence desde dentro la idea de la arrogancia. La verdad no puede ni
debe tener ninguna otra arma que a sí misma. Todo el que cree ha encontrado
en la verdad la perla, por la cual está dispuesto a dar todo lo demás, incluso
a sí mismo, pues sabe que al perderse se encuentra a sí mismo y que
solamente el grano de trigo que muere lleva fruto abundante. El que cree y
puede decir "hemos encontrado el amor" debe transmitir ese regalo a
los demás. Sabe que con ello no violenta a nadie, no destruye la identidad de
nadie, no destroza culturas, sino que las libera para que puedan adquirir una
mayor amplitud propia. Sabe que satisface así una responsabilidad: "Es una
obligación que tengo, ¡y pobre de mí, si no anuncio el Evangelio!" (1 Cor
9,16). ” (Joseph Ratzinger.
Entrevista UCAM 1-1-2002)
Es interesante
no perder de vista que Cristo nos señal el camino del martirio como elemento
fundamental para seguirle. Nos dijo que quien quiera ir detrás de El, tendría
que negarse a sí mismo y cargar con su cruz. Misión y martirio van unidos, por
eso no nos gusta demasiado seguir los pasos del Señor y si lo hacemos, buscamos
no comprometernos completamente.
Quién
querría perder su vida, por mucho que el Señor nos prometa que nos recompensará
de sobra por ese sacrificio. Como comentaba en un post de hace meses: ¡Que
miedo ser santo¡ Que lo sea Superman, entendemos que la santidad es algo
que requiere ser como una estatua de mármol, que no siente o padece, o ser
Supermán, con sus superpoderes. Como ninguno de nosotros somos una estatua de
mármol ni tenemos superpoderes, dejamos el ideal de la santidad de lado. Lo que
nunca nos han explicado claramente es que los santos eran y son personas hechas
de la misma carne que nosotros y con las mismas debilidades que nosotros. La
diferencia es que ellos abrieron su corazón y dejaron que la Gracia de Dios
actuara transformándolos.
Más de
una vez nos hemos planteado la pregunta ¿Evangelizar a otras personas? Y nos
hemos respondido con otra pregunta ¿Cómo puedo hacerlo yo que tan poco sé? Más
que saber más o menos, lo importante es decir el SÍ que necesita Dios y dejar
que sea El quien nos transforme. Ahora, habrá que formarse y dedicarse con
constancia a la oración.
Si seguimos boquiabiertos como hace 2000 años, es que algo no ha terminado de
cuajar en nosotros y ese algo es precisamente el SÍ que tanto nos cuesta
ofrecer como regalo al Señor.
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