martes, 25 de diciembre de 2012

¡Feliz Navidad!

«Salten de júbilo los hombres, salten de júbilo las mujeres; Cristo nació varón y nació de mujer, y ambos sexos son honrados en Él. Retozad de placer, niños santos, que elegisteis principalmente a Cristo para imitarle en el camino de la pureza; brincad de alegría, vírgenes santas; la Virgen ha dado a luz para vosotras para desposaros con Él sin corrupción. Dad muestras de júbilo, justos, porque es el natalicio del Justificador. Haced fiestas vosotros los débiles y enfermos, porque es el nacimiento del Salvador. Alegraos, cautivos; ha nacido vuestro redentor. Alborozaos, siervos, porque ha nacido el Señor. Alegraos, libres, porque es el nacimiento del Libertador. Alégrense los cristianos, porque ha nacido Cristo» (San Agustín, Sermón 184)

En verdad hemos de alegrarnos, porque Cristo nace esta noche. ¿Dónde nace? Nace en nuestros corazones. Nació en los que nos precedieron llenándoles de esperanza y nacerá en los corazones de todos aquellos que le esperarán en el futuro. Nuestro corazón es como aquella cueva-establo de Belén, que esperaba ver nacer al Señor. Cristo no nació en una estancia rica, ni limpia, ni noble, sino en un establo, con la sencillez y la suciedad que se puede esperar de un sitio así. De la misma forma, el Señor no espera que nuestro corazón sea rico, limpio ni refulgente. El, al nacer, lo transformará en un lugar nuevo. Un lugar digno del hijo de Dios mismo.

Esto nos hace llenarnos de esperanza y de júbilo. Pero la alegría no debe ser flor de un día, sino que debe acompañarnos todo el año hasta la próxima Navidad. Seguramente habrá personas que frunzan el seño y piensen que festejamos al que nunca llegó y que nunca volverá. No se lo tengamos en cuenta. En nuestra alegría, seamos humildes y sinceros.

«Es la misma humildad la que da en rostro a los paganos. Por eso nos insultan y dicen: ¿Qué Dios es ése que adoráis vosotros, un Dios que ha nacido? ¿Qué Dios adoráis vosotros, un Dios que ha sido crucificado? La humildad de Cristo desagrada a los soberbios; pero si a ti, cristiano, te agrada, imítala; si le imitas, no trabajarás, porque Él dijo: Venid a mí todos los que estáis cargados». (San Agustín. Comentario al Salmo 93)

¿Cómo podemos encontrar al Niño si no los buscamos? ¿Cómo podemos conocer a quien no deseamos? Benedicto XVI, en el Ángelus de este pasado lunes, nos pide que “imitemos también a Isabel que recibe al huésped como Dios mismo: sin desearlo, no conoceremos nunca al Señor, sin esperarlo no lo hallaremos, sin buscarlo no lo encontraremos” (Benedicto XVI, Ángelus 24-12-12) Hay quien no busca a Dios, pero también hay quien huye de El. Son los que nos preguntan con sorna por aquel que nos salvado y que nace en nuestro corazones. Hablan de nosotros diciendo que actuamos con soberbia al no aceptar que puede ser que no haya existido Cristo, pero quien lo ha sentido nacer en su corazón, tiene la certeza de su existencia. Quien no ha sentido nunca el calor del pesebre en su corazón, no podrá aceptar que Cristo haya nacido, nazca y nacerá en cada uno de nosotros.

