Dios decía a Santa Catalina: El pecado
imperdonable, en este mundo y en el otro, es aquel que despreciando mi
misericordia no quiere ser perdonado. Por esto lo tengo por el más grave,
porque el desespero de Judas me entristeció más a mí mismo y fue más doloroso
para mi hijo que su misma traición. Los hombres serán condenados por este falso
juicio que les hace creer que su pecado es más grande que mi misericordia.
Serán condenados por su injusticia cuando se lamentan de su suerte más que de
la ofensa que me hacen a mí.
Porque esta es su injusticia: no me devuelven
lo que me pertenece ni se conceden a ellos mismos lo que les pertenece. A mí
me deben amor, el arrepentimiento de su falta y la contrición; me los han
de ofrecer a causa de sus faltas, pero hacen justo lo contrario. No tiene amor
y compasión más que por ellos mismos ya que no saben más que lamentarse sobre
los castigos que los esperan. Ya ves, cometen una injusticia y por esto se
descubren doblemente castigados por haber menospreciado mi misericordia. (Santa
Catalina de Siena, Diálogo 37)
Este pasaje de los diálogos de Santa Catalina de Siena me lleva
a recordar la parábola del publicano y el fariseo. Quien no reconoce que comete
errores, no se deja perdonar por el Señor. Es fuerte el desprecio de la
misericordia divina que tan frecuente vemos en nuestra sociedad actual.
Reconocer las debilidades propias puede resultar extraño
en el mundo actual, pero es algo resulta ser maravilloso. Comunicar a nuestros
hermanos que nos sabemos falibles, que nos equivocamos y que además lo hacemos
muchas veces, nos sirve para establecer un vínculo de empatía que es imposible
desde la presunción de perfección a la que estamos acostumbrados a ver. No
podemos sentirnos cercanos a los demás si nuestras relaciones parten de la
prepotencia de quien se siente perfecto. Dos personas se presenten como “seres
perfectos” nunca llegarán a amararse y aceptarse.
Hoy en día es impensable ir a una entrevista de trabajo y
decir que uno es tan falible como todos los demás seres humanos. ¿Quién nos
querría contratar si empezamos diciendo que somos humanos llenos de errores?
Vivimos en una sociedad repleta de apariencias y engaños ocultos. Una sociedad
que se vende como perfecta, pero que está llena de problemas que no queremos
aceptar.
Acercarse al Señor aceptando ser lo que uno es, nos
permite abrir las puertas del corazón para que la Gracia del Señor nos
transforme. ¿Qué sentido tiene acercamos al Señor despreciando su misericordia?
Recordemos la parábola de los invitados al banquete. Los invitados rechazar la
comida y esta se ofrece a quienes vagan por los caminos. Pero el Señor sabe que
quien llega sin estar preparado para recibir su Gracia, no es mejor que quienes
rechazan acercarse al banquete de forma directa.
A veces rechazamos la misericordia de Dios porque vemos
que no nos satisface ni nos da beneficios terrenales. Es como el tarro cerrado
que rechaza en agua, porque tendría que abrir el tapón y dejarse llenar. Lo que
el tarro desconoce es que su dueño lo tirará a la basura por ser inservible.
El momento actual de la Iglesia es extraordinario. La
elección del Papa Francisco nos ha llenado gozo, también de sorpresa. Algunas
personas todavía no han salido de su asombro y se sienten incapaces de
acercarse al banquete que el Señor nos está ofreciendo. Nos hace falta abrir el
corazón y confiar en que el Espíritu sabe lo que hace, aunque nosotros no
encontremos, a veces, coherencia.
Cuando los planes de Dios se alejan de nuestros planes
personales, es fácil que nos demos cuenta que hay cosas que no cuadran dentro
de nosotros. En ese momento de incertidumbre sólo podemos abrir el corazón y
suplicar al Señor misericordia.
Dice Santa Catalina de Siena que a Dios le debemos “amor, el arrepentimiento de su falta y la contrición”.
¿Qué hacer si nuestro interior está vacío de estos tres elementos? ¿Qué hacer
cuando sentimos la sequedad espiritual en nuestro interior? Suplicar
misericordia a Dios.
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