Traigo este domingo un fragmento del Tratado sobre el Evangelio de San Juan, de San Agustín. Se centra en el Episodio evangélico de la samaritana junto al pozo de Jacob. San Agustin nos dice:
Fíjate en quién era aquel que le pedía de beber: Jesús le contestó: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.
Le pedía de beber, y fue él mismo quien prometió darle el agua. Se presenta como quien tiene indigencia, como quien espera algo, y le promete abundancia, como quien está dispuesto a dar hasta la saciedad. Si conocieras —dice— el don de Dios. El don de Dios es el Espíritu Santo. A pesar de que no habla aún claramente a la mujer, ya va penetrando, poco a poco, en su corazón y ya la está adoctrinando. ¿Podría encontrarse algo más suave y más bondadoso que esta exhortación? Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva. ¿De qué agua iba a darle, sino de aquella de la que está escrito: En ti está la fuente viva? Y ¿cómo podrán tener sed los que se nutren de lo sabroso de tu casa?
De manera que le estaba ofreciendo un manjar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió? La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. Por una parte, su indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía el trabajo. Ojala hubiera podido escuchar: Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Esto era precisamente lo que Jesús quería darle a entender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer aún no lo entendía. (San Agustín. Tratado sobre el Evangelio de San Juan 15, 11)
¿Somos muy diferentes de la samaritana? Al igual que a ella, Jesús nos ofrece el Agua Viva repetidas veces. ¿Qué hacemos? Normalmente dejamos este ofrecimiento y nos concentramos en pedir a Dios que nos ayude en lo cotidiano. No es que esté mal pedir a Dios que nos ayude, pero Dios espera algo más de nosotros.
Me acuerdo de la llamada que Cristo hizo a Mateo y como dejó su puesto de publicano sin pensarlo (Mt 9, 9). ¿Qué sucedió con el joven rico? ¿No recibió la misma llamada? La misma llamada pero, el joven rico estaba atado a sus responsabilidades y beneficios terrenales (Mt 19, 16). Estaba atado cuando se creía libre. En contrapunto, Mateo que parecía atado por su trabajo y posición, dejó todo atrás sin dudarlo. Mateo era mucho más libre que el joven rico.
Ya que estamos en Cuaresma conviene pensar a quien nos parecemos más. ¿Nos cuesta dejar las cosas de este mundo en manos de Dios? ¿Pensamos que con nuestra fortaleza todo lo podemos? La riqueza del joven tiene símiles en todo aquello que nos hace creernos autosuficientes. La samaritana no estaba dispuesta a dejar atrás lo que le ataba. Por una parte, su indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía el trabajo.
A veces lo que nos ata no son lo bienes materiales sino las certezas asumidas que conforman nuestros prejuicios. Podemos sentirnos ricos de Fe y pensar que no necesitamos conversión. El verdadero don de Dios no es creerse salvado, sino reconocerse pecador. En la medida que nos reconocemos imperfectos, podemos aspirar a que la Gracia nos transforme. Cristo nos dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por 99 justos que no tengan necesidad de conversión.(Lc 15,7)