«Yacía en el pesebre, y atraía a los Magos del Oriente; se ocultaba en un establo, y era dado a conocer en el cielo, para que por medio de él fuera manifestado en el establo, y así este día se llamase Epifanía, que quiere decir manifestación; con lo que recomienda su grandeza y su humildad, para que quien era indicado con claras señales en el cielo abierto, fuese buscado y hallado en la angostura del establo, y el impotente de miembros infantiles, envuelto en pañales infantiles, fuera adorado por los Magos, temido por los malos» (San Agustín. Sermón 220,1)

La Epifanía es la manifestación de lo Alto, que nos llena de sentido y de esperanza. Ojalá fuesen Epifanía todos y cada uno de los días de nuestra vida.  Feliz Navidad

domingo, 23 de diciembre de 2012

«Viene el que puede más que yo»

Juan no tan sólo habló en su tiempo anunciando el Señor a los fariseos, diciendo: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Mt 3,3). También hoy clama en nosotros, y su voz de trueno estremece el desierto de nuestros pecados. Incluso enterrado en el sueño del martirio, todavía resuena su voz. Hoy nos sigue diciendo: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos».

Juan Bautista ordenó preparar el camino al Señor. Veamos cuál es ese camino preparado al Salvador. De un cabo al otro ha trazado y ordenado perfectamente su camino para la llegada de Cristo, porque en todo fue sobrio, humilde, austero y virgen. Por eso al narrar éstas virtudes suyas, el evangelista dice: «Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero en la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre» (Mt 3,4). ¿Hay signo más grande de humildad en un profeta que el desprecio de sus vestidos mullidos y vestirse con pelos ásperos? ¿Hay una señal más profunda de fe que estar siempre a punto para cualquier servicio, con un simple taparrabo atado a la cintura? ¿Hay una señal más esplendorosa de abstinencia que renunciar a las delicias de esta vida y alimentarse de saltamontes y miel silvestre?

Según mi parecer, todas estas actitudes del profeta eran proféticas en sí mismas. Cuando el mensajero de Cristo llevaba un vestido áspero, de piel de camello, ¿no significaba todo ello simplemente que Cristo, en su venida, se revestiría de nuestro cuerpo humano, hecho de un tejido espeso, áspero por sus pecados?... El cinturón de piel significa que nuestra frágil carne, que antes de la venida de Cristo estaba orientada hacia el vicio, él la conduciría a la virtud. (San Máximo de Turín. Sermón 88)

Juan el Bautista puede ser, en cierto sentido, un modelo para los evangelizadores. El no se preocupó de hacer llegar el Mensaje de Dios, sino de anunciar a quien lo iba a difundir. «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos»

Los evangelizadores deberíamos ser personas austeras, que evidenciáramos que no somos más que simples recipientes del kerigma. Juan fue una persona capaz de llevar la Esperanza a quien le quisiera escuchar y lo hacia sin miedo a lo que le pudieran acarrear sus palabras

Es interesante detenernos a pensar en cómo anunciamos la venida de Cristo, fijándonos en cómo anunciamos la navidad.

La primera antífona de esta celebración vespertina se presenta como apertura del tiempo de Adviento y resuena como antífona de todo el Año litúrgico: “Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, Dios viene, nuestro Salvador" (...). Detengámonos un momento a reflexionar: no usa el pasado —Dios ha venido— ni el futuro, —Dios vendrá—, sino el presente: “Dios viene". Como podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento "Dios viene". (Benedicto XVI, Homilia 1º domingo de Adviento 2006)

¿La Navidad ocurre? ¿Ocurrió u ocurrirá? La Navidad ocurre en cada momento de nuestra vida, aunque la festejemos el 25 de diciembre. De ahí procede la Esperanza que todo cristiano lleva con el. Por eso Juan el Bautista habla en presente al llamar a que allanemos y preparemos el camino al Señor. La Navidad es un tiempo presente que nos da sentido todo el año y con especial relevancia, en el tiempo de Adviento.

Si han seguido las noticias, seguramente sabrán que en las felicitaciones del Parlamento Europeo no existe la menor referencia a la Navidad y el cristianismo. Europa nació como cristiandad y es triste que nuestros políticos intenten borrar el sustrato cristiano de las fechas que vivimos. Sin duda buscan ser “políticamente correctos” para no “ofender” a colectivos anticristianos diversos. Lo que si es evidente es que olvidan la Esperanza que significa el Nacimiento del Hijo de Dios. ¿Qué esperanza tendríamos si únicamente tuviéramos que confiar en estos políticos?

