Estamos viviendo un momento eclesial muy complicado. Estamos
viendo cómo el mal ha colonizado la Iglesia y cómo nuestra Madre está siendo ultrajada
por algunos que se hacen llamar sus hijos. Aunque sintamos dolor, seamos conscientes
que es necesario que el mal se haga evidente para alejarlo de nosotros. Les pongo
un ejemplo, normalmente hace falta que tengamos síntomas de una enfermedad para
seamos conscientes de la necesidad de curarnos y de hacer más sana nuestra propia
vida. Leamos lo que San Agustín nos dice sobre la corrupción:
Si la corrupción destruye en las cosas corruptibles todo lo que
constituye en ellas la medida, la belleza y el orden, por el mismo hecho
destruye o suprime la naturaleza. De esto se deduce que la naturaleza que es
esencialmente incorruptible es Dios. Y, por el contrario, toda naturaleza
sujeta a la corrupción es un bien imperfecto o relativo, ya que la corrupción
no puede dañarle más que suprimiendo o disminuyendo la nota o el carácter de
bondad que hay en ella. (San Agustín. La
naturaleza del bien. C VI)
¿Qué
sucede en nuestra Madre Iglesia? Hemos perdido el sentido de lo sagrado y con
ello, todo orden, belleza, medida y trascendencia queda supeditado a la
subjetividad de cada uno de nosotros. Si cada uno de nosotros propone las
medidas y el orden, adecuado a sus intereses, todo es posible y nada llega a
ser considerado malo. Si desaparece el entendimiento del mal, el bien deja de
ser el sentido de quienes somos católicos. De hecho, hemos
dejado entender la Liturgia como la actividad principal de la Iglesia,
dejándola como una excusa para darnos importancia a nosotros mismos: la
asamblea. Los convocados nos reunimos para nosotros mismos, dejando de lado a
Quien nos convoca. ¿Es tan extraño que la corrupción haya golpeado tan
fuertemente a la asamblea de convocados? Es la consecuencia lógica de haber
olvidado a Dios y haber puesto a nosotros mismo como centro de la Iglesia.
¿Qué
hacer? Lo primero es dejar que Dios actúe, mostrando toda la podredumbre que
hay dentro. No tengamos vergüenza, sino esperanza. Si no localizamos el foco
de la infección, no podremos cauterizar la herida y curarla con los
medicamentos adecuados. Si queda algo de podredumbre escondida, la infección
seguirá latente. Mejor que aparezca todo lo que está corrompiendo a la Iglesia. Lo
segundo es lo que nos toca hacer a cada uno de nosotros: buscar la santidad
para que a través de nosotros, Dios se haga presente dentro de la Iglesia. Seguramente
estemos pensando en la necesidad de un castigo. San Agustín nos habla de ello:
Dios es para nosotros un bien tan grande, que todo redunda en
beneficio de quien no se separa de Él. Del mismo modo, en el orden de las cosas
creadas, la naturaleza racional es un bien tan excelente, que ningún otro bien
puede hacerla dichosa, sino Dios. Los pecadores, que por el pecado salieron del
orden, entran de nuevo en él mediante la pena. Como este orden no es conforme a
su naturaleza, por eso implica la razón de pena o castigo. Se le denomina
justicia, porque es lo que le corresponde a la culpa o falta. (San Agustín. La
naturaleza del bien. C VII)
Para
cualquiera de nosotros, la pena empieza por rechazar lo que nos hace pecar.
Para nosotros y para la Iglesia, es necesario sufrir alejándonos de los medios
que nos han hecho pecar. ¿Hemos sido soberbios y prepotentes? Se impone la
humildad y la docilidad. Dar espacio a la verdadera pobreza, que no es no tener dinero, sino dejar que sea Dios quien ordene nuestra vida. tenemos que dejar que vernos y entendernos como poderosos y
empezar a vernos como herramientas defectuosas que esperan ser
limpiadas y reparadas, por las manos de Dios. Esa limpieza y ajuste duele.
Duele porque renunciamos a lo que nos gusta ser y a las apariencias que nos hacer tener poder. Duele porque tendremos que
pensar en hacernos pequeños e irrelevantes. Ser irrelevante es el primer paso para que Dios sea el protagonista verdadero.
El
castigo viene dentro de la propia conversión y en el hecho de aceptar humildemente la
justicia de Dios. Si no aceptamos hacer esto, el castigo no será vivificador,
sino todo lo contrario. Quien se separa de la Voluntad de Dios, va desgastando
su naturaleza, para terminar siendo un maltratado muñeco en manos del maligno. ¿Qué
castigo es peor? ¿El que nos redime o el que nos hunde y destroza? En nuestra
voluntad está empezar a negarnos a nosotros mismos y tomar la cruz, o
despeñarnos para morir para siempre. ¿Por dónde empezar? Podemos tomar como punto
de partida la profecía que nos legó en 1969 un sacerdote llamado Joseph
Ratzinger:
La Iglesia se reducirá y tendrá que empezar de nuevo, más o menos
desde el principio. Ella ya no podrá habitar muchos de los edificios que
construyó en tiempos de prosperidad. A medida que el número de sus adherentes
disminuya. . . ella perderá muchos de sus privilegios sociales. . . Como
pequeña sociedad, [la Iglesia] exigirá mayor iniciativa de sus miembros....
Serán tiempos difíciles para la Iglesia, porque el proceso de
cristalización y aclaración, le costará mucha energía valiosa. Esto la hará
pobre y se convertirá en la Iglesia de los humildes. . . El proceso será largo
y tedioso como fue el camino del falso progresismo en la víspera de la
Revolución Francesa - cuando un obispo se podría pensar que era inteligente si se
burlaba de los dogmas e incluso insinuaba que la existencia de Dios no era en
absoluto cierta. . . Pero cuando la
prueba de esta criba pase, un gran poder fluirá de una Iglesia más
espiritualizada y simplificada. Los hombres en un mundo totalmente planificado
se encontrarán indeciblemente solos. Si han perdido de vista a Dios por
completo, sentirán todo el horror de su pobreza. Entonces descubrirán al
pequeño rebaño de creyentes como algo completamente nuevo. Ellos lo descubrirán
como una esperanza que es para ellos, una respuesta para los que siempre han
estado buscando en secreto.
Y por lo tanto me parece cierto que la Iglesia se enfrenta con
tiempos muy difíciles. La verdadera crisis apenas ha comenzado. Vamos a tener
convulsiones terribles. Pero estoy igualmente seguro de lo que quedará al
final: no la Iglesia del culto político, que ya está muerto, pero la Iglesia de
la fe. Ella no será el poder social dominante en la medida en que fue hasta
hace poco, pero disfrutará de un nuevo florecimiento y será vista como el hogar
del hombre, donde se encuentra la vida y la esperanza más allá de la muerte. (La Fe y el Futuro, Joseph
Ratzinger)
Tenemos que hacernos pequeños e irrelevantes por nosotros mismos. Tenemos que esperar todo de Dios y no de nuestras fuerzas, edificios, instituciones, poderes, valores, complicidades, mafias, redes de corrupción, etc. Si dejamos de tener poder, será cuando el verdadero poder, el poder de Dios, habitará entre nosotros. Cuando volvamos a reunirnos en Nombre del Señor, Él habitará entre nosotros. Cuando la jerarquía de la Iglesia vuelva a ser la santidad, empezaremos a sentir que la Gracia fluye por cada uno de nosotros. Quizás este sea el mejor de lo momentos para empezar el largo éxodo para volver al hogar que dejamos hace tantos siglos. Dios lo quiera, ruego por ello.
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