Se acerca la Navidad, así que no nos privemos de felicitar la Navidad a quienes nos rodean. Feliz Navidad estimado lector.

domingo, 9 de diciembre de 2012

¡Hoy hemos visto cosas extraordinarias!


Dulce es la luz, y qué bueno es contemplar el sol con los ojos de la carne...; por eso ya dijo Moisés: «Y Dios vio la luz, y dijo que era buena» (Gn 1,4)...

Cuán bueno es pensar en la grande, verdadera e indefectible luz «que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9), es decir, Cristo, el Salvador y libertador del mundo. Después de haberse desvelado a los ojos de los profetas, se ha hecho hombre y ha penetrado hasta las profundidades más hondas de la condición humana. Es de él que habla el profeta David: «Cantad a Dios, tocad en su honor, alfombrad el camino del que avanza por el desierto; su nombre es el Señor: alegraos en su presencia» (Sl 67, 5.6). Y también Isaías, con su potente voz: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló» (Is 9,1)...

Así pues, la luz del sol vista por nuestros ojos de carne anuncia al Sol espiritual de justicia (Ml 3,20), el más bello de cuantos se han levantado para aquellos que han tenido el gozo de ser instruidos por él y de mirarle con sus ojos de carne, mientras vivía entre los hombres como un hombre cualquiera. Y, sin embargo, él no era un hombre cualquiera, puesto que había nacido verdadero Dios, capaz de devolver la vista a los ciegos, de hacer caminar a los tullidos, de hacer oír a los sordos, de purificar a los leprosos y, con una sola palabra, devolver a los muertos, la vida. (Lc 7,22). (San Gregorio de Agrigento, Sobre el Eclesiastes, libro 10,2; PG 98, 1138)

¿Hemos visto nosotros la Luz? Tal vez, pero nunca hemos podido contemplarla en todo su esplendor. Siempre interponemos algo para que el resplandor no nos deje ciegos todo lo que nos ata a este mundo. Muchos no alcanzamos a ver más que tenues luces entre la oscuridad, a la que nos lleva nuestra ceguera. Pero tenemos Esperanza, “nacido verdadero Dios, capaz de devolver la vista a los ciegos” e incluso “devolver a los muertos, la vida”. ¿Qué podemos temer? Sin duda lo que tenemos que temer es nuestra propia ceguera, porque la podemos utilizar como escusa para negar la existencia de la Luz.

Estamos ciegos y no deseamos perder la cómoda oscuridad que nos protege del compromiso. No somos como el pueblo que indica Isaías “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló”. A nuestra sociedad no le gusta la Luz, la teme y la rechaza. ¿Qué podemos hacer? Nada por nosotros mismos. Cristo es el único capaz de curar la ceguera que padecemos, pero hemos de acércanos e implorar su ayuda. Dos siglos de avances de la ciencia y la técnica, nos han hecho olvidar que las herramientas nunca pueden sustituir al artista. Ahora adoramos las herramientas como si, por si solas, pudieran salvarnos.

Los cristianos no debemos idolatrar las herramientas que Dios nos ha dado ni poner nuestra esperanza en el desarrollo del conocimiento humano. Podemos ver que los problemas de la sociedad nunca disminuyen y si parecen desaparecer, tras unos años aparecen de nuevo. La ciencia y la técnica no son la respuesta final que necesita el ser humano.

Decía Benedicto, ayer día 8, en el tradicional mensaje en el día de la Inmaculada:

Hay una segunda cosa, aún más importante, que la Inmaculada nos dice cuando estamos aquí, y es que la salvación del mundo no es obra del hombre - de la ciencia, de la tecnología, de la ideología -, sino es por la gracia.

A  veces ponemos nuestras esperanzas en planes, programas e iniciativas humanas. Cierto es que estas estructuras son necesarias, pero por si solas no pueden nada. Son incapaces desde el mismo momento que las ideamos. Sólo la Gracia del Señor puede dotar a estas estructuras de vida. Sólo el Artista, puede tomar las herramientas y dar lugar a la obra de arte que sólo El puede crear.

Muchas veces esperamos que los proyectos den fruto por ellos mismos y no nos damos cuenta que es Dios quien se hace cargo de llenar de sentido y vida aquello que nosotros humildemente proponemos. La Esperanza está en Cristo y por ello hemos de aceptarlo y ponernos a su disposición.

domingo, 11 de noviembre de 2012

No pueden coexistir el Reino de Dios y el reino del pecado.

No pueden coexistir el Reino de Dios y el reino del pecado. Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo «el pecado siga dominando nuestro cuerpo mortal» antes bien, mortifiquemos «todo lo terreno que hay en nosotros» y fructifiquemos por el Espíritu; de este modo, Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que hay en nosotros sean puestos «por estrado de sus pies», y sean reducidos a la nada en nosotros todos «los principados, todos los poderes y todas las fuerzas».

Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y «el último enemigo, la muerte», puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?» Ya desde ahora este nuestro ser «corruptible», debe revestirse de santidad y de «incorrupción», y este nuestro ser, «mortal», debe revestirse de la «inmortalidad» del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios sobre nosotros, comencemos ya a disfrutar de los bienes del nuevo nacimiento y de la resurrección. (Orígenes. La oración, 25; GCS 3, 356)

Orígenes nos muestra una realidad incontestable, no pueden coexistir en un mismo acto pecado y virtud. El Reino de Dios con lleva la virtud y la reino del pecado, conlleva la muerte, el dolor y el sufrimiento. Incluso si utilizamos la semántica y la ideología para desdibujar u ocultar el pecado, el sufrimiento no desaparece.

Orígenes no indica que “mortifiquemos «todo lo terreno que hay en nosotros»”. ¿Qué significa esto? No se trata de demoler la naturaleza humana que portamos con nosotros, sino depurarla del pecado que corrompe y destruye la propia naturaleza. Hay que saber discernir bien y no intentar destruirnos como personas. Esto se ve mucho más claro en la siguiente frase, que dice lo mismo, pero en formato positivo: “fructifiquemos por el Espíritu; de este modo, Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual

Es interesante la indicación sobre el destino de la fructificación del Espíritu en nosotros “todos sus enemigos que hay en nosotros sean puestos «por estrado de sus pies», y sean reducidos a la nada en nosotros todos «los principados, todos los poderes y todas las fuerzas».” Ya no reinará el relativismo y el conformismo que nos lleva a arrodillarnos ante los poderes políticos que nos imponen modelos de ser humano y sociedad, contrarios a nuestra naturaleza. Pero para ello hemos de rebelarnos a los poderes y principados que dominan el mundo. Rebelarnos internamente, ya que “todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y «el último enemigo, la muerte», puede ser reducido a la nada”.

Si cada uno de nosotros cambia y se convierte el mundo se convertirá en el Reino de Dios y dejará de ser el “reino del pecado”. Para ello “este nuestro ser, «mortal», debe revestirse de la «inmortalidad» del Padre”, es decir, debe ser transformado por la Gracia del Señor para que podamos fructificar por el Espíritu. De esta forma, “reinando Dios sobre nosotros, [comenzaremos] ya a disfrutar de los bienes del nuevo nacimiento y de la resurrección

Es maravilloso entender el mensaje que nos hace llegar Orígenes. Es un mensaje lleno de Esperanza y Caridad. Dejarnos transformar por el Espíritu es  conseguir ser seres humanos completos y perfectos. Conformarnos con nuestros defectos y pecados, sólo nos trae más sufrimientos y desdichas.

Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y «el último enemigo, la muerte», puede ser reducido a la nada.

Miremos el ejemplo de los santos y nos daremos cuenta que es posible.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Ante lo imposible, la humildad nos trae Esperanza


Hemos terminado el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, estamos dentro de las celebraciones y actividades del Nuevo Año de la Fe, sin dejar atrás la celebración, en Valencia (España), de un estupendo congreso sobre Pastoral Juvenil. Estamos exultantes y llenos de ánimo por nuestra capacidad de encarar lo problemas de la Iglesia. Hemos hablado de métodos, disposiciones, actividades, pero se nos está olvidando la palabra humildad. Es interesante leer este breve texto sobre la humildad que escribió el Padre Pío y después, mirar la actualidad eclesial.

La humildad es la verdad, y la verdad es que yo no soy nada. Por consiguiente, todo lo bueno que tengo viene de Dios. Pero a veces malgastamos lo que Dios ha puesto de bueno en nosotros. Cuando veo la gente que me pide algo, a veces ni pienso en lo que podría darles, sino en lo que no soy capaz de dar y por tanto, muchas almas quedan sedientas porque yo no he sabido transmitirles lo que Dios les quería dar.

La idea que el Señor viene cada día a nosotros y nos da todo, nos tendría que llevar a la humildad. Sin embargo, pasa lo contrario porque el demonio despierta en nosotros sentimientos de orgullo. Esto no nos honra. Hay, pues, que luchar contra nuestro orgullo. Cuando nos parece que nos puede, paremos un instante, hagamos un acto de humildad. Entonces, Dios que ama los corazones humillados vendrá en nuestra ayuda. (San Pio de Pietrelcina, Buona giornata 8/8)


Sin querer disminuir en nada este maravilloso momento eclesial, es maravilloso asumir con humildad “que el Señor viene cada día a nosotros y nos da todo”. Humildad que no quiere decir quietismo o parálisis, sino la aceptación profunda de la Voluntad y la Providencia Divina. La humildad nos permite entender que los planos y los planes son estupendos, pero que serán nuestros humildes pies quienes anden paso a paso el camino y que la fuerza que nos permitirá llegar a la meta, no proviene de nosotros, sino de Dios. La humildad nos permite ver que, a veces, los planes se quedan en intenciones muy bien justificadas, ya que los medios y la capacidad de hacerlas realidad no siempre están disponibles.

¿Cómo hacer lo imposible? Se preguntarán muchas personas que viven en situaciones complicadas. En ese momento aparece la necesidad de buscar inspiración divina. Planear es relativamente sencillo y nos llena de orgullo, lo complicado es hacer realidad los planes desde la humildad.

Ahí nos encontramos con un interesante problema que el Padre Pío, sabiamente nos indica: “… el demonio despierta en nosotros sentimientos de orgullo” ¿Orgullo? Cierto, orgullo que nos impide aceptar los medios que tenemos y nos hace rendirnos antes de empezar la batalla. “Cuando veo la gente que me pide algo, a veces ni pienso en lo que podría darles, sino en lo que no soy capaz de dar y por tanto, muchas almas quedan sedientas porque yo no he sabido transmitirles lo que Dios les quería dar”.

Ante lo que nos parece “imposible”, nos damos por vencidos antes de la batalla. Ante la necesidad de construir sin herramientas perfectas una obra para la que nos sentimos incapaces, nos cuesta doblar la rodilla ante el Señor y suplicarle que nos lleve por el camino que Él tiene para nosotros.

Sin duda, después de este momento de plenitud y exaltación eclesial que vivimos, vendrán momentos personales o comunitarios que plantearán dudas e incomodidades. Cuando parece que la situación nos puede, es que nuestro orgullo busca donde resguardarse para no sentirse herido. ¿Qué hacer? “… paremos un instante, hagamos un acto de humildad. Entonces, Dios que ama los corazones humillados vendrá en nuestra ayuda.

Quizás tengamos que aceptar las imperfectas herramientas que disponemos, como la única forma de ir adelante. Quizás tengamos que tragarnos el orgullo y hacer lo que se puede con los medios disponibles. Quizás la ausencia de medios nos lleve a buscar donde no queremos buscar y pedir ayuda a quien nos cuesta tanto acercarnos. Ese es el gran reto que se nos presenta por delante: hacer lo imposible con materiales defectuosos y herramientas desgastadas. Pero para Dios todo es posible. Incluso sacar hijos de Abraham de los piedras. Esa es nuestra Esperanza.

domingo, 28 de octubre de 2012

La Nueva Evangelización es insertarse en el camino evangelizador de la Iglesia

El Señor propone la parábola de la levadura."Lo mismo que la levadura comunica su fuerza invisible a toda la masa, también la fuerza del Evangelio transformará el mundo entero gracias al ministerio de mis apóstoles... No me digas: “¿Qué podemos hacer, nosotros doce miserables pecadores, frente al mundo entero?” Precisamente ésta es la enorme diferencia entre causa y efecto, la victoria de un puñado de hombres frente a la multitud, que demostrará el esplendor de vuestro poder. ¿No es enterrando la levadura en la masa, 'escondiéndola', lo que según el Evangelio, transforma toda la masa? Así, también vosotros, apóstoles míos, mezclándoos con la masa de los pueblos, es como la penetraréis de vuestro espíritu y como triunfaréis sobre vuestros adversarios.

La levadura, desapareciendo en la masa, no pierde su fuerza; al contrario, cambia la naturaleza de toda la masa. De la misma manera, vuestra predicación cambiará a todos los pueblos. Por tanto, confiad "... Es Cristo el que da fuerza a esta levadura..." No le reprochéis, pues, el reducido número de sus discípulos: es la fuerza del mensaje lo que es grande. Basta una chispa para convertir en un incendio algunos pedazos de bosque seco, que rápidamente inflamarán a su alrededor todo el bosque verde. (San Juan Crisóstomo (hacia 345-407), Homilías sobre el evangelio de Mateo, n°46, 2)

Ya están disponibles las conclusiones de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización que se ha tenido lugar en Roma desde hace unas semanas. La Nueva Evangelización es un llamado y una necesidad cada día más urgente, ya que la sociedad occidental, tradicionalmente cristiana, deriva rápidamente hacia una sociedad pagana similar a la precristiana. Nos dice el Sínodo:

Conducir a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia Jesús, al encuentro con Él, es una urgencia que aparece en todas las regiones, tanto las de antigua como las de reciente evangelización. En todos los lugares se siente la necesidad de reavivar una fe que corre el riesgo de apagarse en contextos culturales que obstaculizan su enraizamiento personal, su presencia social, la claridad de sus contenidos y sus frutos coherentes. No se trata de comenzar todo de nuevo, sino – con el ánimo apostólico de Pablo, el cual afirma: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1 Cor 9,16) - de insertarse en el largo camino de proclamación del Evangelio que, desde los primeros siglos de la era cristiana hasta el presente, ha recorrido la historia y ha edificado comunidades de creyentes por toda la tierra.

La evangelización no es algo nuevo y desconocido. Es una tarea que la Iglesia ha venido haciendo a través de los siglos de forma constante. La evangelización tampoco se consigue de una sola vez y homogéneamente. La evangelización es un proceso individual y colectivo que conlleva la conversión de cada una de las personas y de las relaciones que las entrelazan y relacionan: la sociedad. Cristo llamaba a la sociedad de su tiempo “el mundo” y nos previno ante el odio que siente cuando se ve transformada. Este proceso de evangelización se asemeja al proceso de conversión de una masa de trigo, en pan. Para ello es necesaria la levadura, que simboliza la acción evangelizadora de todos y cada uno de nosotros: la Iglesia.

Dice el Sínodo que no se trata de comenzar todo de nuevo, ya que a veces creemos que tenemos que reinventar la rueda, con los costes que conlleva reconstruir lo que ya tenemos a nuestra disposición. El enemigo utiliza esta estrategia para desalentarnos y ganar la batalla instigando el desánimo. Nos dice el Sínodo:

Los cambios sociales, culturales, económicos, políticos y religiosos nos llaman, sin embargo, a algo nuevo: a vivir de un modo renovado nuestra experiencia comunitaria de fe y el anuncio, mediante una evangelizaciónnueva en su ardor, en sus métodos, en sus expresiones” (Juan Pablo II, Discurso a la XIX Asamblea del CELAM, Port-au-Prince 9 marzo 1983, n. 3) como dijo Juan Pablo II. Una evangelización dirigida, como nos ha recordado Benedicto XVI, “principalmente a las personas que, habiendo recibido el bautismo, se han alejado de la Iglesia viven sin referencia alguna a la vida cristiana [...], para favorecer en estas personas un nuevo encuentro con el Señor, el único que llena de significado profundo y de paz nuestra existencia; para favorecer el redescubrimiento de la fe, fuente de gracia que lleva consigo alegría y esperanza para la vida personal, familiar y social”. (Benedicto XVI, Homilía en la celebración eucarística para la solemne inauguración de la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, Roma 7 octubre 2012)

Los alejados son el primer objetivo que se nos presenta. Aquellas personas que han tenido contacto con la Iglesia, pero que las condiciones sociales les han conducido a un estado apático y desafectado en su fe. Son como madera seca necesitada de algo que les inflame y las transforme.

La sociedad ha sabido crear barreras considerables a la acción de la Iglesia. Hoy en día todo escándalo eclesial se difunde a la velocidad de la luz, mientras que los millones de actos heroicos que se producen dentro de la Iglesia, no llegan a traspasar el umbral de la puerta.

Como dice San Juan Crisóstomo: “Basta una chispa para convertir en un incendio algunos pedazos de bosque seco”. Pero ¿Qué chispa puede prender en maderas que se mantienen húmedas para que no prendan? Esa es la pregunta que nos tenemos que hacer todos y buscar soluciones creativas que permitan vencer la indiferencia que nos rodea.

Como Jesús, en el pozo de Sicar, también la Iglesia siente el deber de sentarse junto a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para hacer presente al Señor en sus vidas, de modo que puedan encontrarlo, porque sólo su Espíritu es el agua que da la vida verdadera y eterna. Sólo Jesús es capaz de leer hasta lo más profundo del corazón y desvelarnos nuestra verdad: “Me ha dicho todo lo que he hecho”, cuenta la mujer a sus vecinos. Esta palabra de anuncio - a la que se une la pregunta que abre a la fe: “¿Será Él el Cristo?” - muestra que quien ha recibido la vida nueva del encuentro con Jesús, a su vez no puede hacer menos que convertirse en anunciador de verdad y esperanza para con los demás. La pecadora convertida se convierte en mensajera de salvación y conduce a toda la ciudad hacia Jesús. De la acogida del testimonio la gente pasará después a la experiencia directa del encuentro: “Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo”.

La masa convertida en pan por la levadura, se convierte en masa madre capaz de fermentar más masa de trigo. La postura de Cristo frente a la Samaritana es una estupenda pista. Se acerca a quien sufre y le solicita que sea el sufriente le ayude. Quien sufre se da cuenta que su vida tiene un sentido, ya que le han solicitado ayuda. A partir de la confianza que nace cuando sentimos que somos necesarios, que somos dignos, que significamos algo, es cuando Cristo ofrece la siguiente dimensión. La dimensión simbólica, que no salva por si misma, pero que nos lleva a la salvación, es imprescindible para el ser humano antiguo y actual. Sentirse y saberse levadura es imprescindible para serlo en la realidad.

domingo, 21 de octubre de 2012

Los argumentos de los que rechazan al Espíritu


Que se acaben pues los argumentos de los que rechazan al Espíritu. El Espíritu Santo es uno, derramado por todas partes, iluminando a todos los patriarcas, los profetas y a todo el coro de aquellos que han participado en la redacción de la Ley. Fue él quien inspiró a Juan el Bautista ya desde el seno de su madre; fue, en fin, derramado sobre los apóstoles y todos los creyentes  para que conozcan la verdad que les es dada gratuitamente.

¿Cuál es la acción del Espíritu en nosotros? Escuchemos las palabras del mismo Señor: “Tengo todavía muchas cosas por deciros, pero ahora no las podríais soportar. Os conviene que yo me vaya, porque si me voy os enviaré un defensor, el Espíritu de la verdad que os hará conocer la verdad entera” (Jn 16,7-13). En estas palabras se nos revelan tanto la voluntad del dador, como la naturaleza y el papel a desempeñar de aquel que nos va a dar. Porque nuestra flaqueza no nos permite conocer ni al Padre ni al Hijo; el misterio de la encarnación de Dios es difícil de comprender. El don del Espíritu Santo, que por su intercesión se hace nuestro aliado, nos ilumina…

Ahora bien, este don único que está en Cristo se nos ofrece a todos en plenitud. No falta en ninguna parte, pero se da a cada uno según la medida del deseo del que lo quiere recibir. Este Espíritu Santo permanece en nosotros hasta la consumación de los siglos, es nuestra consolación en la espera, nos es garantía de los bienes de la esperanza que ha de venir, es la luz de nuestros espíritus y el esplendor de nuestras almas. (San Hilario de Poitiers, La Trinidad, 2, 31-35) 
San Hilario de Poitiers nos habla del Defensor, el Paráclito, el Espíritu Santo que Cristo envió a los Apóstoles y que inundó la primera cristiandad. ¿Dónde está el Espíritu hoy en día? Para muchos parece que no existiera y que hubiera desaparecido de la tierra, pero no es así. 
Cristo nos indica se comunicará nos nosotros a través del Espíritu Santo y que esa comunicación será, además, la que nos permita conocer la Verdad y la Voluntad de Dios. Pero ¿Cómo es que no lo tenemos todos los cristianos? San Hilario nos dice que el Espíritu actúa en nosotros en la medida que nosotros le permitimos actuar. Por ejemplo, nos gustaría ser buenos evangelizadores pero nos aterra que nos señalen con un dedo y nos menosprecien. Esto nos hace dar un paso atrás y cerramos las puertas al Espíritu. Entonces aparece un efecto en nuestro corazón: perdemos la Esperanza y nos sentimos incapaces. 

A veces pienso que la desesperanza en la medida de lo cerrado que tenemos el corazón al Espíritu. A le memoria me viene la carta a la Iglesia de Laodicea: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20) 

Dice San Hilario “El don del Espíritu Santo, que por su intercesión se hace nuestro aliado, nos ilumina” Que gran verdad, ya que de otra manera vivimos en la oscuridad causada por nuestro egoísmo y ceguera. Nuestra sociedad es una sociedad cerrada al Espíritu y por lo tanto desesperanzada. Una sociedad que mata a sus propios hijos y los hijos que sobreviven, ya mayores, salen a las calles gritando que quieren quemar a los curas, no es una sociedad feliz. 

Tal vez suene repetitivo, pero una sociedad tan llena de sufrimientos es una sociedad necesitada de Cristo. Nosotros tenemos la misión de acercar a Cristo a tantos sufrientes. Que el Espíritu no ilumine para llevar a cabo esta misión. “Que se acaben pues los argumentos de los que rechazan al Espíritu.
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